Sobre el embarazo adolescente, o más bien sobre la mujer joven embarazada, recaen muchos prejuicios. Pero si encima esa piba es pobre, el discurso es más fulminante: hasta se la acusa de querer ese hijo por un plan social. Contra eso, un informe con preguntas y contextos, que también habla del deseo.
Por Malvina Silba – Fotos: Nahuel Alfonso
Durante la campaña electoral de 2015 circuló por las redes sociales una foto que mostraba a un grupo de tres jóvenes embarazadas y una leyenda que decía: “Heee Critina…y ahora que hacemos con los wachos”. Posteriormente, esa foto se transformó en un meme extendido, el cual proponía una comparación de cara al ballotage por lo menos controversial. Sobre la imagen de las jóvenes y sus panzas al aire aparecía la leyenda “Scioli 2015”, debajo de éstas, una familia tipo (padre, madre, hijos), sonriente, feliz, rubia y legítima se quedaba con la propuesta “Macri 2015”. Pasado ya el fragor del cambio de gobierno, pero también frente a los avances de medidas de fuerte corte anti-popular, surge la necesidad de ciertas reflexiones. No sólo sobre la fotografía en sí, su circulación o la carta de una docente que salió en defensa de sus alumnas, sino, en particular, sobre los modos en los que allí se condensan buena parte de los argumentos que el sentido común hegemónico suele utilizar a la hora de abordar temas complejos, simplificando el análisis, obturando los matices y las contradicciones. Y ocultando, claro, la ideología. Hacia ese norte, entonces, se dirige lo que sigue.
Autobiografiarse
Mi vieja se casó a los 17, en 1958. Tardó tres años en quedar embarazada y en su entorno la miraban mal por ello. Cuando finalmente lo logró, tuvo siete hijos en dieciséis años. Le costó pero pudo demostrar que era una mujer completa. A nadie, por aquellas épocas, se le ocurrió pensar o decir que esa joven era irresponsable o que no estaba preparada para parir y criar a un hijo, hacerse cargo de una casa, un marido y una vida familiar. Mi vieja venía haciendo casi todo eso desde chica: empezó a laburar a los 9, crió a sus hermanos menores desde que tenía uso de razón y lidió con una vida familiar signada por dos condicionamientos tan determinantes como estructurales: la pobreza y el machismo. Ella desafió ambos por momentos, y en otros pereció ante presiones sociales y familiares imposibles de derribar.
A los 37 años fue abuela por primera vez. Mi hermana mayor quedó embarazada a la misma edad que su madre se había casado y a la misma edad que se esperaba, tuviera hijos. Pero en su caso fue un escándalo. La obligaron a casarse con su novio, gastaron lo que no tenían en una fiesta y un vestido blanco. Había que guardar las apariencias, incluso en un entorno social en donde los controles morales parecían ser más laxos. A partir de allí, los hijos de madres y padres jóvenes comenzaron a proliferar en mi familia, así como los prejuicios, los chismes y la devoción de nuestros vecinos y conocidos por juzgar la vida ajena. Otra de mis hermanas, la sexta de los siete que somos, también fue madre joven y presa de los chismes. Yo era la última de las mujeres, criada por una abuela postiza que condensaba todos los lugares comunes del moralismo más pacato. “Que no te pase lo que le pasó a tu hermana”, era una de las frases más escuchada por aquel entonces. ¿Qué le había pasado? Quedar embarazada antes de lo previsto, a los 13 años. Y ese escándalo fue mayor. Y mucho peor.
Yo tenía 7 años cuando mi hermana me lo contó. No sé cuáles fueron las palabras exactas, sólo sé que no llegaba a comprender lo que me quería decir. Me dijo que iba a tener un bebé, que estaba en su panza. Recuerdo que había un muñeco, suyo o mío, tratando, quizás, de representar lo que pronto iba a llegar a nuestras vidas. Su primer hijo. Al que le sucedieron muchos más. Mi hermana padeció la condena moral de mi vieja en una forma cruel y a veces desmedida. Tardé muchos años en comprender cuáles eran los cambios socio-culturales y políticos que habían legitimado la maternidad de mi vieja con los mismos argumentos que condenaban las de mis hermanas.
Hubo allí varios factores que se conjugaron. Uno de ellos fue el contexto histórico, cruzado por tres clivajes que resultan claves en el análisis: la clase, el género y la edad. Cada época moldea determinadas formas de comprender, definir y por lo tanto controlar las vidas de las mujeres jóvenes, sobre todo si son pobres. Como en la historia de mi madre, el destino de estas jóvenes no era la escuela secundaria ni la universidad, sino el trabajo precoz y precario, como empleadas domésticas o como obreras en diferentes rubros (a mi vieja le tocó el textil). El mandato social, que era transclasista, indicaba que debían tener hijos para realizarse como mujeres, y para tenerlos debían casarse, claro. Los hijos precisaban un padre que los legitimara, dándoles el apellido y en lo posible, casa, comida y abrigo. Solía suceder que lo primero no costaba tanto como lo segundo.
En el barrio y en la familia era más común que compartiéramos reconocimiento simbólico (que no es poco, claro) que material (la casa se mantenía a duras penas; la comida no abundaba, comíamos lo que había; y la ropa no se elegía, simplemente se heredaba). Pero mi vieja no se casó por amor, sino por necesidad. Quería escaparse del yugo de su padre, un hombre autoritario y tan violento como despreciable. Lo logró, y siguió trabajando igual que cuando era soltera. Continuó haciéndolo cuando fue madre, de uno, de cinco, de siete. Nunca dejó de trabajar; nunca, tampoco, de ser pobre. Pero sí creció, se transformó en una mujer adulta muy pronto, e impuso su palabra y su voluntad frente a cada uno de sus hijos e hijas. A la mayor la obligó a casarse, igual que a uno de mis hermanos varones cuando a los 19 dejó embarazada a su novia de 16. A la menor, sin embargo, se lo impidió, era demasiado chica para que el matrimonio legitime su “desliz”. ¿Cómo se le había ocurrido ceder a sus impulsos y acceder a lo que, por aquellos tiempos, se llamaba “la pruebita de amor”? Mi madre fue también madre de esos nietos, mi hermana, en parte, hermana de sus hijos.
Hace unos años, en medio de mis avatares auto-etnográficos, charlé con ella y una amiga sobre su maternidad. Recuerdo dos frases de esa charla-entrevista que quedaron especialmente grabadas en mi memoria: “me dediqué a tener hijos” fue la primera, y la dijo antes que pudiéramos preguntarle nada. “Yo no planifiqué a mis hijos, simplemente vinieron”, fue la otra. ¿Cuál había sido el pecado de mi hermana? ¿Tener hijos desde muy chica? ¿Tenerlos con distintos padres? ¿No comprender que si era pobre lo “ideal” hubiera sido tener pocos hijos para repartir mejor los escasos recursos disponibles? Esa mirada sobre la maternidad joven de mi hermana me enfrentó a una verdad insoslayable: estaba(mos) equivocando las preguntas.
Trabajo de campo
En los años de mi posgrado volví al barrio donde habitaba parte de mi familia a buscar respuestas. Académicas, socio-culturales, pero también, sin duda, familiares. Si bien mi interés se centraba en los significados que la cumbia adquiría para los jóvenes del barrio, el dato sobre los embarazos entre chicas jóvenes no paraba de aparecer, de imponerse como tema de debate, enfrentamientos y sanciones entre los miembros adultos y jóvenes del grupo. Al igual que había pasado con mi madre y mis hermanas, la mayoría se embarazaba de su primer hijo entre los 14 y los 19 años. La historia se repetía ¿Los prejuicios también?
De forma semejante a mi vieja, mi hermana solía reaccionar mal (con enojos, gritos e insultos) frente a la noticia de los embarazos de sus hijas, o de las novias de sus hijos. En cualquier caso, las pibas salían perdiendo. Podían lograr un apellido, algunos regalos, un tiempo de compañía, apoyo o contención. Las cuotas alimentarias dignas y las figuras paternas eran escasas, casi tanto como el conocimiento amplio sobre sus motivos, sus deseos, miedos y prejuicios. Era más fácil, claro, juzgarlas que escucharlas. También resultaba tranquilizadora la compasión, la denuncia de diversas (y muchas veces hipotéticas) situaciones de violencia de género que podían explicar esos embarazos, que la mayoría daba por sentado, no eran deseados. También aparecía la ignorancia como otra gran matriz explicativa: “no se saben cuidar”, era una frase hecha que rondaba entre y sobre ellas.
En medio de ese torbellino que me obligaba a analizar la realidad como socióloga pero también como miembro (¿marginal?) del objeto a estudiar, me encontré con un hermoso libro de Ana Jusid titulado Cuadernos de la semilla. Historias de madres adolescentes. En él la autora insiste en varios puntos clave para el análisis del fenómeno. El primero es la necesidad, retomada como eje central aquí, de ampliar la mirada sobre la cuestión y tratar de colaborar en la construcción de una percepción “más comprensiva sobre la maternidad y la paternidad en la adolescencia”; es decir, evitar generalizaciones que simplifiquen cuestiones harto complejas. Detrás de cada embarazo suelen existir historias diversas, algunas signadas por la violencia, otras, por el amor, entre múltiples posibilidades. El segundo, gira en torno a la cuestión del deseo. Esos ánimos generalizadores suelen apuntar a dos cuestiones. Uno es que esos embarazos y esos hijos no son deseados, ni buscados “conscientemente”: ninguna “chica” de 15 años podría ejercer el pensamiento racional ni el análisis objetivo, la planificación familiar parece ser cosa de “gente bien”, educada, sensata, coherente. Y obvio, adulta… El otro, que las chicas quedan embarazadas para tener algo de qué ocuparse, algún “proyecto propio”. Es decir, engendran y paren hijos instrumentales. Jusid afirma “seguir hablando del hijo no deseado suma más condena… Muchas investigaciones demuestran el deseo de los hijos en un número importante de madres aunque quizás no del embarazo; continuar afirmando que muchas eligen ser madres porque no había frente a ellas otras oportunidades implica ya una minusvalía para la madre y no el mejor lugar para los hijos”.
Confieso que algo de ese sentido común me ayudaba a explicar situaciones (embarazos, hijos) que escapaban a mi capacidad comprensiva, ya no como analista de lo social sino como parte sensiblemente involucrada: un número importante de esos pibes que nacían eran mis sobrinas y sobrinos.
Una tarde llegué al barrio con la intención de entrevistar a Romina, una de las chicas del grupo. La Romi, como le decían allí, fue una de las jóvenes con quien había compartido noches de cumbia, baile, tragos, peleas, joda. Todo junto y todo a la vez. La primera vez que la entrevisté, apenas iniciado el trabajo de campo, me dijo, mientras hablábamos sobre su negación a ponerse de novia, que el riesgo mayor era quedar embarazada y resignar su espacio de libertad:
– Y sí, porque ya te quedás todo el día en tu casa cuidando al guacho, los otros se van a bailar y vos te querés re matar porque tenés que cuidar al pibe… Los pibes se hacen los boludos, te inventan cualquier chamuyo y se van [de joda] y te dejan, [en cambio las chicas] no van a bailar más…
Mientras la escuchaba justificar su posición con vehemencia, no podía evitar sentirme seducida por la esperanza de corte “progresista” que su testimonio despertaba en mí. Romina era mujer, joven, pobre, de tez oscura, iba encaminada a no terminar la escuela secundaria (lo que duplicaba sus posibilidades de mantenerse en ese espacio de la pirámide social durante toda su vida). Y sin embargo parecía haber sido atravesada por los discursos de un feminismo combativo que la había empoderado, enseñándole que un preservativo o una pastilla podían ser la clave que separara una vida de bailes, joda y disfrute, por una de sometimiento a una vida familiar y doméstica que no la seducía para nada. Libertad o dependencia.
Distintas circunstancias hicieron que entre la primera y la segunda entrevista pasaran casi dos años. Cuando volví a preguntar por ella me contaron que había sido mamá de una nena. La llamé. Me fui hasta el barrio un viernes lluvioso. Atravesé el barro de las calles que rodeaban su casa con la necesidad de escucharla contarme su verdad. Imaginé que su sonrisa y su desparpajo, ese que la diferenciaba por lejos de muchas pibas de su barrio, iban a estar aplacados. Que ahora su alegría ya no sería la misma.
Su casa había sido montada en el garaje de sus suegros. Un ambiente de 4 x 3 metros donde cabían la mesa, las sillas, el equipo de música y el televisor. La cocina estaba integrada a ese espacio. El dormitorio, que compartía con su marido y su hija, pegado al comedor. Apenas entraban el placard, la cama de dos plazas y la cuna. La Romi me recibió con una sonrisa, estaba contenta de verme. Me presentó a su hija con orgullo. Una beba cachetona y mamera que había heredado los rulos de su madre. Nos pusimos a hablar un poco de todo. Romina seguía pensando que la distribución de tareas domésticas era injusta entre ella y su pareja (a pesar de que el único que trabajaba fuera de su casa era él, aclaraba), y que estaría bueno poder completar la secundaria para salir a trabajar mejor preparada, aunque su horizonte seguía siendo, como años atrás, trabajar por hora limpiando casas “por la libertad que te da ese laburo”, sentenció. En un momento le traje a colación aquella charla que había quedado en mi memoria como argumento casi libertario.
– Hace un par de años me dijiste que no querías tener hijos porque perdías un poco de libertad. ¿Cómo lo ves ahora a eso?
– ¡Es verdad! (risas)
– ¿Seguís pensando lo mismo?
– Sí
– ¿Y eso te hace arrepentirte de haberla tenido?
– ¡No!… bah! En realidad nosotros la buscamos a ella, no es que vino así de…
– ¿Y cómo te dieron ganas de buscar un bebé?
– Y sí, porque ya no querés ir más a bailar, estábamos todo el día juntos entonces, ¿qué hacemos?…y ¡bueh! Vamos a hacer uno. Y así llegó ella.
Luego de eso recuerdo que ambas nos reímos. La risa era la mayor arma de seducción con la que contaba Romina. Su simpatía la distinguía incluso de su propio entorno, que parecía palidecer, gris, a su alrededor, sobre todo en un día de lluvia, donde la humedad, las goteras y las calles inundadas no ayudaban. “Vení que te muestro fotos de la nena”, me dijo. Me senté en su cama. Sacó una pila de fotos de su hija, desde que había nacido hasta antes del año. En la mayoría la nena estaba sola. Sonriente, feliz, haciendo pucheros, llorando, tirando los brazos. La mayoría estaba fuera de foco y no se distinguían bien los gestos, los colores o el ámbito en el que habían sido tomadas. Claramente eso no le importaba a Romina que me las mostraba entusiasmada mientras se ocupaba de su hija que le pedía upa.
Salí de allí contrariada. Mi conciencia feminista me decía que ahí había algo que no cerraba. Pero mi formación etnográfica me había enseñado que no podía describir como alienación, dependencia, sometimiento o violencia la alegría que esa joven tenía al hablar de su hija. La perspectiva nativa, como nos enseñaron nuestros maestros, debe valorarse, y nunca sobreimprimir la propia voluntad racional a las formas de experimentar la vida que tienen esos “otros”, por más distantes que éstas estén de lo que a nuestro juicio es el “deber ser”. Esa joven había sido consciente a la hora de querer quedar embarazada (como lo era antes, cuando decía no hacerlo). Su hija había sido una beba deseada, cuidada, rodeada de amor y alegría. Al menos en ese corto período que compartí con ella fue así. Si luego los avatares de la vida y la maternidad llevaron a Romina a arrepentirse, a enojarse con su elección, con su pareja o con su hija; a decidir tener otro o no tener más, a querer cambiar de vida o a continuar con esa, es algo que no puedo saber. Y es algo que, en todo caso, no se explica por las complejas combinaciones de posiciones subalternas de las que era deudora Romina. Cualquiera de nosotras, madres mucho más legítimas a los ojos de ese mismo sentido común que juzga a las pibas pobres que se embarazan (y no a los varones que “las embarazan”, claro), sufre esas mismas contradicciones en carne propia y casi todo el tiempo. Pero dispone de otras herramientas para procesarlas (psicoanálisis, yoga, terapias alternativas, amigas con conciencia de género convenciéndote de que es natural sentir rechazo por los propios hijos y las propias elecciones de vida en ciertas ocasiones). Y superarlas, claro. Convencidas, nosotras, madres conscientes, de que amamantar mucho, alimentar sano, jugar al ras del suelo a todo lo que los hijos proponen, escucharlos, explicarles todo lo que pregunten y darles todo el amor del mundo (ese que a veces no sentimos ni tenemos, siquiera, para nosotras mismas) es garantía suficiente de éxito. De que van a crecer felices y libres. Sin condicionamientos que los hagan inseguros, ni pesadas mochilas que los obliguen a repetir la historia de ser madres y padres adolescentes. Dios nos libre y nos guarde…
Estamos convencidos, muchos de nosotros, que nuestras mater-paternidades son mejores que las de las personas pobres. Que mientras nosotros damos amor, ellos propinan gritos y autoritarismo. Que no saben ser madres o padres buenos, amorosos, comprensivos porque todavía son “inmaduros”, porque “les falta”, porque al ser tan jóvenes “viven en estado de transición” hacia una madurez que llegará en algún momento. Todavía tienen que crecer, hacerse mujeres y hombres “de bien”. Y al decir eso desoímos, una vez más, que la maternidad y la paternidad para estos jóvenes es ya en sí mismo un rito de pasaje que los hace sentir, según sus propias percepciones, adultos responsables, más allá del grado de alcance de esa responsabilidad. Tampoco vamos a creer ahora que todas las madres y padres no-pobres y no-jóvenes del planeta ejercen el mandato de cuidar de sus hijos según un rictus de conducta intachable. Las equivocaciones y las irresponsabilidades atraviesan clases sociales, edades, géneros y territorios. La diferencia radica en que el ojo que juzga (sobre todo el mediático, mucho más el que se identifica con el sentido común) suele ser más benévolo con los “más cercanos”, y más cruel con esos “otros” a quienes en el fondo desprecia, no importa ya cuáles sean sus comportamientos.
“Lo hacen por un plan”
Otra de las justificaciones predilectas de ciertos referentes del arco político (UCR y PRO, es decir, la alianza “Cambiemos”) fue asegurar que la Asignación Universal por Hijo (luego extendida a Asignación Universal por Embarazo a partir del tercer mes de gestación) era el motivo por el cual muchas de estas chicas quedaban embarazadas.“Para cobrar la platita”, dijo del Sel simulando preocupación por esas “pibitas de 12, 13 años” a las que la medida, según el humorista devenido en político, “les está arruinando la vida”.
No es este el espacio, claro está, para discutir o ponderar el significado y los alcances materiales y simbólicos que representaron, para muchas madres de familia, los ingresos percibidos a través de esta política de fuerte impronta inclusiva, tanto por la ayuda económica en sí como por las contraprestaciones exigidas en materia de salud y educación pública. El punto a debatir se conecta, justamente, con la foto y el meme que dio origen a esta reflexión. La ridiculización y el oprobio al que se sometió a esas jóvenes (y no solo a ellas en tanto personas, seres humanos con derechos, sino a todo lo que ellas y sus panzas al aire simbolizaban, a la frase que se le agregó a la foto, mencionando directamente a la ex-presidenta Cristina Fernández, impulsora de la medida) fue ampliamente legitimada por discursos que se amparan, matices más, palabras menos, en lo mismo que dijo del Sel: se embarazan para cobrar la AUH o la AUE. Porque es claro, desde esta lógica, que con los $837 pesos que se cobraban por este concepto a junio de 2015 alcanza para criar, alimentar, vestir y mandar a la escuela a cualquier pibe pobre, sin importar el alcance de los condicionamientos estructurales que atraviesan cada situación particular. Ellos saben arreglarse con poco, muy poco.
Lo que ese sentido común no puede ni quiere ver, es, justamente, la complejidad y los diversos matices involucrados en el diagnóstico de esta situación. Como señalé, cada época histórica construye sus propios demonios, elige en qué territorios y en qué sujetos depositar todo lo indeseable. En el caso de los varones jóvenes, esa figura pareciera condensarse en el “pibe chorro”, quien desafía con sus actos delictivos, cotidianos el fundamento por excelencia de la sociedad capitalista: la propiedad privada. El pibe chorro se atreve a creer que hay objetos circulando a su alrededor, propiedad de otros, que él puede arrebatar, hacerse de ellos, “poseer para ser”, al igual que poseen quienes verdaderamente “son” a sus ojos desclasados. Para el caso de las mujeres, el riesgo mayor, quizás, es que se atrevan a experimentar una sexualidad libre, que no repriman su deseo, sino que lo saquen a la luz y lo expongan. Y si tienen ganas de cojer, cojan. Y encima tengan el tupé de mostrar orgullosas el fruto de esas relaciones: las panzas al aire. ¿O es que acaso el mandato debe ser que sientan vergüenza de esa condición?
Hay allí otra contradicción, que es más hipocresía que otra cosa. Una porción importante de la sociedad (clases medias y medias altas urbanas, pero también variadas fracciones de las clases trabajadoras-populares) condena a estas jóvenes por embarazarse, consecuencia, podría decirse, de tener relaciones sexuales sin protección –voluntaria o involuntariamente– pero a su vez, en muchos casos, no alientan ni promueven la educación sexual libre, abierta, democrática. La clave pareciera estar en que estos pibes se repriman, se aguanten las ganas de cojer como se aguantan las ganas de disfrutar de miles de cosas en la vida. Tampoco colaboran –y los referentes del campo de la salud menos que menos– en la entrega gratuita de diversos métodos anticonceptivos, para que evitar embarazos no deseados sea algo común y no un proceso engorroso, burocrático, atravesado por la moralina del padre, madre, vecino, médico o enfermero de turno. Y ni hablar del aborto, esa herejía, y una de las mayores deudas de esta democracia que ya lleva 32 años.
Para cerrar, vuelvo a Jusid: “Frente a las imágenes ‘ideales’ preexistentes, la madre adolescente aparece quebrando lo esperado, cuestionando el saber acumulado sobre el tema, mostrando los límites de las políticas públicas, y de las acciones profesionales y religiosas. Estas nuevas vivencias emergen relativizando lo que se creía absoluto y por sobre todas las cosas aparecen ‘pidiendo’ ser pensadas, respetadas, cuidadas, entendidas y no enjuiciadas. […] es importante avanzar en el corrimiento de velos de prejuicios que hacen suponer que las madres adolescentes maltratan a sus hijos, que todas son ignorantes o promiscuas, violadas o abusadas sexualmente, que sus hijos son objetos y no sujetos. Es importante ver que los problemas para la inserción laboral, para continuar los estudios, para conseguir una vivienda son problemas de injusticias de la sociedad y no consecuencias de la maternidad adolescente”
Sintetizando podríamos decir: el problema no es que las pibas se embaracen sino el contexto de enorme desigualdad social e injusticia distributiva en el que lo hacen. Todo lo demás, es puro prejuicio.
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