EL HUNDIMIENTO: A propósito deZAMA, de Lucrecia Martel

Por: Emilio Bernini
En su versión de Zama, Martel vuelve la espera existencial de Diego de Zama, en la novela de Di Benedetto, una espera en el sentido naturalista. La novela está escrita en el imaginario existencial que concibe al sujeto libre de sus actos en el mundo, cuyo porvenir le pertenece radicalmente porque cada decisión que toma forja lo que es. En esto, toda la novela puede leerse como un largo soliloquio del ex Corregidor sobre lo ocurrido, lo que ocurre, sobre las decisiones a tomar, sobre cómo esperar, cómo aceptar las imposiciones, qué hacer con lo que los otros le han hecho y le hacen… En cambio, la película está concebida en una visión propiamente naturalista que, muy por el contrario, representa al individuo impedido de actuar libremente y de tomar decisiones soberanas porque está sujeto a la fuerza irresistible de un medio o al empuje de las pulsiones. En esta película de Martel, se trata de ambas fuerzas, pero sobre todo de una singular configuración del medio.

Lo más notable de la transposición es esa densidad del medio en el que se hunde, se diría, el asesor letrado. Para narrar ese hundimiento en ese medio Martel exacerba ahora aquello que ya había presentado en sus películas previas. Sobre todo en la primera, La ciénaga, en la que el medio cenagoso dominaba, ya desde el título, la vida de la familia de la burguesía provinciana en una lenta decadencia. Si se leen las brevísimas notas de rodaje, escritas por Selva Almada, El mono en el remolino, podría creerse que el medio naturalista del film es el que la escritora describe, con notable precisión, en la provincia de Formosa bajo temperaturas tropicales:

“el barro se pudre. Tiene olor a bicho. En los tramos donde es completamente chirle, veinte, treinta centímetros de pantano, donde las patas se hunden hasta las canillas, de a ratos parece moverse, explotan pequeños globos de aire en la superficie aterciopelada. Es un organismo vivo que respira” (1).

Pero en Zama, el medio es menos un espacio propiamente dicho -el campo, la selva, el caserío, los despachos, los salones- que un estadio histórico político: la colonia. Martel parece hacer del modo de dominación política colonial el medio físico del hundimiento de su personaje. En otras palabras, Zama hace de la forma de dominación política un elemento propiamente físico, adverso a quienes son sus mismos representantes. No es una microfísica del poder sino el poder colonial mismo el que actúa físicamente sobre sus oficiales -Zama mismo, los dos gobernadores, el asesor Ventura Prieto- precisamente porque el medio no es aquí, en una provincia marginal del Virreinato del Río de La Plata, más que el ejercicio del poder político.

Para comprender la operación, basta volver sobre las primeras páginas de la novela y las primeras escenas de la película. En el comienzo de Zama, Martel fusiona dos escenas de la novela en un movimiento que define la transposición. Hay en la novela, por un lado, una escena en la que el asesor Ventura Prieto le narra a Diego de Zama su investigación sobre un tipo de pez que es repelido por el agua misma que le permite vivir (“aún de modo más penoso, porque está vivo y tiene que luchar constantemente con el flujo líquido que quiere arrojarlo a tierra”); y, por otro, hay otra escena en la que un reo confiesa al asesor letrado el crimen que cometió: mató a su mujer creyendo que ella era un ala de murciélago que le había crecido a él mismo en la espalda y que quería cortarse. Las dos escenas son de imaginación existencial: una relativa a la existencia misma y la otra, a la abrumadora responsabilidad por los propios actos; el ser que a pesar de sus esfuerzos denodados no consigue imponerse sobre aquello que lo mantiene vivo, y el individuo que, a su pesar, en un acto de liberación en su propio cuerpo destruye el del otro.

Martel no sigue literalmente ninguna de las escenas porque las une (2): el hombre apresado no confiesa ningún crimen sino que, en un momento notable por su extrañeza, inesperadamente se arroja de cabeza hacia la pared, como si quisiera golpearse o matarse, y comienza luego a proferir la historia del pez cuyo medio lo repele. El reo de la película, entonces, no ha matado a su mujer creyendo arrancarse el ala de la espalda, sino que aquí es un indio o un mestizo -un subordinado, un subalterno- que enuncia la vida denodada de esos peces como un oráculo (y no ya como parte de una investigación científica como ocurre en la novela). Un oráculo que parece dirigido a los propios funcionarios de la colonia, que escuchan pasmados como si se tratara de la descripción (alegórica) de su propio destino en la adversidad del medio sudamericano colonial, enunciada justamente por un súbdito. La importancia de esa voz del súbdito y de lo que profiere está en que se vuelve la presentación misma de la película; el paradigma, pues, de lo que se va a contar.
Ese medio adverso, que es el ejercicio mismo del poder en la colonia, está en los modos en que el film concibe cómo se lo habita. Es necesario observar que, de hecho, en el film no hay espacios reconocibles en su configuración. No hay panorámicas de la ciudad colonial, no hay planos de establecimiento, no hay visiones de conjunto, apenas planos abiertos de una orilla de un río con acantilados, apenas planos generales del espacio selvático. No se sabe muy bien dónde están emplazados los lugares que habita Diego de Zama, lo que se sabe es solo lo que se ve: partes fragmentadas de los espacios en los que se desplaza o se acuesta o se sienta; y partes literalmente cortadas de los cuerpos con los que convive o comparte, sean de hombres o de animales. No se sabe bien cómo se comunican los lugares, porque un salón de recepción con los modales de la corte francesa tiene pasajes que llevan directo a un burdel, que a la vez parecen conducir a una caballeriza. Como si todo el espacio fuera continuo sin partes discriminadas, como si se tratara de una misma energía que se concentra, y no hubiera separaciones entre hombres y animales (los caballos y las llamas que pasean en la sala de los gobernadores), servidores y amos (que tienen encuentros eróticos -la criada muda y Luciana, la esposa del Ministro de Hacienda-), súbditos y funcionarios que se toman de la mano, médicos y curanderas (los médicos se atienden con ellas), el rancho de los indios y el salón de los blancos.

Pero a la vez esa contigüidad espacial indiscriminada es notoriamente hostil, violenta incluso, para los cuerpos: es necesario agacharse para pasar de un lugar a otro por aberturas que no son puertas y tampoco ventanas; asomarse entre los cuerpos para encontrar a alguien, inclinarse hasta el piso; cubrirse ante la cal que se echa a los cadáveres… Incluso, en los espacios abiertos mismos, en la selva o en la orilla de río, no hay menos violencia ni hostilidad: hay que taparse ante la putrefacción del cuerpo de un indio; quedarse inmóvil, en una hamaca paraguaya, durante la noche, cuando una banda de indios ciegos merodea; ser cazado, literalmente, a campo abierto, por los indios… El medio que, en Zama de Martel, es la dominación política, todo está en un estado de entropía que crece: amenaza la fiebre, la cólera, la gangrena, el despedazamiento del cuerpo y la muerte.

Ese medio entrópico no es, entonces, el que describe Selva Almada en sus notas. El realismo de la escritora, en este punto, no tiene nada que ver con el mundo que se ve en la película. ¿Qué es entonces ese mundo agobiante y alucinado, extrañado y hostil? El film no es propiamente histórico, en el sentido de cierta representación objetiva del mundo de la colonia a fines del siglo XVIII. Aun así, la película no renuncia a la precisión finísima de detalles vinculados a las costumbres coloniales (desde las uñas pintadas de los funcionarios hasta el sonido mismo de la pluma de ave al escribir sobre el papel, o la sonoridad frondosa de las aves tropicales, las voces de los pregoneros), aunque en todos los casos, esos detalles no componen un cuadro límpido, sino ya afectado, desajustado, grotesco (los esclavos negros de la realeza con casaca aristocrática, descalzos y en taparrabos; las pelucas que no encajan, molestan; la descompostura del comerciante uruguayo en una recepción casi oficial): como si se representara más bien el trasplante fallido, monstruoso, bufo, del sistema de dominación monárquico en el espacio de lo que ese mismo poder entiende como barbarie, que aquí encuentra una imagen posible. En esto, Zama sería una imagen de ese trasplante monstruoso de un modo de dominación político.

Pero si esa imagen no es propiamente “histórica” ello se debe a su rechazo deliberado de la objetividad, de la linealidad narrativa y de la causalidad. Tanto la novela como el film narran por fragmentos: en un caso, en la novela, se trata de una conciencia ética, de una especie de monólogo lacunar en torno a las consecuencias de lo que se hace, por parte de alguien que sabe que siempre “se puede elegir”. En el otro, en la película, hay que decir que se trata más bien de un estado de la percepción, que es la de la cámara y la del personaje a la vez, en una relación de indirecto libre (la cámara percibe con el personaje que percibe). En la película, se diría que el tiempo está condensado, en situaciones o escenas que parecen bloques temporales (bloques compuestos de planos fijos, inmóviles). Solo el pasaje de tres gobernadores, o de tres autoridades, indica una sucesión, de modo que todo el devenir de Diego de Zama depende estrechamente de esas instancias políticas. Entre los dos primeros gobernadores la situación del asesor letrado no cambia sino que empeora: de un despacho propio pasa a una “pocilga”, un cuarto cuyas paredes están infestadas de termitas, y que tiene que compartir con un escribiente acusado por componer un libro a espaldas de la realeza, a quien Zama mismo debe denunciar, aunque no quiera hacerlo. Con la última autoridad, cambia el entorno –ahora el bosque y el río– y los hechos en el espacio abierto –ahora la persecución de un cangaceiro legendario, Vicuña Porto, que está infiltrado en el grupo mismo destinado a cazarlo–. En este último momento, la sucesión también está incompleta, es elíptica, misteriosa, como en toda la película, pero en esta última parte tal vez más. ¿Qué ocurrió entre el momento del segundo gobernador y la tercera autoridad, que en la novela supone una elipsis de cinco años (de 1794 a 1799) y una causa precisa (acelerar el traslado)? La película elude dar a entender que se trata de una decisión de Zama, aunque no lo niega, de modo que puede tratarse del cumplimiento de una orden real. ¿Qué ocurre entre su captura por parte de los indios mbayas y esa ceremonia –en la que son embadurnados de cúrcuma– que se ve en fragmentos, cortada por brevísimos planos oscuros y cuya alternancia suena como el filo de una guillotina que cae?

Lo incompleto y lo misterioso, lo elíptico son un modo de percibir, de allí que lo percibido no se distinga precisamente de lo alucinatorio. Diego de Zama, en la película y solo en ella (no en la novela), pasa por ciertos trances, que están señalados por ese sonido extraordinario de caída (que no es el sonido referencial de un objeto ni de un cuerpo que caen, sino más bien el sonido de una conciencia que se abisma). Pero habría que decir que esos trances constituyen un momento culminante de la percepción y no un estado de trastorno o de perturbación de ésta. De allí, que el bandido Vicuña Porto haya sido muerto en la primera gobernación, que sus orejas sean el trofeo del segundo gobernador y que, aun así, Zama conforme la tropa que sale a su caza en la última parte. De allí, que las criadas indias de la segunda morada (la pocilga) se confundan (una ha muerto, pero se parece a la que está viva) en un plano oscuro donde solo se ven siluetas; de allí que en esa pocilga Zama crea ver a dos mujeres de la nobleza, impensables en ese lugar. Por esa percepción singular también la obsesión por un niño muerto, que puede haber sido responsable de un robo; y la presencia de dos niños que hablan como si fueran la voz misma de la conciencia del asesor letrado (uno al comienzo, sentado en una silla cargada por un esclavo negro, y otro al final, en el bote que lo lleva a la muerte).

Zama extrema el proyecto de Martel de hacer un cine de la percepción. Esa idea no es la de los cineastas experimentales (como James Benning cuyo cine está constituido de bloques perceptivos objetivos, racionales, estrictamente calculados, y no narrativos: véase, la notable Stemple Pass) (3), que buscan afectar radicalmente la conciencia del espectador, como parte de una utopía de videncia propia de ese cine. Martel, en cambio, no renuncia a contar historias en las que la percepción auditiva y visual tiende a prevalecer sobre la fábula misma: tiende, se diría, a abrumarla. En la decisión de narrar, aun enrareciendo la fábula, de no renunciar al relato, reside su ideología estética: Martel no ha dejado de filmar historias micropolíticas (algo que solo se puede hacer narrando): La mujer sin cabezaes un ejemplo notable del poder de una clase para mantener impune un crimen que incluso no ha cometido. Zama, en cambio, politiza la novela de Di Benedetto: allí donde en la novela, lo político está principalmente en el estatuto del personaje, perverso, racista, taimado; en la película, está en su cohabitación con los otros sociales y étnicos, es decir, en el medio mismo que lo absorbe. En esto, la película ya no es sobre el poder de una familia ni de una clase sino sobre un sistema de dominio.



(1) El mono en el remolino. Notas sobre el rodaje de Zama de Lucrecia Martel, Buenos Aires, Random House, 2017, p. 10.

(2) Toda la película es una formidable operación de condensación de escenas y de tiempos (en la novela el tiempo pasa; en la película, se condensa), así como de exclusiones: las historias de amor o de cacería erótica de Zama, que son muchas en la novela, no interesan al film, sino apenas por ciertos rasgos.

(3) Sobre el film de Benning, puede verse Érik Bullot, “Agrimensura, entropía, decrecimiento”, en Kilómetro 111. Ensayos sobre cine, nº 12, “Historia política”, 2014, pp. 213-219.

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