Juan Villoro


Da la impresión que, a sus 58 años, ya nada lo sorprende. Que este “cronista de las ideas”, como alguna vez se autodefinió, lo ha visto todo. Sin embargo, lo que pudo ser un defecto, Juan Villoro lo transformó en virtud. El asombro, en este caso, se viste de excusa para poder investigar. Para empezar a deshojar los pétalos de una historia digna de ser narrada. El resto se antoja programado. No por imposición sino por gusto. Porque este hombre, nacido en el DF mejicano, con una voz ajena a ese cuerpo interminablemente alto, siempre supo que iba a ser escritor. Corría la década del ’60 cuando esa revelación detonó en su cabeza y ese adolescente que hacía apenas dos años que había dejado de jugar al fútbol en las inferiores de Pumas, cayó rendido por el boom latinoamericano. 
De allí en adelante, todos fueron desafíos. Se licenció en Sociología en la Universidad Autónoma Metropolitana. Al tiempo que escribía letras para la banda de rock Los Renol, realizaba los guiones para su programa de radio El lado oscuro de la luna y comenzaba a hacerse un lugar como cuentista, de la mano de Sergio Pitol y Augusto Monterroso. Luego vinieron los otros registros narrativos: novelas, crónicas, ensayos, obras de teatro, guiones para cine y televisión y literatura infantil. “He estado picoteando géneros, también como un aprendizaje, como una manera de probarme a mí mismo”, dijo alguna vez. 
En todos incursionó con éxito. Aunque claro está que las crónicas de largo aliento, su profunda mirada sobre la realidad social y política mejicana y su estatus profesional lo han posicionado como uno de los mejores periodistas de la actualidad. “La edad que tengo es un umbral en el que las personas ven cómo van a concluir la historia y, desde un punto de vista ufano y vanidoso, piensan en cómo serán recordadas”, expresó en 2012. Todo indica que al hijo del filósofo español Luis Villoro Toranzo y de la psicoanalista mejicana Estela Ruiz Milán lo sucederán las miles de páginas e historias que lleva publicadas. Esa será la más trascendente de sus crónicas.
Un 7 que leía al “boom”
El secreto de Villoro está en la palabra. La que practica en sus entrevistas y la que escribe en sus libros. Seducen el tono y la forma. El saber que su declaración no será de casete ni sus textos de fórmula. Acaso su característica sea un sello, parte de la impronta que le transmitió su abuela yucateca a través de los relatos orales que le solía contar a ese nieto inquieto y ávido de fábulas. Acaso sea parte de la formación que le dieron sus padres. Lo cierto es que el día que cayó en sus manos De Perfil de José Agustín –una especie de beatnik de la literatura mejicana– todo cambió. Fue una explosión intelectual para un niño que empezaba a contar sus propias historias. 
A los 15 años, su cuento Los hijos de Aída ganó el concurso literario organizado por la revista Punto de Partida de la Unam. A esa edad, su agenda se repartía entre el fútbol –es un reconocido y ferviente hincha del Necaxa y el Barcelona de España– y la escritura. Pero fue el descubrimiento del escritor Georg Christoph Lichtenberg el que terminó de dar sentido a su incipiente carrera. Se propuso que algún día traduciría los aforismos del autor alemán que lo había empujado a enfrentarse todos los días a la hoja en blanco. Pudo hacerlo porque se formó en el Colegio Alemán de México. Así nació su literatura. O, como dijo alguna vez el por entonces editor Joaquín Díaz Canedo, en sentida alusión al terremoto que hizo temblar al país americano en la década del ’80, “a consecuencia del temblor salió tu libro”. Con los 11 cuentos de La noche navegable, Villoro iniciaba un camino que lo iba a llevar a publicar más de 20 libros de ficción. 
–Entre la aparición de su primera novela, “El disparo de Argón” y el éxito de “El testigo”, pasaron 12 años. Durante ese período, escribió para niños, además de otros libros. ¿Cómo es esa experiencia de navegar por distintos registros narrativos y lograr en todos un sólido grado de verosimilitud?
–Publiqué mi primer libro en 1980. Durante muchos años sólo escribí cuentos y crónicas. En 1992 publiqué mi primera novela, El disparo de Argón. Entre ese libro y El testigo hay otra novela, Materia dispuesta (1997), publicada en Argentina por Interzona. Soy un autor muy disperso, entre una novela y otra suelen pasar unos siete años. En parte, esto se debe al deseo de evitar la reiteración de los mismos recursos; practicar otros géneros me lleva por derroteros impensados. Pero también se debe a mi genuina pasión por dispersarme en voces y estilos distintos.
–A lo largo de toda su obra, o buena parte de ella, ha evidenciado una clara intención de fusionar la realidad y la ficción. En “El testigo” (2004) involucra a su familia paterna; en “Palmeras de la brisa rápida” (1989), a su familia materna; en “8.8. El miedo en el espejo” (2010), a su actual familia. Los libros en donde encontramos esa mixtura son los libros escritos por un periodista o por un escritor?
–Desde hace casi 30 años, vivo del periodismo y las aguas de la ficción se han dejado influir por mi mirada de cronista. A veces esto es muy evidente. En mi libro ¿Hay vida en la Tierra? (2012) trato de hacer lo que Juan José Millás llama “articuentos”: historias reales que dan lugar a un relato sin ficción. La observación minuciosa de la realidad, tan esencial al periodismo, puede hacer que tu mirada literaria sea más aguda.
–El escritor mejicano Elmer Mendoza expresó hace un par de años a un medio argentino que la “narco-literatura es algo que está vivo”. ¿El motivo de catalogar a la narcoliteratura de esa manera no representa en sí una forma de incluir a los narcos dentro de un sistema cultural, de naturalizar el problema?
–Elmer vive en Sinaloa, centro del narcotráfico, y es un espléndido autor de novela negra. Nada resulta más lógico que en su obra aparezca el crimen organizado. Otros autores han buscado retratar el tema en clave más efectista. La idea de que los narcos son monstruos que meriendan el hígado de su enemigo y sólo se visten con ropa de Versace es una construcción folklórica que los convierte en los “otros”, los necesariamente ajenos. Esta visión se parece mucho a la que ha tenido el propio gobierno, incapaz de entender que el narco está mucho más cerca de nosotros de lo que pensamos, y muchas veces se asoma en nuestro espejo. Ese tipo de literatura vale poco y banaliza un problema que destruye al país.
México: entre el amor y el espanto
Villoro vive entre Barcelona y el Distrito Federal. Y aunque sus múltiples actividades lo obligan a pasar una buena parte del año dando vueltas por el mundo –al momento de este reportaje responde desde Italia, con un pie en Londres, en donde participará en una feria–, la realidad mejicana no lo sorprende. No lo agarra con la guardia baja, ni desprevenido. Sabe que todos le van a preguntar sobre la sangre que corre en México, sobre los años segados por la violencia, sobre los muertos. 
–La desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa puso en jaque –eventual y aparentemente– al gobierno de Enrique Peña Nieto. Sin embargo, queda la sensación de que el poder político, el poder económico y demás no sólo no asimilaron el golpe sino que no parecen preocuparse por terminar en la misma fosa que terminaron los estudiantes de magisterio.
–La respuesta del gobierno ante Ayotzinapa ha sido la de blindarse y no ofrecer alternativas. Es el remedio del avestruz. Negar los problemas no significa solucionarlos. Ellos apuestan a que se desgaste la protesta, la gente se olvide y regrese el habitual conformismo. Mientras tanto, surgen otro tipo de reclamos, algunos violentos. Si no se crea un espacio cívico para la discusión y la búsqueda de nuevas rutas, habrá más brotes de violencia.
Antes de que la noticia sobre la desaparición de los 43 estudiantes de magisterio de Ayotzinapa se multiplicara en todo el mundo, el balneario del estado de Guerrero era una de las vedettes del turismo mejicano. “La joya del Pacífico”, como se conoció en su momento de esplendor, albergó, en los años ’50 y ’60 a figuras como Liz Taylor, Elvis Presley, John F. Kennedy y Brigitte Bardot, entre otros. Luego sucedió lo impensado. O lo planeado. El narcotráfico se apoderó de las calles. Se apoderó de todo. De acuerdo a un estudio realizado por la organización italiana Libera (conformada por más de mil agrupaciones de activistas europeos y americanos, defensores de los derechos humanos), en los últimos nueve años se han registrado en suelo mejicano más de 116 mil muertes producto de la lucha contra el narcotráfico, impulsada por el entonces líder del Partido Acción Nacional, Felipe Calderón. 
–¿Cuándo advirtió usted que el Estado mejicano empezó a perder definitivamente la guerra contra el narcotráfico? 
–La perdió desde que inició la guerra, en diciembre de 2006, bajo el lunático mando del expresidente Felipe Calderón. El gobierno desconocía al enemigo, ignoraba que buena parte de sus filas estaban dentro del mismo sistema y carecía de una estrategia concreta. ¿Cómo se enfrenta a adversarios que impiden la noción de frente de lucha y de retaguardia? Calderón lanzó la guerra 14 días después de asumir el mando, sin preparación alguna. Tampoco contó con respaldo social, pues no la planteó como tema de campaña, ni la sometió al Congreso, ni buscó la aprobación de su propio partido. Fue una guerra presidencial que se perdió al ser declarada.
–En esta locura narco-bélica se podría pensar también que mientras los problemas los diriman entre “ellos” (los carteles) y no “nosotros” (la sociedad) el pueblo mejicano se encuentra a resguardo pero el tema es que esa línea parece, con los años, haberse corrido y ahora también esos “nosotros” están siendo partícipes innecesarios de los hechos.
–Desde luego. El diario Clarín (precisamente la revista Ñ) publicó mi crónica “La alfombra roja del terror narco” donde hablo del desplazamiento en la contemplación de los sucesos: pensamos que la sangre era ajena hasta que descubrimos que era dolorosamente nuestra. 
El texto de Villoro recibió, en 2010, el Premio Internacional de Periodismo Rey de España, uno de sus 10 galardones que tiene en su poder. Allí se lee: “Hemos llegado a una nueva gramática del espanto: enfrentamos una guerra difusa, deslocalizada, sin nociones de “frente” y “retaguardia”, donde ni siquiera podemos definir los bandos. Resulta imposible determinar quién pertenece a la policía y quién es un infiltrado. El trato con el crimen ha derivado en un decisivo desplazamiento simbólico. Si durante décadas nos protegimos de la violencia pensándola como algo ajeno, ahora su influjo es cada vez más próximo”.
Rápido y furioso
“Soy rápido escribiendo crónicas pero muy lento pensándolas”. La aclaración carece de sustancia. No sólo porque se advierte ese rasgo en sus textos sino porque sus piezas son una marca registrada dentro del periodismo contemporáneo. El libro 8.8. El miedo en el espejo, un conmovedor testimonio sobre el terremoto que sacudió a Chile el 27 de febrero de 2010 y que el propio escritor vivió en Santiago, es uno de sus tantos ejemplos. 
No obstante, Villoro no se calzó el chaleco de cronista por primera vez durante la tragedia vivida por el país trasandino, donde participaba en el Congreso Iberoamericano de Lengua y Literatura Infantil y Juvenil. El maestro de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), creada y presidida hasta su muerte por Gabriel García Márquez, ha publicado sus trabajos en las revistas Proceso, Cambio, El Malpensante, Letras Libres, Etiqueta Negra y Soho, y en los diarios La Jornada (México), en donde fue director del suplemento La Jornada Semanal entre 1995 y 1998, y El País (España), entre otros. 
Lo cierto es que su primera crónica apareció a finales de los ’70 en la revista semanal del Palacio de Bellas Artes. La lectura del escritor alemán Lichtenberg –autor a quien lo acercó su padre– había ayudado a definir su vocación de escritor. Esta intromisión en el terreno de la non fiction terminaría por ficharlo dentro de las filas de la prensa gráfica. 
–En algunos casos, el periodismo es una profesión de riesgo. En ese sentido, ¿cómo se hace para investigar en México sabiendo que los cronistas deben organizarse y protegerse, aun de quien tiene el deber de protegerlos?
–La gran amenaza para los periodistas no son los grandes capos del narcotráfico sino sus cómplices en la “legalidad”. Todas las sociedades tienen una frontera difusa donde el crimen se vuelve aparentemente legal. La gente que sirve de fachada al narco, sus cómplices en el gobierno, la policía, el ejército y los negocios son los que no quieren ser descubiertos y los que atacan a periodistas, especialmente en provincia. Esto cambiará en el momento en que el gobierno se investigue a sí mismo, cosa que no ha hecho.
–Da la impresión, leyendo crónicas de este tiempo, que muchos de los periodistas de hoy escriben pensando en narrar un cuento veteado de contexto y opiniones personales por sobre la historia y la noticia. 
–No creo que haya una oposición entre escribir bien y abordar un tema significativo. La primera lección que debe entender el periodista es que la imagen que da de la realidad no depende de lo que vivió o investigó sino de la forma en que lo escribe. La realidad está en las palabras. Escribir bien siempre ayuda al tema.
–John Lee Anderson decía en una entrevista publicada por La Voz del Interior en agosto de 2013 que la crónica es “una respuesta” ante el periodismo laxo, ante el “copie y pegue”, ante los textos sujetos a la publicidad. ¿Cómo ve en ese sentido el auge de la crónica?
–El periodismo narrativo refuerza el papel subjetivo del cronista y la presencia de alguien individual, con personalidad propia, que registra la noticia. En un medio estandarizado, donde las noticias se reiteran casi con las mismas palabras de agencia en agencia, y donde los links homologan el acceso a datos, es saludable que haya personalidades distintivas y singulares capaces de asociar la noticia con su manera de ver el mundo. Esto no significa distorsionar la información sino verla desde una perspectiva personal.
–Por qué cree que en México, en donde sobrevuela la impunidad, donde la carteles mandan, donde los políticos o bien miran para otro lado o bien son cómplices, sigue habiendo tanto temor a la palabra y al reclamo popular. Los periodistas asesinados y los 43 estudiantes desaparecidos parecieran ser los mejores ejemplos de esto. 
–Los periodistas corren peligro cuando pueden desenmascarar a ciudadanos aparentemente legales que lavan dinero, es decir, cuando comprueban que el problema está dentro del sistema.
–¿En qué está trabajando actualmente?
–Estoy tratando de terminar un libro sin ficción sobre la Ciudad de México. Es una mezcla de autobiografía, testimonio, ensayo y crónica sobre los últimos 50 años de ese caos urbano.
Los Villoro y el Subcomandante Marcos
Los Villoro conservan un sentido vínculo con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y con su líder, el subcomandante Marcos. En agosto de 1994, año de la insurrección chiapaneca, Juan fue invitado, junto con el escritor Carlos Monsiváis, al primer encuentro que la organización político-militar estableció con personalidades de la sociedad civil. 
Su padre, fallecido el pasado 5 de marzo, uno de los filósofos más respetados de México, mantuvo por años correspondencia pública con Marcos, además de que el EZLN lo adoptó como uno de sus principales referentes. Es más, el deceso de Luis Villoro Toranzo impulsó un homenaje que el Ejército Zapatista realizó la semana pasada en el Caracol de Oventic, Municipio de San Andrés, al que asistió Juan. 
–¿Qué opinión le merece la decisión del Subcomandante Marcos de anunciar su muerte simbólica, el 25 de mayo de 2014?
–Fue una decisión valiente, de alto peso simbólico. ¿Qué otro líder hace un harakiri semejante? Demuestra que su personalidad es sólo una parte de la lucha. Marcos sigue existiendo, pero como “difunto”, como mito, lo cual fue desde un principio. Es una lucha contra el protagonismo y una demostración de que la causa zapatista es comunitaria y tiene más sustento que la brillante retórica de un líder.

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