por Pablo Natale
Especial para HDC
Hace unas semanas murió mi abuela, unos días antes de mi cumpleaños y del cumpleaños de mi hermano. No tuvo velorio oficial, aunque puede decirse que tuvo otro velorio: el lento, el indirecto, un velorio de dos años y medio luego del A.C.V. que la empezó a fulminar, en febrero del 2013. Luego de ese ataque pasó seis meses en casa de mi madre y después casi dos años en un geriátrico en el que fue bien cuidada, apenas visitada por sus nietos y acompañada, incansablemente, por mi madre. Fue perdiendo lentamente la memoria; los últimos días hasta había perdido los filtros: decía “caca” o “pelotudo”, palabras que jamás se le habían escapado de la boca.
Cuando ella todavía estaba en casa de mi madre, semana de por medio yo las visitaba, los domingos. Sabía que mi abuela había estado la semana entera quejándose, despertándose a medianoche y caminando descalza por una casa que no era la suya, preguntando si ya había tomado tal pastilla o tal otra, si había llamado tal o tal: su memoria, en esos momentos, debe haber sido como su propia voz, desolada en la noche. En mis visitas le pedía que me contara de cuando era chica o de mi abuelo, y jugábamos a la escoba. Con las historias le pedía que repitiera todo de vuelta y le pedía detalles; cuando jugábamos a las cartas, le costaba contar y a veces agarraba cuatro cartas en lugar de tres o sumaba veinte en lugar de quince. Pero me seguía ganando. Una tarde me llamó por otro nombre, el nombre de mi hermano. Otra preguntó quién era. En algún momento la llevamos al geriátrico. Tiempo después llegó el final. Aunque no sabría bien cuál fue ese final: la última imagen que tengo de ella es quizás la de nosotros dos jugando a las cartas; o una vez que mi madre la paseaba en silla de ruedas por las calles (pero, ¿era esa mi abuela?, ¿cuánto?), o el cajón en el que la enterraron y que vi bajar lentamente, rodeado de pasto perfectamente verde y empresarios de pompas fúnebres.
Obviamente estos meses he estado tratando de escribir sobre mi abuela y su lenta despedida. Supongo que esa ha sido y será la particular manera que tengo de enfrentar los acontecimientos. Claro que nada de lo que escribía era aceptable. Un amigo me contó que hacía unos años había llevado a su madre, ya anciana, en silla de ruedas y con alzheimer, de viaje a México. En Acapulco estuvieron mirando el atardecer en un acantilado y entonces él, el hijo, le dijo que era un buen atardecer, que eran o habían sido felices y que no hubiera sido mala idea morir ahí, lanzándose al agua. La madre lo miro de reojo y se corrió lentamente hacia atrás. Eso era lo mejor que había rescatado: la anécdota (tragicómica) de otro. Y un poema que escribí una noche cualquiera, un poema donde el tiempo iba al revés y mi abuela nacía en el geriátrico y avanzaba hacia los rincones de su casa, hacia los cimientos, la inocencia antes del amor, las viejas fotos.
Diez años antes de que muriera yo sacaba libros de la biblioteca a su nombre: cuatro para mi, dos para ella. Ella leía solamente Danielle Steel y biografías de famosos. Cuando le di mi segundo libro publicado, lo miró y leyó unas páginas. “Es muy complicado para mi”, me dijo un rato después. En uno de los capítulos de ese libro hay una anciana que vive en una casa y se va olvidando el nombre de las personas, salvo “Agüero”. En el libro, la señora llama a todos “Agüero”, no importa si es el verdulero, la vecina, el hijo.
Lista de objetos en los que sobrevive mi abuela: la tetera que le regalamos a mi novia, la cama en la que ahora duerme mi madre, una cajita musical que sigue funcionando y que yo miraba, absorto, cuando tenía seis años. En un costado (negro o rojo) de la lista también están su paranoia y el teléfono de mi casa, que sonaba continuamente y en el que escuchamos, durante años y cientos de veces, su voz, preocupada por cualquier cosa. Y luego está aquello que guardo del otro lado de la almohada y que trato de cuidar del desastre y el olvido: la sensación de que es mucho más fácil comunicar el miedo que la alegría; las doce tesis sobre la economía de los muertos, de Berger; una hermosa película del japonés Ozu, en donde se ven a dos ancianos tratar de (sobre)vivir en el mundo de sus hijos, y a uno de estos decir, triste, alegre y estoico, con la mitad del sol en la cara: “La vida es decepcionante”.
Y el problema de los nombres: “Ana Argentina”, se llamaba mi abuela. Desde que se fue, ese será por siempre su nombre. Antes era la abuela, abu, Ana, Anita, la fiebre del teléfono, y a mi me decía Pablito, Sebas, hijo, hombre, flaco. Supongo que ese es el final de esta historia: que cuando morimos sólo nos resta llamarnos de una sola manera. Y que los que quedan sólo pueden seguir adelante, nombrando sin parar: como esa bailarina, en esa caja musical a la que seguimos dando cuerda y cuya vida apenas si conocemos.
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