por Paul B Preciado
El frío ha llegado a Atenas. Se abre paso entre los astilleros abandonados del puerto, sube la avenida Pireos y abraza la plaza Omonia, desciende desde las colinas de Lycabettus y Philoppapus y penetra en las calles de Exarchia. En Atenas, el frío actúa como un catalizador de la pobreza. Sin el sol que como un filtro de photoshop lo camuflaba todo, la ciudad aparece como un gigantesco y decrépito palimpsesto constituido por una interminable superposición de ruinas: ruinas líticas helenas, romanas, bizantinas y otomanas, fragmentos del imperialismo inglés y alemán, ruinas modernistas, restos de la revolución industrial, residuos de la era eléctrica, deshechos de la diáspora capitalista global, restos de coches carbonizados que dejan las bacanales de fuego a las que se libran los anarquistas… Sobre todos estos estratos se imponen las nuevas ruinas neoliberales que va dejando el derrumbe europeo. Frente a los edificios del Parlamento y de la Biblioteca Nacional, los perros vagabundos, como si fueran el alma helada de la ciudadanía, yacen inmóviles, enroscados sobre sí mismos. ¿A quién calienta la deuda griega?En las casas, la caída de la temperatura se convierte en un signo de la precariedad de sus habitantes. La mayoría de los edificios con calefacción central apagan las calderas para recortar gastos. Y encender las estufas eléctricas no es una opción. Como resultado de la decisión política de aplicar un impuesto a la propiedad a través de la factura eléctrica, el coste de la electricidad ha aumentado en Grecia un 30% en los últimos años, situándose por encima del de las facturas de Alemania o Francia. Los salones de los hogares atenienses se vuelven estepas y los pasillos desfiladeros gélidos por los que sólo es posible aventurarse con abrigo. Tan sólo la más pequeña de las habitaciones de la casa, como un refugio en un paisaje polar, se mantiene caliente con ayuda de una pequeña estufa. Las camas dejan de ser lugares sexuales para transformarse en castos sofás en los que dos o más personas conversan bajo mantas. ¿A quién calienta la deuda griega?
En casa de Marina, el contraste entre la habitación caliente y el resto de la casa ha atraído a las cucarachas. Llamamos a una compañía de fumigación. La vendedora afirma: “Son las merkelitas, las cucarachas rubias que están atacando las casas griegas. Mañana mismo le enviamos un servicio de exterminación. Serán 50 euros, veneno incluido”. Esa misma noche, después del paso del exterminador, el suelo se cubrirá de docenas de merkelitas muertas. ¿A quién calienta la deuda griega?
En los edificios públicos se reproduce también el choque de temperaturas. Las salas vacías, silenciosas y gélidas; los despachos, ambientados por el soplo monótono de pequeños calentadores eléctricos, son ruidosos y sofocantes. En uno de esos despachos alguien habla del desplazamiento de 40.000 refugiados desde un estadio deportivo hasta el antiguo aeropuerto situado en las afueras de Atenas, en Elliniko. “No pueden seguir en los parques con este frío. Además, Alemania ofrece mejorar las condiciones de reestructuración de la deuda si los mantenemos dentro de nuestras fronteras.” Y añade: “Se les ofrecerá comida y techo, pero tendrán que trabajar gratuitamente a cambio”. ¿A quién calienta la deuda griega?
Los museos y las instituciones públicas de Atenas están fríos: no pueden apenas programar nuevos contenidos porque los fondos que reciben están enteramente dedicados a pagar los salarios y las facturas retrasadas, a cubrir las deudas contraídas. Hablando de fondos públicos y privados, del frío y del calor, un conocido gestor cultural no duda en elaborar una hipótesis apoyada en lo que para él parece ser una evidencia político-sexual: “Nadie quiere dirigir un museo en Grecia. Que te pidan dirigir un museo aquí es como que te ofrezcan que te cases con una mujer a la que ya han violado dos veces”. Ésa es la nueva política tecno-financiero-patriarcal: un presupuesto, un director, un violador, un marido. ¿A quién calienta la deuda griega?
Vuelve a mi memoria la imagen del edificio modernista ateniense que se levanta y anda, elaborada por el arquitecto griego Andreas Angelidakis. Inspirado por las narraciones de la mitología nórdica, Angelidakis imagina que el edificio “Chara” (“Alegría”), construido por los arquitectos Spanos and Papailiopoulos en 1960, se convierte en un gigantesco troll que corta sus raíces de hormigón para separarse del suelo y alejarse de una ciudad que se ha vuelto tóxica. Angelidakis sueña con ruinas que cobran vida y escapan del contexto político y económico que las oprime. Deseo entonces, con Angelidakis, un levantamiento total de ruinas, una sublevación de ruinas-museos-violadas, que ya no buscan ni gestor, ni presupuesto, ni padre, ni marido, ni director, y que huyen de la ciudad neoliberal.
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