"Por la sangre del respaldo del sillón podía deducirse que había consumado la acción sentado ante la mesa de escribir...”

30 AÑOS DESPUÉS

Fue escrita a los 21 años y publicada a los 25. Se trataba de la primera novela de Alan Pauls, cuyo título, después de una breve disputa que perdió rotundamente frente a Enrique Pezzoni, el editor de Sudamericana, terminó siendo El pudor del pornógrafo. Ese título condensaba con justeza la historia de un escribiente que contesta inquietudes sexuales en los correos de una revista erótica, pero que sin tiempo para ver cuerpo a cuerpo a su amada termina por escribirle cartas también a ella. Treinta años después la reedita Anagrama. Aquí se anticipa el posfacio que Alan Pauls escribió especialmente para el aniversario, una reflexión sobre el nacimiento de un escritor y la potencia creadora, que lo convierte en una máquina de leer y escribir.
 Por Alan Pauls
Hace algún tiempo, cuando la idea de reeditar El pudor del pornógrafo empezó a tentarme, se me ocurrió que el único truco capaz de dar cuenta del abismo que había entre el momento en que lo escribí y el presente –sea lo que sea eso que seguimos llamando con todo descaro presente– era publicar el libro tal cual, sin cambiarle una coma, pero bajo otro nombre. Preservar el libro en su valor “documental” (antiborgismo máximo), pero atribuirle un autor nuevo (borgismo básico), a la vez falso (porque jurídicamente aberrante) y archiverdadero (porque el adolescente trasnochado de pañuelo al cuello que posaba en la foto cordobesa de la contratapa, ahora, sólo podía salir de su ensoñada autosuficiencia interpelado por un nombre falso). El drama, en efecto, era el del eco, es decir: el del anacronismo. Cómo responder a lo absolutamente inactual; quién (qué clase de quién) responderá por una novela de las llamadas “primeras novelas”, escrita, para colmo, más de treinta años atrás. Una novela que –dicho sea de paso– sigue perteneciendo al género epistolar y, como las polillas alrededor de la luz, no para de merodear los dilemas de la correspondencia, la ponderación, la responsabilidad. Puede que el truco fuera pueril, pero me pareció astuto y pertinente –dos virtudes que no siempre van juntas a la hora de calificar trucos–, muy a tono con el giro conceptual que viene sufriendo todo en los últimos tiempos, y diría que hasta justo. Tan justo que mientras lo testeaba con amigos sentí que me rozaba una sombra de vergüenza, como cuando anunciamos una perfecta obviedad con una exaltación de pioneros: aun en el caso de que el truco fuera realmente tan justo, seguramente yo lo descubría tarde, tardísimo, cuando el mundo entero ya lo había descartado por evidente.
Idiota o genial, sin embargo, el truco, al menos para mí, no carecía de fundamento. Reeditar un libro enseguida tiene algo vulgar y halagador. El efecto de la repetición recae sobre el autor y lo ratifica, como cuando el tío loco de Prénom Carmen de Jean-Luc Godard, interpretado por el mismo Godard, se palmea el cuerpo para chequear que existe. La reedición, aunque sea en el reino imaginario, despeja o aplaca dudas primerizas: ¿soy un escritor?, ¿quién soy como escritor?, etc. Pero con treinta años de delay el proceso funciona más bien a la inversa. Sobresalta –diana brutal– a todo un batallón de dudas dormidas y las pone de pie y les salpica la cara con el agua helada del invierno y las alista... ¿para qué? –me pregunto–. ¿Para qué desafío, para qué batalla estúpida que ya no tenemos fuerzas ni ganas de librar, de la que ni siquiera sabríamos cómo desertar ni por qué, ni adónde huir en el caso más que improbable de que sobreviviéramos a los primeros disparos?
Con El pudor, la duda no era tanto qué sentido, qué valor podía tener repatriar del limbo confortable donde dormía una novela escrita treinta años antes. La pregunta capital era si tenía derecho; si yo, a los cincuenta y cuatro, tenía derecho a firmar todavía el libro que había escrito a los ventiuno y publicado a los veinticinco. Me hubiera contestado que sí si el libro, en ese lapso, hubiera cambiado. Siempre envidié el anhelo –creo que de un artista norteamericano contemporáneo, Claes Oldenburg, quizás, o Robert Rauschenberg (la memoria es eso: el lugar no de la verdad o el error sino de una oscilación siempre significativa)– de que algo en la obra variara en el intervalo que le llevara al artista salir al balcón a fumarse un cigarrillo. Pero el sueño, verosímil en pintura, es problemático en los libros, tanto menos sensibles al influjo de la luz o la temperatura que el color o las formas plásticas. Me temo que el libro no cambió, ni siquiera bajo el efecto de esas variantes de la luz y la temperatura que son las lecturas. Yo, previsiblemente, sí.
Descartado el truco, descartadas las mutaciones milagrosas que la novela podía haber sufrido mientras su autor (y los lectores) miraba para otro lado, quedaban las preguntas de rigor: ¿quién era ese yo entonces? O más bien –como se preguntaba el gran Oscar Masotta en “Roberto Arlt yo mismo”– ¿qué era? Y ¿en qué condiciones un libro como El pudor del pornógrafo pudo ser escrito? A los veinte años uno es una máquina de escribir. Es el artefacto con el que escribe (en mi caso, la vieja Continental alemana de mi abuela alemana, con las ü y las ö que mis dedos germanófobos miraban siempre de lejos, como presas exóticas, esperando con ansiedad la aparición del nombre extranjero o la cita pedante que los obligara por fin a usarlas), pero también, básicamente, lo que lee. Entre leer y escribir (dos polos no especialmente distantes de un mismo aparato digestivo) casi no hay mediaciones; habrá a lo sumo alguna intervención puntual, interesada, estratégica, que no inventa nada pero acaso tuerza o interfiera la fluidez de ese libre tránsito y a veces, en los casos más auspiciosos, insinúe la aparición de otro aparato, parásito del digestivo pero radicalmente heterogéneo.
Mi dieta de entonces era lo que la época llamaba “géneros menores”, categoría despectiva de la que el espíritu militante de la crítica llamaba a apropiarse (y que fue el tema del segundo y último número de Lecturas críticas, la revista de teoría literaria que habíamos fundado con un grupo de estudios egresado de la universidad de las catacumbas): diarios, memorias, testimonios, autobiografías, relatos de viaje, carnets. Y cartas.
Blasón retro de una época que se jactaba de posthistórica, “lo epistolar” estaba en el aire. Derrida se ocupaba activamente de remitentes, firmas, posdatas. La vieja devoción de Benjamin por las tarjetas postales revivía en la neomilitancia de Serge Daney, que, viajero impenitente, se negaba a sacar fotos en países ajenos y sólo enviaba las postales que le ofrecía cada lugar que pisaba, cuanto más triviales mejor, anteponiendo las industrias locales de la imagen a la voracidad privatizadora del turista. Para mí, no había otras cartas que las que Kafka escribió a sus mujeres, Felice y Milena. Un libro memorable de Deleuze y Guatari me había enseñado a leerlas al mismo nivel que El proceso o La metamorfosis, no como hojarascas personales sino como verdaderas máquinas de escribir y pensar, menos digresiones de vida que manuales de uso de la obra. Mi intervención (mi estilo, digamos) consistió en corromperlas con otro flujo epistolar que me era casi tan precioso: los correos sexuales de las revistas eróticas que –robadas del placard de pulóveres de mi padrastro, todo un connaisseur– habían fogoneado mis días de adolescente. (Si hablo de erotismo, yo, su detractor principal, es sólo por una razón técnica, porque no podían ser porno revistas que todavía creían en el texto, y Penthouse y Oui, pese a esas dobles páginas donde unas jóvenes vulvas nos sonreían desde el cielo de un pubis afeitado, creían en el texto casi tanto como Barthes. Si no, ¿por qué dedicar un mínimo de dos páginas por edición a publicar y comentar las aventuras de oficina, los estupros, los éxtasis incestuosos, los cuartetos interraciales, las dobles penetraciones simultáneas, la caída de bastiones inexpugnables (cuñadas, maestros, sobrinas, padrastros, suegras) en decorados de comedia (cocinas, cuartos de herramientas, cámaras frigoríficas) y todas las fantasías de sus lectores, tan extremas y tan convencionales?
El pudor es el resultado de ese tiroteo cruzado de mensajes embotellados: la historia de un escribiente doblemente devoto (como amanuense y como enamorado) que contesta inquietudes sexuales de corresponsables anónimos y, saturado de trabajo pero incapaz de rechazarlo, émulo invertido del heroico Bartleby, no encuentra tiempo para ver a su amada y decide hacer contacto de la única manera que le queda: escribiéndole. Hasta que el amor, como suele pasar, se cruza con la abyección –su doble siniestro– y todo se desfonda, todo naufraga en una promiscuidad de sospecha y desesperación. El héroe, por lo que recuerdo, no sabe nada de sexo; nada específico, en todo caso. No es sexólogo, ni fue actor porno (como Ron Jeremy), ni ejerció la prostitución (como Xaviera Hollander), las expertises más comunes entre las que solían reclutarse esa clase de consultores. ¿Qué lo autoriza entonces? ¿Qué clase de capital lo ha puesto en ese puesto? La novela, me temo, nunca lo aclara. (Aclarar ese tipo de cosas me parecía entonces el colmo de la indignidad, la antiliteratura por excelencia.) El héroe del Pudor, como los de Kafka, no tiene nada: ni nombre (¡ni siquiera una inicial!), ni curriculum, ni familia. No tiene pasado. (Ya lo tendría, ya lo tendría...) Sólo tiene lo que es, y lo que es no es más que lo que hace, esa fiebre que es su práctica: escribir. Esa es su única autoridad. Eso –una especie de connaturalidad originaria, incondicional, con la escritura– es lo único que explica que esté ahí, en esa habitación, encadenado a ese escritorio, contestando día y noche las porquerías que muy pronto, para su espanto y su fruición, reconocerá vagamente citadas en las esquelas de amor que le destina su amada.
Sublimar las pasiones bajas, degradar el oro de la cultura: algo en El pudor traducía ya las misiones de una época canalla y vulgar, que sin embargo fue la mía y la de muchos que sigo admirando, y fue la época en que “me hice” escritor, según esa voz media tramposa en la que ahora leo menos la épica de un aprendizaje que el indicio de una impostura de la que nunca me libré, fundada como está en la convicción de que, comparado con escribir, ser escritor no es sino una veleidad canalla y vulgar, que se puede sostener –como cualquier veleidad– pero con la que conviene no coincidir nunca del todo. Había entonces algo más que prudencia en no coincidir del todo; había un núcleo de vehemencia, una cierta pasión que la época –ya en tránsito de lo artístico a “lo cultural”– bautizó con un nombre eficaz: parodia. Se hablaba mucho de parodia en esos días, casi tanto como de cartas. Lecturas críticas había despellejado el tema en su número inaugural, presentado una noche tórrida de 1980 en la Fundación San Telmo, con Alberto Laiseca –del que habíamos leído Su turno y publicado un fragmento de Los Sorias y al que ungíamos parodista supremo– como invitado estelar. ¿Era paródica El pudor? Algo en la retórica de la novela (además de las voces teóricas que la trabajaban) parecía indicar que sí: cierto arcaísmo enfático, el experimento con una ingenuidad sofisticada, el placer de flirtear con formas de comunicación que ya entonces, cuando hasta el fax sonaba a ciencia-ficción, eran vetustas... Así, en todo caso, la leyeron los pocos que la leyeron. Así la leí yo, probablemente, las pocas veces que me tocó hablar de ella. (Creo que contesté dos entrevistas, las dos hechas por amigos: el “mundo literario” era un bello paraíso de escasez y discriminación.) Leímos la distancia y los instrumentos para fabricarla (archivo, tradición, citas, déjà vus), pero pasamos por alto aquello respecto de lo cual la novela se forzaba a poner distancia, ese agujero negro del que había que mantenerse lejos, a salvo, como asunto de vida o muerte, y que, distanciado y todo, latía en la novela como un corazón peligroso.
No releí El pudor (escribo esto sin haber mirado el pdf con las pruebas), pero cuando lo haga sé cómo la voy a releer: como una novela de terror. Es el terror, siempre, lo que obliga a retroceder, a poner distancia o comillas. Las cartas sin duda eran la tradición saqueable, una cierta materia prima novelesca, un género y una esgrima de enunciación disponibles, todo lo cual autorizaba, de algún modo, la dimensión de artificio con la que se encarnizaban las lecturas paródicas. Pero sobre todo eran terror, la matriz de vértigo donde cristalizaba de manera drástica, como los decretos-ley que tanto le gustaban a Kafka, algo que en la escritura asomaba más bien, y sólo para los que se atrevían a concebirla, como una posibilidad: que cuando yo escriba esto el otro ya esté muerto; que cuando el otro lo reciba el muerto sea yo.
Nada más personal, nada más marcado que una carta. Ningún texto más sembrado de huellas –las del que lo escribe, las de aquel a quien está dirigido–. Y sin embargo –es la lección terrorífica de Kafka–, nada más amenazado que esa reliquia, nada más precario y frágil que ese lazo de intimidad que la carta sella con su autor y su destinatario. Porque la carta se envía y, enviada, en viaje, queda como en suspenso, cortada de todo, en el aire, como ofrecida a un mercado ávido de peligros: intrusos, impostores, espías, usurpadores... De ese terror habla El pudor del pornógrafo. O ese terror, mejor dicho, es de lo que habla en la novela. Ese terror y el fantasma que para mí, en esos años, mejor lo dramatizaba: el fantasma de la intercepción. Como lo ponen en escena las historias de espionaje, toda carta, por insulsa que sea, siempre es un secreto y está en clave, sólo que esa condición encriptada es cualquier cosa menos una garantía de seguridad. Expone la carta más de lo que la ampara, la pone a disposición y, en el sentido más sexual de la palabra, la entrega. ¿A quién? A otros, por supuesto: a todos los otros del otro al que estaba llamada a llegar.
Gocé del terror escribiendo El pudor. Por tortuoso que suene, eso prueba que no había mucho lugar para la parodia en mis cálculos. Sin saberlo, estaba de algún modo en una situación parecida a la de Manuel Puig en 1968, cuando publicó La traición de Rita Hayworth y el veredicto “parodia” cayó sobre el libro, menos para leerlo que para domesticar la fuerza perturbadora, innombrable, de su energía, el modo misterioso en que entraba en relación y vampirizaba todo lo que no era él. Cuatro o cinco años más tarde publiqué un librito sobre Puig, una especie de monografía universitaria que pretendía, entre otras cosas, refutar la lectura que había hecho de Puig un parodista de la cultura popular. Pero la idea ya estaba antes, ya estaba –tan implícita que no podía verla– al escribir El pudor. No se trataba de parodiar el régimen epistolar, se trataba de ver hasta dónde se podía gozar del terror. Cuánto podía resistir el terror la erosión de mi goce, y sobre todo en qué quedaría convertido después. Eso no es parodia. Eso, acá y en la China, es perversión.
A propósito, por entonces traducía. Traducía lleno de fervor El deseo y la perversión (Buenos Aires, Sudamericana, 1984), una antología de ensayos más o menos heterodoxamente lacanianos de los que recuerdo muy poco (la prosa imposible de Guy Rosolato, algunas páginas excitantes sobre la erotomanía, un nombre propio eufónico: Piera Aulagnier-Spairani), pero cuyos ecos, descuento, resonarán todavía en la novela. Me intriga ese fervor. Era teórico, por supuesto (el lacanismo formaba parte de mi máquina de escribir), pero mostraba al mismo tiempo una hilacha barata y sospechosa, un destello de baba lúbrica muy parecido al que debía brillar en los labios de mis abuelos cuando hojeaban de jóvenes el capítulo “Aparato reproductor” de un manual de anatomía. Yo entendía lo que traducía (entendía incluso los axiomas agramaticales de Rosolato sobre el fetichismo), y gozaba de lo demás: el síntoma, la descripción clínica, el caso. El quiasmo era perfecto: leía la literatura lacaniana con la fruición baja del calendario del taller mecánico, así como antes había leído el polvo de los concuñados en el cuarto de servicio de Penthouse con el deleite de un deconstructor cejijunto. Eso también entraba en el fantasma de la intercepción. Era su versión entusiasta, experimental. Escribir era ir a ver qué pasaba si todo (cartas, cuerpos, literaturas, teorías) caía en las manos equivocadas.
Pero si eso fue posible es porque algo llegó sin ser interceptado. Algo tuvo que caer en las manos correctas. Las únicas, dicho sea de paso, en las que una primera novela como El pudor del pornógrafo podía encontrar lugar: las manos de Enrique Pezzoni, cerebro de la editorial Su-damericana (y destinatario, no por azar, de la versión castellana de El deseo y la perversión, texto que, recuerdo, lo hacía reír a carcajadas y soltar por un segundo sus sempiternos cigarrillos de filtros mordidos). El pudor del pornógrafo iba a llamarse En el punto inmóvil. Supongo que era mi modesta contribución a la moda de títulos abstractos y levemente ingenieriles que mi entonces ídolo absoluto Wim Wenders (pero mucho antes que él su ídolo absoluto, Alexander Kluge) venía imponiendo desde fines de los ’70 con películas como Movimiento falso o En el transcurso del tiempo. Se llamaba En el punto inmóvil, de hecho, en el manuscrito que presenté a un concurso de novela a principios de los ’80, y seguía llamándose así un mes más tarde, cuando pasé a retirar las dos carpetas color salmón atravesadas con un NO gigantesco estampado, más que escrito, con un lápiz negro que pedía a gritos una sesión de sacapuntas. Pezzoni, uno de los jurados del concurso, no debió acordar del todo con el veredicto de sus pares, porque pronto me hizo saber de su interés por publicar la novela. Yo entraba en mi fase Citizen Kane. ¿Pezzoni (dandy lector, didacta depravado, el más moderno de todos)? ¿Sudamericana (la editorial que, de Faulkner a Donleavy, pasando por Cortázar, me había quemado las pestañas)? Era sólo el comienzo. Como Welles con su opera prima, pude elegir todo: al tapista (Hernán, un amigo “diagramador”, como se decía entonces, el mismo que había diseñado Lecturas críticas), la ilustración de tapa (un Klee poco conocido, cuyos caracteres jeroglíficos terminaron pisoteando la tipografía del título) y al contratapista, el íntimo Luis Chitarroni (cuando tener colgado un Chitarroni en tu contratapa no era el hit hype ultra pop que es hoy). Lo tenía todo. ¿Por qué, teniéndolo todo con mi primer libro, seguí escribiendo? ¿Por qué no me resigné a esa perfección inaugural?
Un día, hablando por teléfono de otras cosas –yo había entrado a enseñar en Introducción a la literatura, la cátedra que él dictaba en la Facultad de Filosofía y Letras–, y casi al pasar, como si leyera un ítem escrito a las apuradas en un rincón del bloc del teléfono, Pezzoni me dice:
–Ah, ¿cuándo vas a tener el título definitivo?
–¿Perdón?
–El título de la novela. ¿Cuándo lo vas a tener?
–Tiene título la novela.
–¿”En el punto inmóvil”? Eso no es un título. Pensá algo mejor. Y apurate: mirá que no queda tanto tiempo.
No sé si colgó, pero para mí la conversación terminó ahí, sin siquiera un plano sádico de mi cara demudada. ¡El título! Hubiera aceptado todo (mentira), cualquier sugerencia (mentira), cualquier corrección (mentira). Pero ¿cambiar el título? ¿El nombre propio del libro? Estaba escandalizado. En el punto inmóvil era tan bueno. Contra un fondo rojo sangre de plaza de toros, me vi tomando un taxi, volando a la imprenta y parando las máquinas (que en ese momento probablemente estuvieran imprimiendo El deseo y la perversión). Un par de amigos poco obsecuentes con los que me crucé (Chitarroni entre ellos) me consolaron. Ninguno me dio la razón. Me puse a pensar por qué, y mientras se me escapaban todas las respuestas, como un ejercicio de intransigencia y desprecio, para encontrarlos y guardármelos y llevármelos conmigo a la tumba, y condenar a Pezzoni a vivir para siempre sin ellos, barajé títulos alternativos. El pudor del pornógrafo fue el segundo que pensé, y el único que le cité –a regañadientes, en voz muy baja, sólo porque él acababa de reclamármelo– en otra conversación telefónica.
–Fantástico –dijo, después de lanzar otra de sus carcajadas bufas–. ¡Muy sexy!
Escribir no es difícil. Lo difícil es seguir escribiendo. ¡Todo conspira tanto! Pero ¿no es eso lo que hacen los buenos editores: conseguir (con astucias, engaños, adulación, cheques, como sea, pero siempre leyéndolos) que los escritores sigan escribiendo? Yo seguí. Muchos años después di con esta frase: “Por la sangre del respaldo del sillón podía deducirse que había consumado la acción sentado ante la mesa de escribir...”. Por un momento pensé que era una frase del Pudor. El epígrafe, quizá... Pero era imposible: a la edad de Werther, yo no había leído el Werther. O tal vez sí: lo había leído vía Stendhal, vía Barthes, pero sobre todo vía... El pudor del pornógrafo. Algún escritor decía que se había puesto a escribir porque la literatura ya no le ofrecía los libros que quería leer. Yo, que nunca fui tan lector como cuando empecé a escribir, creo que me puse a escribir para leer todos los libros que por falta de tiempo, prejuicio o miedo sabía que no leería en años. Cuando leí por fin el Werther, no fue Barthes (que lo cita hasta gastarlo en Fragmentos de un discurso amoroso) el que compareció, sino ese esclavo del escribir que protagoniza El pudor, ese mártir que, como el pobre Werther, que se pega un tiro mientras escribe su última carta a Lotte, bien hubiera podido salpicar, sentado ante la mesa de escribir, el respaldo de su sillón. Tal vez Werther, leído demasiado tarde, sea el eslabón perdido entre El pudor del pornógrafo y El pasado, es decir: entre un libro nacido de la idea de que cortar con “la vida” es condición sine qua non de la ficción, y otro nacido de la idea de que no hay ficción que no nazca del tráfico entre la literatura y “la vida”. Werther, el héroe de El pudor, yo mismo: todos fieles, todos creyentes, todos kamikazes del escribir.
Teníamos veinte y un ritual: inscribir nuestras novelas en el registro de la propiedad intelectual el mismo día que las presentábamos a los concursos, es decir, fatalmente, el día de cierre, con las últimas correcciones todavía frescas. (Qué raro era ese ceremonial. Qué raros el rigor, el escrúpulo que le dedicábamos –nosotros, que en todo lo demás, escribir inclusive, chapoteábamos alegremente en el desastre–. Esas excursiones a la calle Talcahuano eran nuestros quince minutos de escritores profesionales. No éramos nadie, no habíamos publicado una línea, pero atesorábamos como trofeos esas constancias de copyright amarillentas que, recién selladas por una vieja empleada que fingía reconocernos, nos guardábamos al salir en el bolsillo más recóndito, más pegado al cuerpo, convencidos de que así disuadíamos, y de paso humillábamos, a las docenas de mediocres con iniciativa que acechaban a la vuelta de la esquina, ávidos por hacerse de un buen inédito sin tener que escribirlo.)
Así, en ese estado de excitada urgencia recibió El pudor (por entonces todavía En el punto inmóvil) su reconocimiento legal, trámite obligatorio para aspirar al premio que no ganó. Cuando salí de la oficina miré hacia la plaza de enfrente. Me pareció reconocer a dos amigos, los dos escritores, sentados en un banco de madera. Con uno, narrador, que también se presentaba al premio, habíamos compartido días atrás por teléfono los clásicos pechazos de rivalidad, la clásica caballerosidad de los primerizos: “Si no lo gano yo, que por lo menos te lo den a vos, así me invitás a comer”, etc. Eran muy amigos entre sí, amigos de una amistad que yo envidiaba bastante poco saludablemente. Uno, poeta, estaba sentado un poco más arriba, en el borde del respaldo del banco, con una mano abandonada sobre el hombro del otro, cuyo cuerpo, grande, pesaba en el asiento con una extraña gravedad. Olí algo feo, algo de una fealdad –me di cuenta a medida que me acercaba– cuya existencia nunca me había atrevido siquiera a considerar. El poeta alzó la cara y me miró sin hablar. El narrador estaba mirando el piso, los codos clavados en las rodillas, las manos muertas en el vacío. Me miró: tenía la cara arrasada por las lágrimas. La desgracia, de algún modo extraño, lo rejuvenecía. Me contó que su novia se había suicidado un par de días atrás. Lo había llamado por teléfono para decirle que se sentía mal, muy triste, y pedirle que estuviera con ella. El le rogó que le diera tiempo, corregía a toda máquina una novela, apremiado por el cierre del concurso. Dos días, sólo dos días, y estaría con ella, irían al Tigre y todo estaría bien.
A fines de los ’50 llamaron cinéfila a la comunidad de fanáticos –mezcla de huérfanos y rebeldes– que creció y se formó y se relacionó con el mundo y amó a través de las imágenes del cine. ¿Cómo llamar a los que hicieron pasar todo por la escritura? ¿A los que hicieron de escribir no sólo una práctica, una pasión, sino una forma de vida capaz de integrarlo y desintegrarlo todo? ¿Grafófilos? Sí, veo El pudor como una especie de manifiesto grafófilo, un alegato autista y devoto, desinteresado y terco, intransigente y cándido. Un libro lo suficientemente sincero (¡yo, que nada detesto más que la sinceridad!) para desplegar todo aquello en lo que cree y también todo el horror que aquello en lo que cree le despierta, congelándole la sangre, cuando vuelve escandalosamente visible hasta qué punto esa creencia, que amplía el mundo y lo embellece, y lo vuelve rico y complejo y único, hasta qué punto lo amenaza también, y lo ensombrece, y lo empuja al desastre.
Puedo, treinta años después, no reconocerme en el tono del Pudor, ni en la calaña de su “ambición”, ni en sus pavoneos técnicos (que cito, insisto, de memoria, como si prefiriera constatarlos en una alucinación antes que en la letra). Pero es un libro de creyente, y la desfachatez absoluta de esa apuesta sigue tomándome por sorpresa, sigue clavándome contra la plancha de corcho de la pared como un alfiler el cuerpo de una libélula. Si hay algo allí que decir, digo: eso soy yo. (Eso son, digo, los muchos de mi generación que admiro y que leo y que me honrarían si pensaran en esto como yo, más o menos como yo.) De modo que quizá se afine ahora otra hipótesis, radicalmente opuesta a la que abre este posfacio a todas luces demasiado largo, salido de sí, urdida con ayuda de la esfinge con bigote cepillo que escucha mis devaneos dos veces por semana desde hace más de un lustro. No, no buscaba un autor apócrifo para dar cuenta de una diferencia. Lo necesitaba para ocultar una identidad. Necesitaba otro yo que disimulara todo lo que sigue identificándome con un libro olvidado, todo lo que haría recaer sobre mí, treinta años más viejo, más creyente, más culpable, toda su juventud, su devoción por la causa y los más fúnebres de sus ardores.

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