OTRA VOZ?

Paul B. Preciado

MODO LECTURA
Estoy acostumbrándome a mi nueva voz. La administración de testosterona hace que las cuerdas vocales crezcan y se engrosen, produciendo un timbre más grave. Esta voz surge como un máscara de aire que viene de dentro. Siento una vibración que se propaga en mi garganta como si fuera una grabación que sale a través de mi boca transformándola en un megáfono de lo extraño. Yo no me reconozco. Pero, ¿qué quiere decir “yo” en esta frase? “¿Puede el subalterno hablar?”: la pregunta que Gayatri C. Spivak hacía pensando en las complejas condiciones de enunciación de los pueblos colonizados cobra ahora un sentido distinto. ¿Y si el subalterno fuera también una posibilidad siempre ya contenida en nuestro propio proceso de subjetivación? ¿Cómo dejar que nuestro subalterno trans hable? ¿Y con qué voz? ¿Y si perder la propia voz, como índice onto-teológico de la soberanía del sujeto, fuera la primera condición para dejar hablar al subalterno?
Los otros, claro está, tampoco reconocen esta voz que la testosterona induce. El teléfono ha dejado de ser un fiel emisario para convertirse en un traidor. Llamo a mi madre y ella contesta: “¿Quién está ahí? ¿Quién es?” La ruptura del reconocimiento hace ahora explícita una distancia que siempre existió. Yo hablaba y ellos no me reconocían. La necesidad de verificación pone a prueba la filiación. ¿Soy realmente su hijo? ¿Fui alguna vez realmente su hijo? A veces cuelgo porque temo no ser capaz de explicar lo que ocurre. Otras digo: “soy yo”, e inmediatamente después añado “estoy bien”, como para evitar que la duda o la alerta se antepongan a la aceptación.
Una voz que no era hasta ahora la mía busca refugio en mi cuerpo y se lo voy a dar. Viajo ahora constantemente, estoy una semana en Estambul, otra en Kiev, o en Barcelona, Atenas, Berlín, Kassel, Frankfurt, Helsinki, Stuttgart… El viaje traduce el proceso de mutación, como si la deriva exterior intentara relatar el nomadismo interno. Nunca me despierto dos veces en la misma cama… ni en el mismo cuerpo. Por todas partes se oye el rumor de la batalla entre la permanencia y el cambio, entre la identidad y la diferencia, entre la frontera y el oleaje, entre los que se quedan y los que están obligados a partir, entre la muerte y el deseo.
Esta voz aparentemente masculina recodifica mi cuerpo y lo libera de verificación anatómica. La violencia epistémica del binarismo sexual y de género reduce la radical heterogeneidad de esa nueva voz a la masculinidad. La voz es el amo de la verdad. Recuerdo entonces la posible raíz común de las palabras latinas “testigo” y “testículo”. Sólo el que tiene testículos puede hablar frente a la ley. Del mismo modo que la píldora indujo una separación técnica entre heterosexualidad y reproducción, el Ciclopentilpropionato, la testosterona que ahora me inyecto intramuscularmente, independiza la producción hormonal de los testículos. O por decirlo de otro modo: “mis” testículos —si por ello entendemos el órgano productor de testosterona— son inorgánicos, externos, colectivos y dependen en parte de la industria farmacéutica y en parte de las instituciones legales y sanitarias que me dan acceso a la molécula. “Mis” testículos son una pequeña botella con 250 mg de testosterona que viaja en mi mochila. No se trata de que “mis” testículos estén fuera de mi cuerpo, sino más bien que “mi” cuerpo está más allá de “mi” piel, en un lugar que no puede ser pensado simplemente como mío. El cuerpo no es propiedad, sino relación. La identidad (sexual, de género, nacional o racial…) no es esencia, sino relación.
Mis testículos son un órgano político que hemos inventado colectivamente y que nos permite producir de forma intencional una variedad de masculinidad social: un conjunto de modalidades de encarnación que por convención cultural reconocemos como masculinas. Al llegar a mi sangre, esa testosterona sintética estimula la hipófisis anterior y el hipotálamo y los ovarios dejan de producir óvulos. No hay sin embargo producción de esperma, porque mi cuerpo no posee células de Sertoli ni túbulos seminíferos. Imagino que probablemente no esté tan lejano el día en el que estos puedan ser diseñados por una impresora 3D a partir de mi propio ADN. Pero de momento, dentro de nuestra episteme capitalo-petro-lingüística, mi identidad trans tendrá que hacerse con un bricolaje mucho más low-tech. Si hubiéramos dedicado tanta investigación a comunicar con los árboles como hemos dedicado a la extracción y el uso del petróleo quizás podríamos iluminar una ciudad a través de la fotosíntesis, o podríamos sentir la sabia vegetal corriendo por nuestras venas, pero nuestra civilización occidental se ha especializado en el capital y la dominación, en la taxonomía y la identificación, no en la cooperación y la mutación. En otra episteme, mi nueva voz sería la voz de la ballena o el sonido del trueno, aquí es simplemente una voz masculina.
Cada mañana, el tono de la primera palabra pronunciada es un enigma. La voz que habla a través de mi cuerpo no se acuerda de sí misma. Tampoco el rostro mutante puede servir como un lugar estable para que la voz busque un territorio de identificación. Esa voz cambiante no es ni simplemente una ni simplemente masculina. Por el contrario, declina la subjetividad en plural: no dice yo, dice somos el viaje. Quizás sea eso lo que quede del yo occidental y de su absurda pretensión de autonomía individual: ser el lugar en el que se deshace y rehace la voz, el sitio, habría dicho Derrida, desde el que se opera la desconstrucción del fono-logo-falo-centrismo. Desposeído de la voz como verdad del sujeto y sabiendo que los testículos son siempre un aparato social prostético, me siento un cómico caso de estudio derridiano y me río de mí mismo. Y al reírme noto que la voz salta en mi garganta.

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