La patota y el ethos de una epoca

05 / 06 | CULTURA

LA PATOTA


I.
La patota de Santiago Mitre parte de una escena clásica, generacional, y en algún sentido casi inversa a la de su anterior film, El estudiante. Si en aquella historia contaba el acceso de un joven hijo del interior agrario al mundo político universitario de Buenos Aires, esta vez, la historia es inversa: es la historia de una joven que va de la ciudad al campo. De la universidad al monte.
Pero la escena inicial de La patota fija la referencia simbólica en torno a la cual se dilata la trama: un funcionario provincial con pasado político en la izquierda de los años 70 y su hija crecida en el espejo del pasado juvenil del padre discuten sobre el “pasaje”. ¿Qué pasaje? El pasaje de una clase a la otra. De la clase media acomodada y progresista a la pobreza rural. De la clase política al sueño de una vida franciscana. El descenso a la clase popular como deseo después de la movilidad ascendente: ¿dónde pongo el cuerpo, papá? Una vida social circular. El padre, al cabo de una vida política, cree en la tecnocracia. Ella, en su primavera, después de “completar” sus estudios, en la militancia.

Todo padre quiere lo mejor para sus hijos. Este también es parte del sonido ambiente de los debates de sobremesa de clase media entre los nacidos en los cuarenta y cincuenta y los que llegamos al mundo en los setenta y los ochenta. La generación biológica más o menos politizada a la que pertenecen tanto Santiago Mitre como Paulina (personaje de la película), la nuestra, es la primera que no es perseguida por nadie.
Patota II
II.
Para que haya militancia primero tiene que haber culpa. ¿Está mal? No se trata de una estructura sino de un proceso histórico: los hijos de los militantes de los años 70 que deciden seguir la guerra de sus padres. Y Paulina no está frente a la tumba del padre muerto, se trata de una hija de los miles de sobrevivientes que decidieron velar sus viejos sueños radicales y adaptarse a las reglas de un mundo cuyos cambios graduales atesoran la vida y la injusticia social en una conserva. La culpa es el motor de la historia progresista.
Las actuaciones notables de Dolores Fonzi y Oscar Martínez, desde el principio, desde la primera escena, prometen para toda la historia una rareza del cine argentino: la verosimilitud. Una discusión sobre el idealismo político que se hace creíble. Porque sí, porque es posible que las personas discutan la política y el mundo de una forma verosímil. No había que hacer minimalismo para que el cine fuera bueno y sólido. Había que dirigir a los actores, darles una mano con las palabras. Mitre vuelve a mostrar una capacidad única.
III.
Pero en esa escena inicial, y a partir del lugar desde el que hablan, se filtra la época. Porque padre (Oscar Martínez) e hija (Dolores Fonzi) son ambos parte del Estado. Él es funcionario y ella una militante, sí, una militanteen el Estado y desde el Estado y para la sociedad. Ahí irrumpe un quiebre generacional y un ethos de época. En los setenta se quería tomar el Estado pero la juventud militaba en el desierto de lo social, el Estado era la culminación de una larga marcha. En La patota Paulina (Fonzi) ya está en el Estado y desde ahí desciende al subsuelo de la patria con el evangelio de la formación política en la mano. Las “buenas nuevas” de las políticas públicas. Una opción por los pobres como evangelio laico del Estado. La chica con título universitario quiere entregarle a la sociedad su educación: devolverle con capacidad técnica y voluntad social el IVA que financió sus estudios al último orejón del tarro de la tierra colorada.
Esta es también una historia religiosa: la de una conversión. Sigamos.
IV.
A esta altura de nuestra descripción, diríamos que La patota es una película sobre el lugar común de un nudo político e inter-generacional, pero ocurre que La patota se trata acerca de qué pasa cuando fundís ese lugar común, cuando lo extremás, cuando lo llevás a un punto de saturación. La estructura de su historia no se va complejizando o enredando sino que se va calentando, hundiendo, atiborrando. Debajo de la caliza de esos lugares comunes en los que pisamos está el abismo. La patota es la punta del iceberg del abismo.
Santiago Mitre elige la mirada civilizatoria sobre la barbarie como un punto de partida, y su hallazgo ideológico se esboza en ese instante en que Paulina, la recién llegada al pueblo rural, mira unos jóvenes hacheros parados sobre un monte y son la sombra, la sombra que acompaña su arribo, la amenaza de un misterio sobre su inteligencia emocional. ¿Qué enfrenta en la escuela de pobres? El silencio, el guaraní, una complicidad inaccesible. Lejos del sincretismo social, del multiculturalismo que relativiza la pobreza, o del populismo letrado (los estilistas de los bárbaros). Santiago Mitre cuenta un baldío social creado en ese contacto. Una violación en la frontera.
V.
Si la pregunta policial y paterna es “¿quién te violó?”, la pregunta de la chica convertida a la causa de los pobres es “¿por qué sacarme esto de encima?”.
El acceso carnal del film es metafórico hasta un punto insoportable: la chica decidió poner su conciencia fuera del cuerpo. Y ese giro roza lo sagrado mucho más allá del debate pro o anti abortista, porque no supone la lucha por extraerle su cuerpo a lo social para tener una decisión “libre” (¡abortar!), sino su proceso contrario, sacar su cuerpo del territorio de libertad que su clase y posición le garantizan y volverlo a colocar en lo social.
La sutileza de La patota no es complejizar los contrastes hacia el gris, sino agravar, enardecer, el estado de los claros y los oscuros. Entre el desdén del “todo es más complejo” y la escolarización de un mundo de “buenos y malos”, la película de Santiago Mitre elige mostrar eso que vemos: los buenos y malos, las apariencias sólidas de buenos y malos, para someterlos, en su experimento, y volverlos a su materia anterior a la solidificación, a la inestabilidad ardiente. No hay un Estado, hay varios Estados. No hay un pobre buen salvaje, hay vidas más salvajes. No hay un deber cívico, hay decisiones.
VI.
La patota como El estudiante son relatos de la negatividad. Historias sobre las consecuencias de decir que no en determinadas circunstancias. Ecos de aquel “preferiría no hacerlo”. El “no” de Paulina pone sobre la mesa la irreversibilidad de la violencia producto del cruce entre dos mundos. El producto de ese cruce encarnado es un hijo, un mestizo producto de la lucha de clases entre negros y blancos por otros medios, nada menos.
Y si El estudiante nos cuenta una política urbana y civilizada, acá, en el margen rojo de la patria misionera, la violencia social irrumpe en forma de desigualdad económica durante el día y en forma de torturas en las comisarías por las noches. Porque en el Estado también habita la barbarie y La patota es una película que expone esa barbarización completa: la social y la institucional. Y lo que Paulina también asume es que ella no puede ser el Estado. O que con la buena voluntad y su vocación social no alcanza. La única redención será, entonces, el modo en que esta inesperada maternidad se colectiviza.
patota III
Las fotos son de Lina Etchesuri.

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