¿Cómo construimos nuestras escuelas?

Es un indicador bien hecho el porcentaje de bolivianos que ahora se identifica como clase media y es optimista respecto a su futuro. Sin embargo, el ‘todos somos clase media’ no puede ser nunca el horizonte de un proyecto popular.

La Razón (Edición Impresa) / Manuel Canelas
00:01 / 21 de marzo de 2016
Parece un buen momento para dejar atrás lecturas que prioricen la identificación de responsables externos del resultado del 21F. No porque opositores políticos y mediáticos no hayan jugado, fuerte y no siempre de modo transparente, pero la eficacia de sus acciones se mide, en parte, por nuestros errores y responsabilidades. Los adversarios seguirán haciendo lo que les toca. Lo relevante es cómo entendemos nosotros el resultado, qué preguntas no supimos responder y cuáles son los siguientes pasos que dar como proyecto.
Otra precaución es alejarnos de la tentación del repliegue, de casarnos con la idea de “volver a lo nuestro”. Se precisa audacia e imaginación y, sobre todo, comprender que no hay un lugar no transformado al que retornar. Hay que empezar por entender mejor cómo han cambiado nuestras bases —el lugar al que volver— y con ellas cómo ha cambiado el país.
La hegemonía, dice Grimson, es un esfuerzo por ampliar las bases de sustentación de un proyecto y en esa operación consolidar lo que ya se tiene. No se puede gobernar sin construir hegemonía, por esto no se puede desechar la idea de “derrotar e incorporar”. Ahí no radica el problema, no en la formulación general; la concreción práctica de los casos es la que hay que analizar. No se puede olvidar —a pesar de que el ejercicio del Gobierno genera incentivos para ello— que cada incorporación es una transacción que afecta, tanto al que recibe como al que entrega.
Hay una particularidad cuando uno de los lados de esta negociación es el Estado: existe la pulsión de pensar que toda la dinámica política se reduce a la política oficial. Las instituciones, incluso de un gobierno popular, tienden a la estabilidad, a reducir el abanico de lo posible, a la gestión particular y diferenciada de las demandas. Incluso con altos niveles de participación política —vía los movimientos sociales— este polo institucional procura llevar la gestión de los tiempos, de las decisiones, de su lado.
ECONOMÍA. Lo económico en la construcción de hegemonía. Por varias razones: el recuerdo de la UDP (interna); mostrar que la izquierda sí sabe gestionar la economía (externa); y una, digamos, más personal, el impacto de la carencia económica en la vida del presidente Morales —porque es Evo el que decide la política económica del país— el manejo responsable de la economía ha sido una seña de identidad del proceso de cambio. Todo bien, salvo que la profundidad  y vigencia de estas razones y el éxito, en términos de aprobación ciudadana, de la gestión económica ha llevado a que lo económico vaya ocupando progresivamente un espacio excesivo donde su presencia no debería ser predominante. A partir de 2010, con énfasis creciente, lo económico le fue comiendo terreno a la dimensión cultural e incluso a la política del proceso. Ahora mismo para muchos parecería que la gestión pública empieza y termina en la gestión de la economía; incluso cuando hablamos de cultura o de salud. La propia Agenda 2025 —que incluye bien trabajados temas como la educación y los valores de ciudadanos más preocupados por lo común—, cuando es explicada por nosotros parece un plan de acción —ambicioso y posible gracias a lo hecho esta década— de los ministerios del área económica.
La predominancia de lo económico no se reduce a la gestión pública o al Estado. La intensa movilidad social de esta década supuso una incorporación de significativos sectores de la población a las (nuevas) clases medias. Éstos han revolucionado la composición social del país. El Latinobarómetro sitúa a Bolivia casi como el país latinoamericano con mayor porcentaje de gente que se reconoce en esa categoría; en una década hemos pasado de la cola al podio —con sus criterios de medición, el PNUD también habla de un incremento notable. Esto ha llevado a un proceso de individualización acelerado que suele venir de la mano de la idea del ciudadano consumidor, en su relación con el Estado y con el resto de conciudadanos. También se ha intensificado la migración a las ciudades y la generación de identidad urbana en poblaciones intermedias; así como el relativo debilitamiento de los sindicatos por la transformación del mercado laboral.
Nuestra campaña intentó compensar la excesiva presencia de lo económico en nuestra gestión y discurso, pero erró, en parte, el diagnóstico y el discurso por irse muy atrás. Los mensajes no correspondían del todo a las necesidades, preguntas y aspiraciones de muchos ciudadanos que, o bien habían votado por el MAS varias veces, o aprobaban la gestión del Presidente —con alrededor del 75%—. La repetida apelación al imperialismo —más allá de que su rol siempre debe estar presente en los análisis— no funcionó, salvo para los sectores más ideologizados, que siempre son un porcentaje bajo. Entre 2000 y 2005, muchos bolivianos sabían quién era Manuel Rocha y que La Embajada (con mayúsculas) situada en la Arce era donde se decidían demasiadas cosas sobre nuestro destino. Ahora, esa situación ha cambiado notablemente, no porque el imperialismo haya desaparecido, sino porque para la gran mayoría   los problemas son otros. El mensaje de garantizar la estabilidad tuvo una mayor llegada, pero tampoco fue suficiente para una victoria, sobre todo porque aquél ha perdido su cualidad electoral. La estabilidad, el bienestar logrado, es para los bolivianos parte irrenunciable de sus derechos, por lo tanto, se ha desdibujado la lucha y la voluntad política que fue su condición de partida, y tampoco hay opositor que quiera disputar con opciones de éxito una elección, al menos no mientras no gobierne, a dar marcha atrás en lo logrado en este campo. Nos faltó más horizonte político, más garantía de futuro para convertir ese 70% de aprobación en un voto afirmativo ganador el 21F. El sentido común republicano —alternancia y limitación de mandatos— pudo haber sido puesto en suspenso no tanto por la posibilidad del retorno del adversario conservador o por la defensa de lo hecho, sino por explicar por qué éste es el proyecto que mejor puede garantizar un futuro de bienestar; no solo económico.
CLASES. Algo menos de Lenin y más Lefebvre. El elogio de los organismos económicos y de desarrollo importantes del mundo es constante al ponderar lo hecho en erradicación de la pobreza, movilidad social, mejora del ingreso. Es un indicador bien hecho el porcentaje de bolivianos que ahora se identifica como clase media y es optimista respecto a su futuro. Sin embargo, el “todos somos clase media” no puede ser nunca el horizonte de un proyecto popular. No solo porque ése era el slogan de Tony Blair, sino porque detrás de esta celebración acrítica de la clase media se ocultan desafíos y debates centrales: bajos salarios, pérdida de preocupación por lo colectivo, subordinación de la educación a criterios del mercado, etc.; cuestiones vitales para un gobierno progresista. Por supuesto, no se trata de identificar a estas clases medias como adversarias o traidoras, sino de disputar el sentido político de sus acciones y creencias. 
También es importante reflexionar sobre prácticas y espacios en que se da esta movilidad social. ¿Cuáles y cómo son los lugares donde estas clases emergentes “inventan su cotidianidad”? No es igual que lo hagan en un centro comercial que en un edifico público cedido a colectivos culturales que buscan dinamizar la vida de un barrio. Podríamos decir, quizás, que nos hace falta un poco más de Lefebvre y algo menos de Lenin. No pensar el Estado sin pensar las ciudades; no pensar éstas sin pensar en cómo construimos los hospitales. Tenemos que entender cuáles son, cómo y dónde se formulan —algunas— nuevas preguntas antes que insistir con —algunas—  de las antiguas respuestas.

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