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SUDEN MARIKAS

Una respuesta bien gorda al calor, a la tentación de disimular y a la libertad de ensanchar cuerpos, miradas y expectativas amorosas.
Imagen: Maia Debowicz/Ladiablo
Llegó el calor y con él, florecen todos los lugares comunes que asocian la luminosidad del día con el optimismo cruel del ser visibles para otros.  La promesa sexualizada de la primavera tiene un anverso hostil para quienes abdicamos de la comunión agria ofrecida por la industria del adelgazamiento y sus tecnologías de representación fantasmáticas que insisten en hacernos creer que los gordos llevamos cuerpos delgados en nuestro interior, y que dar curso a modos de vida magros pueda conseguirnos un lugar en la piscina de la lujuria precodificada de la homonorma. 
Salgo cansado del trabajo, me subo al subte corriendo porque no hay posibilidad de seguir en la calle con este calor húmedo que pronuncia dos veces mi condición de clase trabajadora. Ni bien encuentro un lugar en el espacio enlatado de la circulación social todo el calor postergado por el movimiento arremete sin pedir permiso. El sudor de mi cuerpo me revela. Empieza a significar y me doy cuenta de que es observable. Brota como la rabia en la comisura de mis pliegues, en los callejones de mi pelo, escribiéndome de pies a cabeza.  ¿Qué dice el sudor de mi frente? Un atractivo compañero de celda, parado frente a mí, se obsesiona con la luminosidad de estas entrometidas lágrimas de sal. Me mira y me confunde. Me analiza y en su rostro se dibuja paulatinamente el deseo de no ser contaminado. Se formula una pose, acontece el gesto, se impone el asco. ¿Qué reflejo le habrá devuelto el estanque de mi cuerpo para dar paso al atrevimiento del rechazo? De a poco el subte mitiga su hiperpoblación y la purga me ubica en el fondo. Rumiando en la culpa infligida por la desaprobación, cargo dos bolsas de metal en las que se acumula con abundancia la resposabilización atomizante de la vergüenza y el agravio por haber devenido bestia. Casi como en un corral la suciedad de mi cuerpo gordo sudado me recuerda a esas manchas de barro en la que se resbalan los cerdos antes de sus últimos días de libertad. Pienso que me convendría incorporar algún pañuelo, como para disimular con gracia la consecuencia de mi forma. Pienso que mejor no usar ropa de color para no aumentar la pantalla de mi realidad. Pienso incluso que mejor es caminar para no quedarme quieto ante la mirada deserotizante, perdida y policiaca de los gays fornidos en intolerancia higienista. Pienso con el cuerpo, mientras me resbalo en el barro que antecede al matadero.
Pero me rebela la intolerancia. Me sacude el cuerpo esta promesa inigualable que es la posibilidad de decir que no. Descarto el pañuelo, porque no va con atuendo. Descarto caminar, porque priorizo la calidez de mi propia morada. Descarto todas y cada una de las estrategias del disimulo que nacen como la primera lengua en este país obsesionado con la gestión empresarial de lo homo. Cuando el oxígeno empiece a sentirse corto, y el calor intensifique la fiebre de la piel, en lugar de pedir perdón por mis pecados haciendo a un lado la escritura orgánica de la sal que bendice mi forma, quizás presione la remera contra el cuerpo, dejando que el sudor marque su paso intempestivo en esta ropa. Quizás ese mapa húmedo en el que nos encontramos todos los cuerpos agitados por el improperio de nuestra desmesura, encuentre pasadizos que intensifiquen esta ambición radical de diferenciación, alguna contraseña para habitar geografías sexuales utópicas por venir, lagunas en donde perder la memoria de la injuria y el morbo viscoso que me recuerda que todos los flujos del cuerpo pueden ser una bendición para desarticular la obstinada aspiración del mundo a mantenerse cerrado a lo que conoce como posible.

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