El hombre que nos enseñó a tener frío

 Por Juan Forn
Horacio Quiroga adoraba a Martínez Estrada como a un hermano menor y le regaló una hectárea de su propia tierra en Misiones, para tentarlo de que fuera su vecino. La desmontó él mismo a machete limpio, le mandó por correo el título de propiedad y los planos de la casita de madera que podía construirle con sus manos. Hasta los muebles le ofrecía hacer (y eran famosamente cómodos los muebles que hacía Quiroga, con ayuda del mensú devenido carpintero Jacinto Escalera). Martínez Estrada tenía un trabajo de cuarta en el Correo Central y detestaba el ambiente literario de Buenos Aires, pero no se decidía a partir a Misiones, así que Quiroga apeló a un último recurso para convencer a su melómano amigo: le mandó un violín hecho en madera de timbó. “Era tan chato de pecho y espalda como el propio Quiroga, tenía un clavijero prehistórico, las efes labradas torpemente a gubia y emitía un sonido de gato en celo, mitad hipnótico y mitad horripilante.” Martínez Estrada entendió con el corazón estremecido que así sería la vida como vecino de Quiroga en Misiones, pero se libró de escribir esa carta cruel porque su amigo apareció por Buenos Aires.
Venía a hacerse ver por los médicos una molestia que no lo abandonaba. Era un cáncer terminal, pero no se animaban a decírselo. Lo tenían de residente en el Hospital de Clínicas con permiso ambulatorio, mientras le hacían creer que lo sometían a estudios y lo preparaban para una operación. Un día vagando por el sótano del hospital encontró un paciente llamado Batistessa. Lo tenían ahí escondido por su aspecto físico, causado por una neurofibromatosis conocida como elefantiasis. Quiroga exigió que Batistessa fuera sacado del sótano y trasladado a su habitación, y en las horas muertas le contaba historias de la selva. Un día Batistessa oyó hablar a los médicos y fue a decirle a Quiroga que la operación proyectada era una simple y dolorosa postergación de la muerte. Quiroga avisó que salía a caminar, fue a una ferretería a comprar cianuro, regresó al hospital, mezcló el polvo en un vaso con whisky y se lo tomó. “Se mató como una sirvienta”, dijo Lugones, que un año después se suicidaría de igual forma en el Tigre. “No se vive en la selva impunemente”, escribió Alfonsina Storni en un poema que le dedicó antes de suicidarse ella también, en los acantilados de Mar del Plata.
Ni Lugones, que había sido su maestro y protector, ni Alfonsina, que había sido su amante, acompañaron las cenizas del difunto al Uruguay. Borges, en cambio, que había dicho que Quiroga era “una superstición uruguaya, que escribía mal lo que Kipling escribió bien”, sí fue de la comitiva. Eran fechas de Carnaval y contó que el corso se interrumpía al paso del cortejo y que los niños pedían tocar la urna de madera de algarrobo en donde el escultor ruso Stepan Erzia había tallado la cara del difunto. A veces los opuestos coinciden: a Arlt le pasó algo parecido con Quiroga; él también lo había escarnecido; en una aguafuerte sobre la fundación de la SADE, creada para defender los derechos de los escritores, escribió: “La idea debe ser de Quiroga, hombre que gasta barba sefaradí y una catadura de falsificador de moneda que espanta”. Pero cuenta Onetti que, el día en que murió Quiroga, Arlt estaba sentado al fondo de una larga mesa, ignorando con fiereza los comentarios sobre el muerto, hasta que llegó su amigo Kostia y contó que tres días antes se había cruzado con Quiroga por la calle. Iba vestido como un clochard, la barba le devoraba más de la mitad de la cara, venía siguiendo desde el Parque Japonés a la última mujer que siguió por la calle, una beldad que cortaba la respiración. Era la famosa viuda de Gómez Carrillo, que por entonces noviaba con Saint-Exupéry. Kostia se lo estaba diciendo cuando el francés salió del Hotel Plaza al encuentro de su dama y la abrazó. Quiroga, contemplando la escena, murmuró: “Me hubiera gustado ser aviador”, y se fue, envuelto en su sobretodo con el pijama abajo en pleno enero, rumbo a su cama en el Hospital de Clínicas. Desde el fondo de la mesa, detrás del humo de su cigarrillo, se oyó la voz de Arlt: “He cambiado mi opinión de Quiroga”. No podía ser de otra manera. Quiroga había dicho: “Soy el primer infectado por Dostoievski en América del Sur”. Arlt fue el siguiente.
Como Arlt, Quiroga carecía de lo que algunos llaman tacto, otros hipocresía y otros relaciones públicas. A los veinte años partió de Montevideo a París vestido como un dandy, en camarote propio. Volvió tres meses después, en tercera clase, con los pantalones raídos y las solapas levantadas para que no se viera que no tenía cuello en la camisa. “¿Por qué escriben como españoles si son argentinos?”, le dijo en la cara a Larreta cuando llegó a Buenos Aires. “No soporto los gauchos de Carnaval”, le dijo a Lugones. Escandalizó a Manuel Gálvez con su Historia de un amor turbio, basada en su relación con Ana María Cires, la muchacha que se llevó a vivir a Misiones y le dio dos hijos y después se suicidó de manera atroz. A esos hijos los crió en el amor a la selva, dejándolos dormir solos arriba de un árbol o sentarse durante horas al borde de un precipicio, para horror de su madre. Cuando ella murió, volvió con esos hijos a Buenos Aires, vivió primero en un sótano de la calle Canning y después en un caserón en Vicente López, donde tenía un coatí llamado Tutankamón, un búho llamado Pitágoras y el yacaré Cleopatra, además de una enorme canoa aerodinámica que calafateaba infinitamente y que no parecía una embarcación, sino una criatura de las aguas.
Lo acusaban de escribir para asustar a la gente, de traer la selva a la ciudad, de arrimar la barbarie a la civilización. Cuando publicó su famoso decálogo del perfecto cuentista, Nalé Roxlo dijo que parecía el manual del maestro ciruela escrito por el Viejo Vizcacha. “Es un anarcoindividualista que se conforma con su propia libertad. No le importa que todos los hombres sean libres”, dijo Alvaro Yunque cuando lo invitó a la URSS y Quiroga le contestó que prefería volverse a la selva. Y eso hizo, con una segunda esposa treinta años más joven que él, que prefirió abandonarlo antes de enloquecer. Tampoco en la selva lo entendían: se burlaban del hermoso laberinto de bambúes que había hecho para su segunda esposa, con un jardín de orquídeas en el medio. Las cuadrillas que pasaban y lo veían deslomándose al sol le gritaban: “¿No tiene personal, patrón? ¡No le robe trabajo a los peones!”.
Supo adorar por igual a Tolstoi y a Dostoievski, a Jack London y a Thoreau, a Maupassant y a Baudelaire (“ebanistas capaces de sacar de un solo golpe de garlopa trece rizos de viruta”). Hablaba como si siempre tuviera fiebre y padeció frío hasta en la selva misionera. En la última carta a sus hijos les dijo: “Busco lo que casi nunca se encuentra. Soy capaz de romper un corazón por ver lo que tiene adentro, a trueque de matarme yo mismo sobre los restos de ese corazón”. Martínez Estrada escribió después de su muerte: “Con él aprendimos a contar en serio”, y si miramos la literatura argentina desde acá, no hay manera de no estar de acuerdo.

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