En 2010 Patti Smith editó Eramos unos niños, su primer
libro de memorias, donde contaba su temprana juventud y su amistad con
Robert Mapplethorpe en una Nueva York mítica que ya no existe. El libro
fue un éxito de ventas y de crítica –por estos días se anunció la
producción de una serie basada en el texto– y significó un empujón para
una artista que desde siempre tuvo un pie en la literatura y otro en el
rock. Así, a fines del año pasado, sorprendió anunciando de repente la
salida de un nuevo libro de memorias, M Train, que todavía no ha sido
traducido al castellano. Mezcla de diario de viaje con investigación de
su intimidad, también tiene algo de género epistolar, diario, entusiasmo
de fan y fotografías sacadas por ella misma. Desde su adicción al café
hasta su matrimonio con Fred “Sonic” Smith, pasando por el peregrinaje a
la tumba de Jean Genet, de Akutagawa y Sylvia Plath o una excursión a
Islandia donde conoció a Bobby Fischer, M Train y sus recuerdos
desordenados, unidos por una línea narrativa fantasmagórica y libre, la
confirma como escritora y como una figura central en esa encrucijada
donde la cultura rock y la poesía crean sus propios mitos.
Por Juan Andrade
Cuando era
chico, Fred Smith tenía un muñeco de cowboy. Moldeado en plástico rojo,
con las piernas un poco chuecas y en eterna posición de tiro, era el
único vaquero de su colección de soldados de juguete. Lo había bautizado
Reddy y, en vez de guardarlo en la misma caja que al resto, lo dejaba
en una pequeña biblioteca para poder mirarlo desde su cama antes de
dormirse. Un día, mientras su madre limpiaba el cuarto, Reddy cayó y
desapareció sin dejar rastros. Fred lo llamaba por las noches y a veces,
mientras jugaba, creía escuchar la voz de Reddy llamándolo a él. Muchos
años después, su madre lo encontró debajo de una de las maderas del
piso y Fred, que por entonces ya era conocido como Sonic, el guitarrista
de los MC5, lo volvió a poner sobre el estante de una nueva biblioteca,
la que había en el dormitorio de la casa que compartía con su mujer
Patti Smith. “Reddy pasó a formar parte de nuestro tesoro común,
ocupando un lugar especial en el Valle de las Cosas Perdidas”, cuenta la
poeta y cantante en M Train, su nuevo volumen de memorias. El recuerdo
emerge en medio del delicado y cautivante torrente narrativo que
construye, cuando se obsesiona con la pérdida de su adorada chaqueta
negra, la misma que la había acompañado en noches de ópera y caminatas
junto al mar. “¿Por qué perdemos las cosas que amamos?”, se lamenta,
mientras ruega que la prenda regrese desde el Valle de las Cosas
Perdidas. Y son esos temas, en apariencia menores, los que abren el
agujero del conejo por el que Patti se desliza hacia el país de las
maravillas artísticas. El texto se puede leer como una elegía de las
personas, los libros, los lugares, los objetos, los sueños y las
experiencias que marcaron una vida de leyenda. “No es fácil escribir
sobre nada”, se puede leer en la línea que inaugura el prólogo. Y lo que
viene después es una extensa, hermosa desmentida de ese punto de
partida. En el tren de la memoria al que alude el título, la autora
viaja en el espacio, pero también en el tiempo. Sus desplazamientos
parten del Greenwich Village de Nueva York, su lugar de residencia, con
rumbos tan diversos como Reikiavik (Islandia), Tánger (Marruecos),
Berlín, Madrid y México DF. Las fotos en blanco y negro que acompañan
cada capítulo, tomadas por ella misma con su cámara, completan la
singularidad de su mirada sobre el mundo, los hombres y la creación. M
Train es un libro de memorias, pero también abreva en las tradiciones de
la crónica de viaje, el género epistolar y el diario íntimo. En
definitiva, cuando levanta vuelo a partir de las anécdotas y las
historias que encuentra en su camino, su prosa se inscribe en la mejor
literatura. La travesía que inaugura su hoja de ruta es la que la llevó
en los tempranos 80 junto a Fred Sonic Smith desde Detroit, donde
entonces vivía la pareja, a la prisión de Saint-Laurent. En ese sitio
semiabandonado de la Guayana Francesa en el que alguna vez había estado
encarcelado Jean Genet, ella toma unas piedras del suelo que, décadas y
capítulos más tarde, deposita junto a la tumba del autor del Diario del
ladrón. Y es sólo un ejemplo de los círculos que su mente abre y cierra a
lo largo del trayecto de M Train. Entre una parada y otra, suelta
reflexiones inyectadas de una melancolía insondable. “Nadie sabía dónde
estaba. Nadie me estaba esperando”, concluye a bordo de un taxi que
atraviesa la niebla londinense. “Volvé, estaba pensando. Ya te fuiste
demasiado tiempo. Sólo volvé. Voy a dejar de viajar; voy a lavarte la
ropa”, promete en silencio en un vuelo a Tokio, cuando la asalta el
recuerdo de Fred. La pérdida de Fred como consecuencia de un ataque
cardíaco, seguida un mes más tarde de la de su hermano Todd, tuvo un
efecto devastador, que la alejó por mucho tiempo de los escenarios. “El
shock me dejó adormecida”, escribe. “Eventualmente me fui de Michigan y
volví a Nueva York con nuestros hijos. Una tarde, mientras cruzaba la
calle, me di cuenta de que estaba llorando. Pero no podía identificar la
causa de mis lágrimas”, confiesa. Así como en el notable Eramos unos
niños el relato se articula alrededor de su relación con el fotógrafo
Robert Mapplethorpe en la Nueva York de los 70, en M Train el eje pasa
por la ausencia de Fred. A diferencia del anterior, su nuevo libro de
memorias no sigue un orden cronológico: establece un sistema de
coordenadas propio, en el que el ayer se funde con el hoy y viceversa.
O, como apunta ella: “Quizá no haya ni pasado ni futuro, solo el
perpetuo presente que contiene la trinidad de la memoria”.
TUMBAS DE LA GLORIA
“Estábamos yendo a ver el mundo/ En esta tierra, colocamos piedras
bautismales/ Y un número infinito fue bautizado/ Y ellos nos llamaban
‘caribe’/ que significa ‘hombres de gran sabiduría’”, recita Smith en la
intro de “Amerigo”, el tema que abre Banga, su último, notable disco. Y
es exactamente esa voz —que evidencia el paso del tiempo desde Horses a
esta parte, que deja suspendidas en el aire partículas de resonancia
poética— la que se puede escuchar a medida que avanza la lectura de M
Train. No sólo por la obvia familiaridad con un timbre, un tono, una
manera de decir las cosas, sino también por una razón más profunda: así
como “Amerigo” se inspira en la mirada de Américo Vespucio a la hora de
desembarcar en el Nuevo Mundo, las canciones del álbum evocan a Séneca,
María Schneider, Nikolái Gogol, Johnny Depp, Andrei Tarkovsky, Amy
Winehouse, Piero della Francesca. El costado humanista de Smith, el que
organiza la arquitectura conceptual de Banga, también aporta los
cimientos de M Train. Aunque en el momento de grabar el disco estuviera
ocupada en la escritura de Eramos unos niños, su libro de memorias
anterior, la misma sed de conocimientos y goce estético, la misma
aproximación reverencial a la obra de hombres y mujeres que dedicaron su
vida a la música, las letras, el cine, la pintura o la ciencia, son las
que la empujan a subir a los aviones y a dormir en camas de hotel para
poder ver con sus propios ojos el laboratorio en el que cada uno le dio
rienda suelta a sus respectivas obsesiones, los paisajes que enmarcaron
su cotidianidad y, también, el sitio en el que descansan sus restos. Una
de las estaciones en las que se detiene M Train una y otra vez, de
hecho, son los cementerios que albergan la tumba de sus héroes
literarios. Su obsesión por las lápidas de figuras célebres de la
cultura la lleva a adornarlas con flores frescas, a lavarlas con agua, a
dejarles ofrendas, a hablarles en voz alta. En Japón, cuenta, ya había
visitado la tumba de Yukio Mishima. La nueva excursión que relata en el
capítulo titulado “Mu (Nothingness”), tiene como destino principal las
tumbas de sus admirados escritores Ryünosuke Akutagawa y Ozamu Dazai,
ambos suicidados. Y también visita un monumento público dedicado a Akira
Kurosawa. “Akutagawa estaba intrínsecamente maldito y Dazai se maldijo a
sí mismo”, reflexiona. Y en el capítulo siguiente regresa, después de
mucho tiempo, al cementerio de Heptonstall, el pueblo de West Yorkshire,
Inglaterra, en el que fue enterrada Sylvia Plath. “He vuelto, Sylvia”,
saluda al llegar. “Se me ocurrió que estaba en la carrera de los
suicidios”, escribe más tarde, al revisar su itinerario más reciente. El
impulso anárquico, la deriva situacionista que por momentos parece
orientar la narración la conduce de su convalecencia por culpa de la
fiebre escarlata en 1954 al regalo que su madre le envió en la Navidad
de 1993: una edición de 1909 de The Little Lame Prince, uno de sus
libros infantiles favoritos. Y bajo la misma nieve que despierta el
recuerdo inicial, camina hacia una librería en busca de una aventura de
su amado detective Kurt Wallander. En el estante de la letra M no hoy
novedades de Henning Mankell, pero el que salta a la vista es Haruki
Murakami. “Nunca había leído a Murakami. Me había pasado los últimos dos
años leyendo y deconstruyendo 2666 de Bolaño”, confiesa. Y así descubre
a un autor que la fascina, especialmente con Crónica del pájaro que da
cuerda al mundo. Unas páginas más tarde, agrega a su selecta lista de
“obras maestras” Un episodio en la vida del pintor viajero de César
Aira.
ARTISTAS Y DETECTIVES
M Train atraviesa los contientes: América, Europa, Africa, Asia. Y,
al final del recorrido, estaciona a kilómetros de distancia de ese campo
plagado de estereotipos y lugares comunes que suelen ser las
autobiografías de una estrella de rock. Las referencias a la música
brillan por su ausencia y el único exceso que Smith se permite y,
además, exhibe sin pudor, es su adicción al café. A falta de magdalena
proustiana, es el aroma inconfundible de las semillas tostadas y molidas
contenidas en una taza el que la acompaña en su expedición en busca del
tiempo perdido. Pasa largas horas sentada a la mesa de su lugar en el
mundo, el Café ‘Ino, leyendo o escribiendo. Ahí, en el corazón del
Village neoyorquino, empieza y casi también termina el libro, cuando el
Café ‘Ino baja su persiana para siempre y su dueño le regala a la
parroquiana más fiel la misma silla que tantas veces ocupó, en el mismo
rincón de siempre. La condición de celebridad que Smith se ganó en el
mundillo rockero, su lugar de madrina del punk y de faro lírico
inoxidable aparece, en todo caso, de manera indirecta. Cuando la invitan
a dar una charla sobre la vida y la obra de Frida Kahlo, en el museo
que hoy funciona en la Casa Azul que compartió con Diego Rivera en
Coyoacán, en el DF mexicano, lo que la tienta verdaderamente es la
promesa de que va a poder sacarles todas las fotos que quiera a las
pertenencias y los talismanes de la artista. Apenas llega al lugar, es
invadida por un repentino malestar. Y los organizadores de la
conferencia no dudan en ofrecerle el mismísimo dormitorio que perteneció
a Diego Rivera para que se mande una siesta reparadora. “Me acosté
pensando en Frida. Podía sentir su proximidad, percibir su sufrimiento
resiliente, emparejado con su entusiasmo revolucionario”, escribe más
tarde. Con su prosa cristalina y poética, evoca su entrevista con Paul
Bowles para la edición alemana de Vogue o su participación en el
exclusivo Continental Drift Club que, una vez al año, rinde tributo al
científico alemán Alfred Wegener. Smith fotografía y describe la mesa
ovalada en la que solían conversar Schiller y Goethe y, también, el
tablero de ajedrez que enfrentó a Bobby Fischer con Boris Spassky. Y,
todo el tiempo, le da rienda suelta a su veta seriéfila: sus maratones
de ficciones detectivescas incluye a La ley y el orden y CSI, pero es
fan de The Killing. “¿Qué hacemos con aquellos a los que podemos acceder
o despedir con el control remoto, a los que amamos no menos que a un
poeta del siglo XIX o a un extraño al que admiramos o a un personaje
salido de la pluma de Emily Bronté?”, se pregunta en el capítulo
dedicado al final de la serie protagonizada por Sarah Linden. M Train
brinda la posibilidad de acceder a la intimidad de una artista única en
su especie. No sólo se trata de seguirla mientras le da de comer a su
gato Cairo o cuando disfruta de su casita en Rockaway Beach, sino de
apreciar su sensibilidad, su inteligencia de una manera que ninguna
colección de canciones podría empatar. En este segundo volumen de
memorias la cantante no entra en escena; la que toma la palabra es la
persona, esa que es capaz de escribir: “Queremos cosas que no podemos
tener. Tratamos de recuperar cierto momento, sonido, sensación. Yo
quiero escuchar la voz de mi madre. Yo quiero ver a mis niños como si
fueran niños. Manos pequeñas, pies rápidos. Todo cambia. Los chicos
crecen, los padres mueren, mi hija es más alta que yo, llorando por un
mal sueño. Por favor quédense para siempre, les digo a las cosas que
conozco. No se vayan. No crezcan”
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