¿Por acumulación de grises? un nombre y una cifra: 43 de Ayotzinapa

Un día en Ayotzinapa 43
Por Angélica de Icaza
¿De qué material están hechos los sueños? No por cierto de un material resistente a la barbarie. Tenemos más de seis meses de hablar, de leer, de discutir acerca de Ayotzinapa y, sin embargo, fue hasta hoy, hace un rato, mientras veía el documental de Rafael Rangel y escuchaba a uno de los chicos entrevistados mencionar un lugar pequeño para ejercer su profesión de maestro rural, una casa propia y una hija. “Sí, una niña, me gustaría tener una niña”, que me di cuenta lo que Ayotzinapa significa para mí: 43 sueños hechos pedacitos. Cuarenta y tres sueños que antes del 26 de septiembre habitaban en una Escuela Normal del estado de Guerrero.
Lo que sucedió en septiembre de 2014 trasciende, con mucho, lo que es considerado, y no sin razón, un crimen de Estado, un despropósito, una barbarie, un acto salvaje, digno de depredadores y no de humanos. Todo esto es cierto y tan lo es que ha logrado tocar la sensibilidad de miles de personas en todo el mundo. ¿Por qué Ayotzinapa ha hecho saltar toda la rabia? ¿Por hartazgo? ¿Por acumulación de grises? ¿Por falta de horizonte? No sé, lo cierto es que es impensable que esta rabia se diluya, como se diluyó Aguas Blancas, Acteal y tantas fechas registradas en la memoria del horror colectivo. ¿Por qué? ¿Acaso son los padres de los desaparecidos que lejos de la resignación han conjurado el miedo, exigen que los regresen vivos y se niegan a darles cristiana sepultura? Tal vez somos algunos de nosotros que no estamos dispuestos a mirar desde lejos lo que sucede a otros, esos otros que también forman parte del racimo. La vid que no ha perdido la esperanza, la dignidad, los sueños… los sueños.
Lo que me conmovió, lo que se me instaló en el pecho como una piedra ardiendo y me llevó a controlar a duras penas el llanto descarado, fue mirar de frente y de improviso 43 ó 47 ó 50 sueños en embrión, abortados, muertos con una saña infinita y sin posibilidad de emerger como emerge el poeta después de la desgracia. Porque esto no es una tragedia, no es algo que sucede y se recrea en un foro; no es castigo divino, es obra de aquellos, esos, los que no han alcanzado ni siquiera el derecho de ser nombrados hombres, tan pequeños, tan pobres en sí mismos, tan deleznables que no encontraron otra forma de vencer su miedo. Miedo a la disidencia, a la palabra, al crecimiento puntual de un pensamiento crítico e insobornable. Miedo a los sueños de otro, porque ellos mismos son incapaces de soñar.
Un día en Ayotzinapa 43, tiene, como las películas de Rangel, algo que lo define: la honestidad. La honestidad del que mira, del que escucha, del que se conmueve; de aquel que permite que el otro sea el otro. El director es un testigo mudo que le apuesta al azar y logra que la palabra fluya como un río.




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