El anuncio de la creación de un Ministerio de Modernización en el gobierno que se inicia el 10 de diciembre constituye una de las marcas más notorias del carácter retrógrado de la agenda político-cultural que se pretenderá hacer valer a partir de entonces. El nombre otorgado al Ministerio adelanta un diagnóstico: la realidad de la que va a ocuparse es obsoleta, primitiva, subdesarrollada. En este contexto, modernizar quiere decir arrasar con lo que existe, desmontarlo para poner en su lugar algo pretendidamente nuevo y organizado en función de estándares diferentes a los que hasta ahora prevalecieron. “Ser modernos –escribió Marshall Berman- es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos”. Es cierto que al lanzar esta definición, Marshall Berman pensaba más en Rousseau, en Marx, en Baudelaire, en la Bauhaus, en Joyce y en Coltrane que en una amalgama política como la del PRO, en la que parecen integrarse con ansioso candor emancipatorio la Sociedad Rural, la epistemología del Dr. Albino, la mentalidad de los ejecutivos de corporaciones y bancos privados, ahora lanzados a la función pública, y la estética del neorrealismo erótico del trío Midachi; sin embargo, Berman (Marshall, no el de apellido semejante, el que baila intentando imprimirle un toque pop a una venerable tradición y exhibiendo una kipá que lo ayuda a creerse cerca de Nile Rodgers coreando “Get Lucky”) supo ver que a menudo el frenesí modernizador bloqueaba la posibilidad de desarrollar una perspectiva crítica “que pudiera clarificar cuál era el punto en que la apertura al mundo moderno debía detenerse” y sostener que “algunos de los poderes de este mundo tienen que desaparecer”.
El gobierno que se inicia a partir del 10 de diciembre no será el primero que proponga una tarea de modernización; algunas de sus mayores promesas se alimentan ahora de una fe ciega en la colonización de la existencia por parte de todo tipo de dispositivos tecnológicos (El presidente electo decía que en unos meses ya no harán falta médicos sino que bastará con una máquina; cabe imaginar que en lugar de capuchinos y mocachinos expenderá diagnósticos de cáncer, diabetes o arritmia, o un bonus prize del tipo: “Todo tranquilo”). Los problemas, los conflictos, las demandas serán entonces nada más que desfasajes circunstanciales y censurables del monopolio de la pericia técnica. La voluntad de ocultamiento de lo humano y la violencia que comporta un régimen de tales características ya han ido siendo esclarecidas, al menos desde el siglo XIX. Pero el peronismo es como Robocop: cuando una asociación oligopólica ya lo cree domesticado y refuncionalizado para servir al Tecnocapital, las interferencias ocasionadas por la súbita memoria de una vida pasada, humana, provocan resistencias, un desarreglo sistémico y un desequilibrio inesperado en el campo de batalla. Es entonces cuando la historia, que es el núcleo de la existencia humana, hace valer sus prerrogativas.
Pensaba en estas cosas mientras miraba una postal cuyas letras fueron impresas con tipos móviles.
Por Ignacio Barbeito
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