Como bombas pequeñitas

Nunca estuve en el pogo más grande del mundo. Nunca fui una gota en ese  mar de 300.000 cuerpos que ondean al ritmo de “no lo soñéeeee-iee-e-e-é”. Amigos que estuvieron no saben bien cómo contarlo. Abren los ojos, abren la boca, abren los brazos, como si esa experiencia, para ser comunicada, reclamara un cuerpo abierto, amplio, reconectado a miles. Yo no estuve en el mega-pogo mundial, pero estuve, con 24 años, en un colectivo lleno de poetas que cruzaba la cordillera, mientras sonaban una y otra vez Sumo, y los Redondos, y “Jijiji”. Una especie de mini-pogo envasado y móvil.
La historia es que en Santiago de Chile se organizó un encuentro de poesía joven argentino-chilena, y fuimos invitados. Hasta ahí lo que tengo claro. De ahí en más tengo recuerdos sueltos, fragmentos de un film velado. No ayuda que en la web no haya mención alguna al encuentro, nada de información, ninguna foto, como si nunca hubiera sucedido. Recuerdo claramente el viaje en colectivo cruzando la cordillera. No recuerdo quiénes habían organizado el encuentro. Recuerdo que José Luis Mangieri, que estaba en todas partes, había dicho: “¡Inviten a los pibes de Bahía!”. Los “pibes de Bahía” éramos un grupo que desde 1985 pintábamos murales con poemas en las paredes de Bahía Blanca, y firmábamos como Poetas Mateístas. Para 1990 el grupo estaba integrado por Fabián Alberdi, Sergio Raimondi, Omar Chauvié, Silvia Gattari, Daniel Seewald, Sergio Espinosa, un servidor, y un número variable y entusiasta de amigos y colaboradores ocasionales. Así que Mangieri había dicho “inviten a los pibes de Bahía”, y los pibes de Bahía fuimos invitados. En julio de 1990 salimos hacia Santiago de Chile Omar Chauvié, Sergio Raimondi y yo.
En Mendoza subimos a un colectivo que nos estaba esperando, y ahí fuimos, rumbo a Santiago, cruzando la cordillera. Éramos muchos y he olvidado nombres, pero recuerdo que viajaban Fabián Casas, José Villa, Juan Desiderio, Daniel Durand, Darío Rojo, Eduardo Aibinder, Teresa Arijón, Mario Varela, Sebastián Bianchi, David Wapner... No bien salimos alguien le acercó al chofer un cassette. Un solo cassette que sonó durante todo el viaje, del lado A y del lado B, y otra vez del A, y otra vez del B, así seis horas a la ida, así seis horas a la vuelta, sin descanso. De un lado Sumo, del otro los Redondos. De un lado, “Mejor no hablar de ciertas cosas” provocaba coros e interpretaciones entusiastas de pasajes seleccionados, del otro, cuando llegaba “Jijiji” el colectivo entraba en ese ritmo insistente de las estrofas, con golpes de batería y acordes que caen como explosiones, y la guitarra contenida, que acumula tensión hasta el estribillo en el que se libera, el sonido se abre, y ahí sí, el “no lo soñéeeee-iee-e-e-é” se multiplicaba y era coreado entre los asientos con fervor ricotero y afinación dispar. Ahí íbamos, como bombas pequeñitas, corriendo a la deriva por caminos de cornisa, los ojos ciegos bien abiertos, una generación crecida en dictadura, que zafó de Malvinas por nada, un año, dos, que apenas había dejado la adolescencia cuando se incendiaron los jardines de la primavera alfonsinista, y había asistido a la lenta disolución de la Unión Soviética mientras Rocky peleaba con el ruso ese que parecía un placard, Rambo ponía su escuela de futuros terroristas afganos, caía el muro, explotaba el rock nacional, explotaba la hiperinflación, volvía Gelman, volvía Lamborghini, se moría Luca. Chernobyl! Chernobyl! Alarmas. Sirenas. La casa estaba en orden. Un tornado había arrasado nuestro jardín primitivo, y nos quedaba un puñado de canciones para velar el siglo XX. 
De Chile recuerdo haber ido a Viña del Mar en grupo a la librería del pasaje Saleh, a comprar el libro de culto, La Nueva Novela, y conocer a su autor, el poeta Juan Luis Martínez. Fue medio un trámite, la verdad: comprar el libro porque tus amigos chilenos te dicen que ese libro es la posta, estar diez minutos con un autor que no sabés quién es, cruzar cuatro palabras, irte. Pero no me llevaba cualquier libro, me llevaba una bomba que detonó muchos años después. Acá y allá, hoy, reconozco marcas de Juan Luis Martínez en todo lo que escribo.
 Con Parra fue distinto, claro. Lo había leído, adoraba su poesía, imitaba penosamente y mal su escritura. Así que fuimos los tres bahienses en peregrinación a La Reina, a pasar una tarde con Nicanor. Acá, a la inversa del encuentro con Juan Luis Martínez, mientras Parra recitaba fragmentos del Martín Fierro, hablaba del Quijote, de su hermana Violeta, de Madonna! de lo que escribió y de lo que estaba escribiendo, y traía cuatro vasos y abría una botella de vino, una línea de subtítulos pasaba por dentro de mi cabeza que básicamente decía: ese de ahí es Nicanor Parra, estoy con Nicanor Parra, estoy sentado en el sillón de Nicanor Parra hablando de poesía con Nicanor Parra en la casa de Nicanor Parra tomando el vino de Nicanor Parra, y entonces volvía a pasar: ese de ahí es Nicanor Parra,  así una y otra y otra vez, como esos carteles led por los que pasan la hora y después la temperatura, y después  la hora, y después la temperatura, durante todo el día.
En un bar de Bella Vista vimos a Las Yeguas del Apocalipsis, que participaban del encuentro, Pedro Lemebel y Francisco Casas. Recuerdo una discusión, después del show, entre Darío Rojo y Pedro Lemebel, que era una discusión entre si Teillier o si Lihn.
Desde ese viaje, cada vez que suena “Jijiji”, vuelvo a ese colectivo que cruza la cordillera. Yo fui a Chile con el entusiasmo del que empieza a conocer un mundo, y volví ligado a la poesía para siempre,  convencido, además, de que no estaba solo en eso. Y no, no lo soñé.

Marcelo Díaz nació en Bahía Blanca en 1965 y estudió Letras en la Universidad Nacional del Sur. Integró el grupo de arte público Poetas Mateístas, colaboró con las revistas Vox, Diario de Poesía, Otra Parte y el sitio bazaramericano.com. Es uno de los organizadores del Festival de Poesía Latinoamericana de Bahía Blanca. Publicó Berreta (Libros de Tierra Firme, 1998); Diesel 6002, (Vox, 2002); Laspada, (El Calamar, 2004);  Es lo que hay (poesía reunida), (17 grises, 2010); Blaia, (17 grises, 2015) y La estructura del desequilibrio (Ediciones Liliputienses, 2017).

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