Gabriela Liffschitz: intervenciones y contagios

18 / 07 / 2016 - Por Paola Cortés-Rocca

Ocupar ese tiempo finito después de cada diagnóstico, menos como tiempo que queda y más como tiempo que se tiene. Una apuesta de sabiduría femenina contra los cuerpos dóciles reducidos a sustrato biológico por la medicina o reglamentados por la normalización de la belleza.

En 1999 Gabriela Liffschitz recibe un diagnóstico médico: cáncer de mama y también indicaciones sobre su tratamiento: mastectomía, rayos, quimioterapia. Hasta el momento era escritora: había publicado dos libros, Venezia (1990) yElizabetta(1995) y circulaba entre los grupos de poesía, periodista cultural –jurado del premio Clarín, reseñista para el suplemento de ese diario y otros–, productora de la Rock & Pop y luego productora independiente. Tiene 36 años y el cáncer la consolida como fotógrafa. Decide hacer de ese anuncio un motor de proyectos estéticos nuevos y también ocupar la escena médica y convertirla en un escenario estético y personal. O retomando sus propias palabras, armar una historia que la sacara de “la tentación de ser la herida para ser su observación”.
Ya en el hospital, empieza a escribir los textos de lo que luego sería Recursos Humanos, un libro –no sólo– de imágenes, publicado en una editorial armada por un amigo, especialmente para la ocasión. Allí, en lugar de cubrirse con el manto médico de la piedad y la vergüenza, se desnuda frente a la cámara. Como lo saben los estrategas de la guerra y lo sabemos las mujeres: no hay mejor defensa que un buen ataque.
Los textos y las fotos en blanco y negro de Liffschitz no construyen la figura de la belleza trágica, ni se regodean en la desgracia. Tampoco la niegan. El pecho faltante y la cicatriz no se exhiben ni se ocultan, se exponen con sensualidad y pudor. Y sobre todo con desafiante y graciosa calma. Las imágenes y las palabras exhiben un cuerpo cualquiera, como el de cualquiera y a la vez, un cuerpo distinto, el suyo. Así, convocan a cualquiera que tenga un cuerpo y lo conciba acechado por la contingencia, la finitud, la enfermedad. Por otra parte, el Yo que allí surge se ubica en un más allá de la identificación: no es cualquiera, es ella, hermosa, delgada y enferma; es ella con el coraje de pavonearse donde otros se lamentan, de jactarse de su inteligencia o de su capacidad para hacer esta jugada. 
Parte de la fuerza de Recursos Humanos se juega en ese vaivén entre lo identificatorio y lo ejemplar, entre la vulnerabilidad y la valentía. Sin embargo, una cuestión clave de todo el mecanismo es justamente la elección de la primera persona y del autorretrato. Liffschitz no se deja narrar ni fotografiar por otro. No es solamente objeto de admiración o piedad. Al elegir la primera persona y el autorretrato, ella se vuelve simultáneamente la herida y su observación. Diseña un ojo que percibe y abre la posibilidad de percibir aquello que se muestra sin sublimar el cuerpo ni espiritualizar su atractivo sino explorando sus tramas infinitas: el límite poroso entre la enfermedad y la salud, los engranajes de la belleza y la anomalía.
Un poco después, con varias quimios encima y diagnósticos nada auspiciosos volvió a la carga con otro libro, Efectos colaterales (2003), ahora publicado a color, en mejor calidad y en una editorial ya establecida. Allí agregó dos series nuevas. En una de ellas posa para la cámara completamente desnuda y con dos serpientes tatuadas sobre el cuerpo. El libro no se propone enfrentar a la ciencia médica, denunciar sus protocolos de sumisión de los cuerpos, enfrentar las políticas públicas, la distribución de drogas y administración de la salud. Hay alguna pizca de eso, pero ese no es el blanco más evidente.  Más bien se trata de arrebatarle a la medicina sus símbolos y convertirlos en otra cosa: un tatuaje, un adorno para acentuar el erotismo, un vocabulario —jarabe de morfina, metatrexato, ciclofenax— con el que puntuar las series. La consigna parece ser: poner el pecho –que no se tiene– para transformar instrumentos de salvación o de suplicio en joyas para las chicas. Una apuesta fuerte contra los cuerpos dóciles reducidos a sustrato biológico por la medicina o reglamentados por la normalización de la belleza.
El trabajo de Liffschitz ocupó la escena de comienzos del siglo. Fue materia de lecturas periodísticas y académicas, nacionales y extranjeras. Sus fotos circularon en los suplementos culturales y se exhibieron en el Centro Cultural Islas Malvinas y Recoleta. Eran los años 90, la época de los cuerpos intervenidos –la época de Orlan, para citar un ejemplo contundente– y también la época de explosión de las políticas identitarias, del descubrimiento de que “lo personal es político”. En ese contexto, la obra de Liffschitz tenía una potencia inusitada. No por decir que las mujeres que carecen de algo un pecho, tales o cuales atributos también son bonitas, sino por destartalar la noción misma belleza. Se trata menos de reclamar el derecho a una lista “paralela” de atributos y representaciones de lo femenino y de la belleza y más de hacer explotar la lista “central” al incluir en ella elementos que “naturalmente” es decir, debido a una fuerte regulación ideológica serían ajenos.
Su trabajo confronta la idea de que la enfermedad es un camino de dirección única: hacia la muerte o hacia la entrega a la medicina, sus instituciones, tecnologías e imaginarios. Pero esa confrontación, más que trazar otros caminos y otros imaginarios –otras imágenes posibles de la salud y la enfermedad–, hace temblar las condiciones mismas de esa configuración ideológica y visual. Las imágenes tienen una contundencia perturbadora justamente porque proponen una inquietante imbricación entre lo sano y lo enfermo, entre el presente de lo vivo y su final.
A fines del 2000, Gabriela empezó a participar de los seminarios que organizaba su analista Jorge Chamorro en la EOL. En ese momento fantaseaba con volverse analista, estaba entusiasmada con participar del dispositivo del pase y dar testimonio de su fin de análisis. Escribió entonces Un final feliz, un libro que coquetea con ese dispositivo aunque explícitamente dice no pertenecer a él. Estrictamente hablando, es un libro de no-ficción, un diario de un análisis que cuenta eso: la experiencia particular de un sujeto en análisis, el modo en que alguien dejó de responder a cierta llamada, dejó de ser interpelada por cuestiones que, por ejemplo, la ubicaban en el lugar de la víctima. Lo que se narra no es un proceso de autocontrol, autoconocimiento o aceptación del destino, sino justamente una recolocación. Este libro póstumo sobre el fin –el fin del análisis y el fin de la vida– es, igual que los anteriores, un libro sobre la mirada, sobre los lugares desde donde ver y dar sentido. También es un relato sobre la cura y los fantasmas, un texto que combate, con otras herramientas, las particiones naturalizadas que ordenan cuerpos sanos y enfermos, vivos y muertos. Un final feliz constituye una apuesta por lo viviente que, lejos de confirmar su pura positividad, se propone darle sentido a la experiencia desde el final y, también, darle sentido a la experiencia del final.
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Pasaron más de dos décadas desde la publicación de los libros y de la muerte de Gabriela. Me pregunto cómo leerla hoy, cómo leer su obra hecha de palabras e imágenes pero también de intervenciones. Y pienso en su obra en el sentido más amplio y más post-autónomo del término, es decir, aquello que excede al artefacto foto, libro, muestra y que desborda también el campo de la ficción para derramarse alocadamente en los resquicios de la cultura y las formas de vida. Releo sus primeros libros, me detengo sobre todo en los últimos y no puedo dejar de armar una suerte de historia de las imágenes del cáncer: “The Warrior”, el desnudo frontal de la escritora californiana Deena Metzger tomado por Hella Hammid a fines de los años 70, con los brazos abiertos y las palmas hacia el cielo que muestra un pecho y un tatuaje que decora la cicatriz de la mastectomía; la belleza álgida de la ex-modelo de lencería Matuschka, que apareció en la tapa de la revista de New York Times en 1993, con la cicatriz en primer plano, enmarcada por un vestido de alta costura blanco y un pañuelo de gasa en la cabeza; la androginia sensual de Gabriela Liffschitz en la portada de Recursos Humanos, el cuerpo/voz en los twits corrosivos de @kireinatatemono, la arquitecta María Vázquez.
Me detengo en algo sobre lo que no pensé mucho mientras estaba ocurriendo: el 12 de febrero de 2004. Como los médicos le habían dicho que ya no había más tratamientos que hacer y todo era cuestión de días, decidió “aprovechar lo que le quedaba del verano”. Así que ese día fui con ella y otra amiga a tomar sol a una pileta de Costa Salguero. Éramos tres mujeres en bikini, pasando el tiempo, esperando a Godot. Lo absurdo de la escena repetía un episodio que ella misma había narrado para una nota en Página 12: un verano en México después de la mastectomía. Gabriela propuso hacer topless con gran astucia: “es nuestra oportunidad para ser absolutamente originales, dos chicas, tres tetas”. Yo terminé oficiando de traductora simultánea –en tetas– de un grupo de mujeres canadienses que se acercaban a “felicitarla por su valentía” y también a hablar de trajes de baño y mastectomías. Ese día de Costa Salguero terminó en la terraza de un hotel, en una cena con amigos de ella, su hermana y su hija, organizada por el equipo de Enrique Piñeyro. Porque efectivamente, desde hacía algunas semanas Gabriela había juntado a su gente en una serie de reuniones y comidas interminables para que Piñeyro filmara lo que luego sería su película: el documental sobre ella y en cuyo guión había participado, pero también su película, la de ella, porque la dirigía, discutiendo con el director y nos volvía a todos, testigos, participantes, intérpretes de nosotros mismos. El día de Costa Salguero y de la cena fue el último día de su vida (en realidad, el anteúltimo, el siguiente lo pasó en el hospital). Nadie lo sabía exactamente en ese momento pero la cuestión venía rondándonos a todxs, un poco intoxicándonos de irrealidad, otro poco vertiéndole adrenalina a los hechos. 
En un artículo publicado en este mismo dossier y refiriéndose a los funerales colectivos del Act Up, Gabriel Giorgi propone pensar, más que en políticas de la memoria, en políticas de la supervivencia. No hay formulación más ajustada que esa para leer a Gabriela desde el presente. No se trató de dejar una obra, un legado, un monumento, un recordatorio, sino de súper-vivir. Ocupar ese tiempo finito después de cada diagnóstico, menos como tiempo que queda y más como tiempo que se tiene. Una lección de clásica sabiduría femenina –o de histeria casi maníaca–: lo que hay es genial, es lo mejor. Porque es lo que hay. En ese gesto, Gabriela instalaba un tembladeral: subrayaba que la vida del enfermo lo confronta a una finitud que en verdad nos afecta o nos infecta a todos. 
Es que lo de Gabriela era realmente contagioso. Contagiaba ese súper-vivir al borde, esa concepción estallada del tiempo –todo tiempo es tiempo pleno y simultáneamente todo tiempo es tiempo de espera–, contagiaba un cuestionamiento de los modos de ver o de las condiciones del ver, del ver al otro y del verse. Contagiaba –literalmente- produciendo una suerte de histeria colectiva que se inscribía en los cuerpos y en la inquietud de lxs que la rodeábamos: el amigo escritor que en una traducción un poco rudimentaria, estaba aterrorizado por tener cáncer de testículos o yo misma que, sin traducción alguna, me hacía mamografías compulsivamente y contra toda indicación médica.
Refiriéndose a los “registros del morir” de ciertos escritores chilenos, Matías Ayala distingue la muerte y el morir. El morir es aquello que le acontece al (y en el) propio cuerpo y por lo tanto, dice Ayala, el sujeto deviene un puro sustrato biológico que no da lugar a la reflexión. La muerte, en cambio, es siempre ajena, es el acto de dejar de vivir que le sucede a los demás y es en esta tradición, explica, en la que se inscribe la posibilidad de una argumentación conceptual, desde la platónica Apología de Sócrates, la fenomenología sartreana o la negatividad radical de Bataille o Blanchot. En esas últimas semanas, Gabriela enloqueció esa diferencia: imprimió cierta ajenidad en su propia muerte y dotó de carácter colectivo al morir. Más que dejar que el morir aconteciera, lo convirtió en un tema y un material de su práctica estética y vital. También en un evento, una ceremonia –y por momentos, una celebración– que producía ahí mismo, nuevas formas de comunidad, basadas en afectos pero también en formas del contagio. 
Alberto Giordano señala que “la confusión de límites entre lo personal y lo colectivo es una causa política que orienta la escritura del testimonio” y así identifica a Gabriela Liffschitz y a Audre Lorde –autora de Los diarios del cáncer– como “maestras de vida porque ofrendan a las demás mujeres, la memoria de su aprendizajes y su metamorfosis”. Me interesa una inflexión peculiar de esta dimensión pedagógica que Giordano advierte en la obra de Gabriela. En su caso, más que convertir lo personal en algo colectivo, representar, enseñar o legar algo a un grupo establecido de antemano las mujeres, los fotógrafos, los enfermos de cáncer, se trata de una experiencia abocada a la producción de ese grupo. Y allí reside su carácter político: en no recurrir a una colectividad ya prevista sino, justamente, en congregarla. 
En esa política o esa pedagogía del contagio, el arte del súper-vivir y el arte del morir la muerte señalan una convergencia entre política, estética y enfermedad. Hay allí una tarea compartida: la de alterar los marcos que configuran la partición entre la experiencia individual y la de una comunidad o la de producir un pasaje a lo universal y transformar lo particular lo que le ocurre al Yo, no en algo que le ocurre a muchos como yo, ni en algo que le ocurre a todos, sino en algo que le ocurre a cualquiera que se deje afectar, contagiar por las imágenes y las palabras.

Bibliografía
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León, Denise. “Autorretratos de Gabriela Liffchitz: las riberas salvajes de la enfermedad”. Ponencia leída en el Seminario de Literatura Comparada de NYU. New York, 2015.
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Vaggione, Alicia. “Enfermedad, cuerpo, discursos: tres relatos sobre la experiencia”. Cuerpo(s), Subjetividad(es) y Conflicto(s), Carlos Figari y Adrián Scribano (comps.).Buenos Aires: Fundación Centro de Integración, Comunicación, Cultura y Sociedad, 2009, 119-30. http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/coedicion/scribano/

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