Por Nicolás Prividera
“El sistema capitalista necesita pobres”. No lo dijo Altamira en un acto del PO sino Szifrón en la mesa de Mirtha, haciéndole atragantar las finas hierbas salvajes. “¿Vos querés decir que pobres habrá siempre?” replica la Señora, que no puede salir de esos cómodos lugares comunes: antes había atacado una vez más con “somos rehenes de los delincuentes, Argentina es un país enrejado, la gente tiene miedo, vas por la calle mirando para los costados, te roban, te aniquilan, te matan”, y es entonces cuando Szifrón dice eso. Eso que no se puede decir en televisión, y menos entre gente bien. Es como escupir literalmente el asado. O morder la mano que le da de comer… Con poca sutileza se lo recordarán los indignados comentaristas los días posteriores: ¿por qué mejor no se calla y disfruta ser un ganador, en vez de nombrar la soga en casa del ahorcado? (la Señora se vio obligada a decir que ella cuidaba a “su” gente, faltaba más).
¿Y qué tiene todo esto que ver con Relatos salvajes, me dirán, tal vez con el mismo hartazgo que Feinmann el malo explicando que “no todos los pobres son delincuentes”? (a Dios gracias). Szifrón mismo lo explica: el sistema genera “una violencia contenida enorme” y sabemos que de eso habla su última película, aunque más que una lectura marxista (o “socialista”, como él mismo reivindica) no debe estar muy lejos del “relato salvaje” de la Señora sobre la Argentina actual (ese otro detestado Relato). Un amigo crítico –y en esto sin duda más crítico que el resto– me da una definición lapidaria: “es una película cacerolera”. Imagino que sí (que esa violencia contenida es volcada –con más gracia tarantinesca que ironía andersoniana– sobre el Estado antes que sobre el Mercado), pero aún así no me cabe duda de que será más interesante que Tiempo de valientes (esa revisión demasiado ingenua de los buenos policías y los prejuiciosos progresistas). Aquí ya no habla esa nostalgia por las películas de la infancia (que no puedo dejar de conectar con Comandos azules), sino el inconsciente de la época. En ese sentido, no hay muchos que quieran –y menos que puedan– escupir el asado, incluso entre los cineastas modernos que odian aristocráticamente ese cine industrial al que Szifrón viene a inyectar sangre: y es que –sea vanguardista o clásico– basta con hacer algo tan sencillo como conectar con la “realidad” (más que con un realismo tan agotado en sus certezas como la Señora). Y si es para contradecirla mejor, claro. Algo que el cine argentino, viejo o nuevo, suele hacer poco.
De hecho no puedo dejar de ver esa mesa dominguera como una especie de campanellismo (por “Los Campanelli”, eh) del cine argentino: a la cabecera la diva de la época de oro, aquella que era violada por los jóvenes del NCA de los sesenta en La patota, que ahora refilma Santiago Mitre, cuyo “estudiante” Esteban Lamothe es también parte de la escena aunque prefiera el silencio –¿haciéndose el sota como Roque?–. Entre ellos las generaciones intermedias: Oscar Martínez, con su adustez radical –en el sentido ochentista del término, claro–, mentando hasta la teoría de los dos demonios, y Ricardo Darín –cual personaje indefinido entre la oscuridad de Campanella y la ternura de Bielinsky– tirando bocadillos acercando posiciones… En ese contexto, tan parecido al del mainstream (industrial e independiente), es ciertamente curioso que la sorpresa venga por el lado de Szifrón, convertido de pronto en inesperado héroe de “Los simuladores” e invirtiendo los términos. De hecho también deben haber quedado atragantados los críticos que siempre se quejan del cine “ideologizado” (?), y que no esperaban esto de su gran esperanza blanca. Les tenemos malas noticias: todo discurso es ideológico, como ellos y la Señora misma demuestran (casi con el mismo desdén por todo lo que se les oponga).
Tampoco hay, por tanto, película que no exprese una visión del mundo: en esto Rejtman no es menos político que Campanella (y los nombro juntos porque son de la misma generación –de hecho se cruzaron en la Escuela Panamericana de Arte a inicios de los ochenta– aunque uno sea visto como lo más nuevo que puede dar lo viejo y otro como quien sigue señalando el camino del novísimo cine argentino), o Bielinsky y Burman o Llinás y Trapero (saquen ustedes sus propias relaciones). De Rapado aRelatos salvajes (de las historias mínimas a las historias extraordinarias), en veinte años el NCA parece haber recorrido todo el arco posible –de lo minimal a lo industrial, del autorismo al género–, y necesitar un nuevo sacudón (otra buena escupida al asado) que lo saque de esa falsa alternativa. Mientras tanto, parecemos asistir al éxito de farsas que no pueden asumirse como tragedias (¿no sería digno de una película de Rejtman, o del mismo Szifrón, que la “derecha moderna” –como diría Solanas– denuncie al exitoso cineasta por “incitación a la violencia”?)
Nicolás Prividera / Copyleft 2014
RELATOS SALVAJES: LA CRISPACIÓN DEL RELATO
Por Nicolás Prividera
Una de las más recordadas escenas de Tiempo de valientes (en Szifrón el todo siempre es menos que las partes) mostraba a un policía apuntando a la cabeza de una mujer para que confesara ante su marido su infidelidad: la evidente brutalidad del gesto quedaba redimida ante la inesperada confesión, lo que demostraba que la intuición del policía era más artera que la corrección del protagonista. En esa inversión del punto de vista (del prejuicioso progresista al buen polícía) se resumía toda la moraleja de la película y su “homenaje” a los films de una infancia inocente y feliz. El contenido reaccionario se disolvía así en la amabilidad clásica del relato “bien contado”. Pues bien: Relatos salvajes lleva esa forma al paroxismo, multiplicando esa escena y su justificación narrativa en una gozosa exaltación de la violencia como catarsis. De hecho el film se asume literalmente “reaccionario”: todos los relatos se basan en una reacción límite, que el film aparentemente critica pero finalmente celebra (con menos contradicciones que las de Szifrón en la mesa de Mirtha Legrand).
En aquel sonado programa (sobre el que ya escribimos aquí) Szifrón parecía contestar esos dichos que aparecen apuntados en varios de los relatos: “ahora poné una bomba en la AFIP” tuitea alguien en el previsible episodio “Bombita”, o bien se menciona al pasar la “inseguridad” sin que venga a cuento de nada. Pero esas menciones (¿afirmativas o críticas?) solo dejan lugar a la ambiguedad para contentar a todos los espectadores, tal como la confusa aclaración de Szifrón sobre su participación en ese programa. Sentarse a la mesa de Mirtha o de una Major ya implica aceptar ese contexto mainstream ante el que solo hay una forma de entender una frase como “si tuviera mis necesidades básicas insatisfechas sería delincuente y no albañil”: toda la sutileza que la rodea se desvanece, como de hecho sucede en Relatos salvajes (que podría albergar un episodio que la ilustre). Las “bombitas” de Szifrón van dirigidas solo al Estado (el fiscal corrupto, los empleados genuflexos), mientras que toda otra crítica “social” queda reservada a una misantropía general que se parece demasiado a un “sálvese quien pueda” (o “que se vayan todos”…).
En una crítica a El fondo del mar (la opera prima de Szifrón, que con más humor y menos duración pordía haber sido un relato salvaje más), Guillermo Ravaschino citaba a Hitchcock para recordar que “más vale partir del lugar común que llegar a él”. El cine de Szifrón se complace en ofrecernos versiones esmeradas (incluso inteligentes) del mediopelo cualunquista, cuya moraleja nunca disturba los prejuicios del espectador. Son “cuentos morales” más que “cuentos crueles” (aunque hubieran disgustado por igual a Rohmer y a L’Isle Adam), porque su incorrección no está dirigida a incomodar sino a reafirmar las certezas. Por eso su potencia, narrativa y formal, se basa en el mero y llano efectismo: se trata un cine que “gestiona” sus recursos con tanta efectividad como poca sutileza (la escena del hombre cagando en el parabrisas es paradojicamente casi impensable fuera del mainstream: de hecho el único antececente está en una película under que Miguel Bejo filmó en los salvajes ’70, antes de partir al exilio…).
Su poder está a la altura de su ambición, y el problema mayor reside en su triunfo modélico: ser festejado por crítica y público como ningún otro film o cineasta reciente, de Bielinsky a Campanella. La mención a estos (queridos pero discutidos) cineastas no es inocente, porque estas historias mínimas convertidas en extraordinarias pueden ser vistas como una reversión de buena parte del cine argentino reciente: si el personaje de Darín remite a los citados, el de Onetto remite a Martel y el de Martínez a Burman (incluso el de Rita Cortese parece la versión oscura de Herencia). Quitando todo claroscuro para dejarlos expuestos como puro mecanismo, del mismo modo en que las tramas avanzan a fuerza de golpes (bajos). De hecho el mismo Szifrón parece uno de sus cerebrales personajes arrebatados: ¿qué otro director del nuevo cine argentino podría dedicarle “a mi papá” una película tan cínica? Pero ese es el signo de que no se trata de un film parricida, sino que aun en su violencia respeta los mandamientos. No en vano Szifrón se reserva la imagen del zorro en los títulos. Después de todo, cumple a rajatabla con el viejo ideal de nuestros tiempos violentos: la misantropía con final feliz (para los sobrevivientes).
Nicolás Prividera / Copyleft 2014
Aquí se puede leer la crítica de Jorge García.
Aquí se puede leer mi crítica (con spoiler) en Cannes y 304 palabras más sobre el film.
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