Deseos condicionados
¿Estética de la tecnología?
Ni más ni menos que otro conocimiento urgente.
Y no me refiero al diseño, que determina conductas -pero siempre en su rol instrumental, de segundo grado (un “deseo planificado”)- y reafirma sin pausa la supremacía de la visión.
Ni mucho menos a cualquier consecuencia de la “atracción de utilidad” (la prepotencia de una industria inoculando hábitos), que tan efectivamente suele disparar consignas y mandatos como estimulantes para la ansiedad (de ninguna otra manera se instalan los mercados).
(Cabrera: "(...) Cuando se acusa a las tecnologías de efectos negativos, el control excesivo o la invasión a la vida privada, se dice que ellas son neutras, ni buenas ni malas en si mismas, y que dependen del uso que se les dé. Es decir, frente a la crítica las nuevas tecnologías son instrumentos neutros pero, en su promoción, su potencial es el que cambiará la empresa, el comercio, la vida profesional, la política, la educación, el tiempo libre, la creatividad, el cuerpo, la salud, etc. Lo bueno-el artefacto tecnológico- viene, sus efectos malos los comete el usuario").
Analizo, más exactamente, el tráfico y comportamiento de imaginarios que definen y configuran nuestros hábitos tecnológicos. Tal como hoy la consumimos, toda propuesta tecnológica de uso doméstico-cotidiano se produce en la intersección de varios imaginarios, cada uno batallando con su tradición, sus poéticas y políticas.
Nuestros afectos, adicciones y fobias tecnológicas se determinan invariablemente en el formateado de nuestras percepciones, que no son sino configuraciones estéticas y circulación de imaginarios.
Muchos lectores se sorprendieron, hace apenas unos días, cuando leyeron a Ray Bradbury quejándose contra Internet. No se trata sólo del cierre de bibliotecas sino de una coalición de imaginarios.
Cada vez más, cada imaginario tecnológico se determina en un hardware.
El hardware del Gran Ray sigue siendo un universo de libros (dos décadas más joven que Borges, también sueña el Paraíso en la forma de una biblioteca).
Un ejemplo innecesario: si nosotros entendemos -sin necesidad de sumergirnos demasiado en cuestiones de código fuente- esto que llamamos cyberespacio, no es sino porque alguien llamado William Gibson lo determinó antes.
Insisto: no es que la ficción sea visionaria. Simplemente que las tecnologías a nuestro alcance le deben tanto a esas ficciones modeladoras (a esas matrices imaginarias) como a los laboratorios de prueba. Un imaginario instala un horizonte de sentido –tecnológico en este caso- antes de que empresas e industrias desarrollen sus prototipos/productos.
Veamos una película como Sleep Dealer, de Alex Rivera.
En todos los casos, denominamos ciencia ficción a ese género narrativo cuya principal característica es la reformulación de un contexto (ya se desarrolle en otro tiempo –el futuro, el pasado, una dimensión paralela-, o bien en otro espacio –otras galaxias, planetas o mundos). La película en cuestión es una distopía de hipercontrol cuyo protagonista es un mexicano, Memo Cruz, que descubre que su pueblo, Santa Ana del Río, vive un estado de sojuzgamiento tecnológico.
La visión horroriza porque la tecnología se expande, míticamente, como una de las estrategias de Narciso: jamás forma parte del contexto, sino que por el contrario siempre conforma al sujeto (ya sabemos, es nuestra continuidad –San McLuhan dixit-).
Los imaginarios actualizan nuestros presentes y las tecnologías van tras ellos.
A veces, de modo turístico (confieso que me encantaría estar en Japón observando de cerca el espectáculo de éstos Gundam). Otras, en la pura emoción de una historia de manga como la de Minamo, de Real Drive (de Masamune Shirow).
Lo cierto es que no puedo dejar de pensar, aunque suene abusivo ¿bajo qué forma y en qué momento desembarcarán las tecnologías que estas ficciones vienen instalando?
Insisto con las distopías como standars: siempre temimos a la autonomía de las máquinas, a su autosuficiencia de los sistemas. ¿Y acaso no vivimos hace rato en la era de los supercerebros artificiales?
El tuneo (una reinterpretación abusiva) sigue a nuestro alcance, claro. Pienso en Iggy Pop en París, reversionando la Posibilidad de una isla, de Houellebecq con un soundtrack incidental más cercano a una perversión steampunk (Préliminaires, un experimento emocionante).
Aunque, inquiriéndolo de otro modo, esta reformulación formal no hace más que ampliar el campo de desembarco de propuestas tecnológicas aún más sofisticadas.
Ya dije: otro conocimiento urgente.
El antídoto siempre será responder con ficciones mas voraces.
Hola WalterEgo y Martin De Mauro
ResponderEliminarLa tecnología puede ser un buen consumo. Eso es Marx básico. Tan cierto como que no existe tecnología sin ideología. Pero habrá que ver cómo nos posicionamos frente a esa ideología. No necesariamente es mediación, sino más bien extensión. Tampoco el entorno está dado porque si, menos aún nosotros (quizá nosotros seamos la mediación). Los zapatos que usamos, las medias y los carilina son tan capitalistas como el dueño de un locutorio donde ponemos en órbita un blog. Deleuze fue un producto de la Sorbona, en el sentido más industrial del término: recibía su sueldo, daba clases, cobraba su aguinaldo, fue un empleado estatal tranquilo y laborioso: una esmerada máquina de Estado. Y por supuesto un sujeto, una puesta en escena, con sus uñas largas. La filosofía posee sus imaginarios siempre acotados, siempre módicos. Profundos quizá (¡vaya palabra!) pero acotados. Por suerte las imágenes siempre anteceden a la tecnología y a la filosofía. Dependen de su ingobernable circulación y conforman un régimen imbatible.
Rafael Cippolini