Tauromaquia is not dead

El regreso de las corridas de toros a Bogotá ha transformado mi barrio en un coto privado de los "aficionados". Seamos claros: la policía antimotines no está garantizando derechos sino protegiendo privilegios de clase. Hechos duros como el precio de las entradas, el uso indiscriminado de las calles como parqueadero de camionetas ostentosas y el despliegue represivo -cortándonos el paso a los vecinos, poniendo retenes y haciendo requisas humillantes- convierten todo esto en una exhibición de poder y arrogancia. Los señoritos son los dueños del espacio público y a nosotros nos toca aguantarnos. Creo que se equivoca Alfredo Molano cuando dice que en Bogotá el toreo es cultura popular. Aquí es un espectáculo de gomelos culiapretados con la cabeza untada de gomina, imitadores de sus equivalentes pijos del barrio de Salamanca en Madrid. 
 Ahora bien, digamos que recibí la suficiente exposición al toreo desde la infancia para saber apreciarlo en su dimensión estética, histórica, simbólica. Durante un tiempo incluso era capaz de disfrutar de las corridas y llegué a comprenderlas desde los textos de Bergamín (no así desde los textos de Ortega, que me siguen pareciendo odas masculinoides a la charcutería de inspiración legionaria y testicular). Tampoco fui nunca un aficionado, ni siquiera un entendido. Hace unos diez años fui a Las Ventas para ver torear a José Tomás, un polémico matador a quien algunos entendidos consideran un genio, una especie de samurai de la lidia. José Tomás, en efecto, era todo lo que decían de él, todo era cierto, tanto las críticas como las alabanzas. José Tomás era un suicida, un loco temerario, un subnormal, un cirujano, un mago, un payaso solemne, un médium, un prestidigitador. Nunca he visto nada parecido, no ya en una plaza de toros, sino en ninguna parte. El enfrentamiento de dos criaturas fabulosas en una exaltación de la VIDA, intensidades y colores y pasiones estallando en el espacio, dolor y lucha sin tregua en un movimiento que, para decirlo con Ernesto de Martino, ponían en escena una crisis de la presencia, una instancia de negociación típica de la magia en la que el chamán provoca voluntariamente la disolución de su subjetividad para, durante la lidia, recuperarla colectivamente, para todos, para el pueblo. Y al mismo tiempo, el sufrimiento del toro, la manera en la que se entregaba a la lucha, peleando por su vida y finalmente asumiendo la llegada de la muerte, su confusión, la crueldad de que nadie le hubiera consultado a él si quería estar allí haciendo eso. Todo me conmovió tanto que me puse a llorar como un niño. 

Lloraba por el toro, pero también por el torero, a quien no se me habría ocurrido mirar como un asesino, sino como una de las últimas figuras sociales que, en estos tiempos modernos, corresponden a lugar del hechicero (recordemos que en las sociedades primitivas y hasta la Edad Media el mago era, como el verdugo, una persona marcada por el tabú, alguien venerado y a la vez rechazado por la comunidad). Después de esa experiencia nunca más he podido ver una corrida de toros. Me dan nauseas, ganas de llorar, ganas de morirme, un dolor casi cósmico, risa nerviosa, escalofríos, rabia. No me cabe duda de que los animalistas se equivocan en sus argumentos de cabo a rabo. Todo lo que dicen me parece superficial, bobo, falsamente "moderno". No hay violencia criminal en el ruedo, ni crímenes de lesa animalidad ni nada por el estilo. Los animalistas no entienden nada de nada, con su moralidad de Walt Disney y su liberalismo pecueco, mezcla de Meryl Streep y Pepe Mujica. Están encantados de sentirse mejores personas que el resto de los mortales. Por mí se pueden ir todos a la mierda. Los señoritos de camisita perfumada y los antitaurinos. ¡Fuera todos! ¡Largo de mi barrio!
Por Juan Cardenas

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