Por Roger Koza
En Twitter, en su histérico espacio de publicación acotada, Adrian Martin, el brillante crítico de cine australiano, escribió recientemente: “No hay nada, absolutamente nada interesante en Ninfomaníaca de Von Trier, excepto hacer que Spring Breakers se parezca a Gertrud de Dreyer”. La provocación es cinéfila, pero también sugiere que el nuevo filme del cineasta danés, aquel que se sintió un compadre de Hitler en el Festival de Cannes de 2011, no es otra cosa que un conjunto de banalidades revestidas de arte.
La comparación de Martin es precisa en cuanto que Spring Breakers pasaba para el espectador desatento como un relato hot, acaso como una mera explotación de la decadencia americana y su expresión juvenil en nuestro tiempo. Pero el filme de Harmony Korine era mucho más que una suma de idioteces y pasajes violentos matizados por escenas de erotismo soft en donde las chicas estadounidenses se daban todos los gustos en vacaciones. Korine sugería otra cosa: la secreta relación entre la macroeconomía y la economía libidinal. En otras palabras, un modelo económico que configura un estilo de vida tiene siempre una expresión indirecta en las formas que toma la sexualidad. De eso iba el filme de Korine: las chicas jóvenes se iban de juerga, pero en esa especie de suspensión erótica de la ética salían a la superficie los rudimentos de una cultura sostenida en el tráfico de drogas, las mafias y una sexualidad que no es otra cosa que un bien de consumo.
El sexo en el cine, como sucede con la representación del dinero, es una figura clave de cualquier ideología. Todo orden simbólico codifica los placeres sexuales. Lo que sucede del ombligo hacia abajo nunca está librado al azar.
¿Qué le preocupaba un mes atrás a ese miembro de la municipalidad de Trelew que prohibió la proyección de Solo, un filme de Briem Stamm, en un Espacio Incaa? ¿Puede la historia de dos jóvenes que se conocen por chat y pasan una noche juntos amenazar el imaginario moral de la Patagonia? La sexualidad del filme de Stamm es paradójicamente timorata. ¡Ni siquiera se ven genitales! ¿Qué pasará, en este sentido, con dos filmes galardonados en Cannes 2013, La vida de Adèle y El desconocido del lago, películas en donde se ve de todo? No hace falta ser adivino para saber que a Trelew no llegarán.
No faltarán aquellos que juzguen de pornográficas las escenas eróticas de los filmes de Abdellatif Kechiche y Alain Guiraudie. Pero antes de que se desate la tormenta hay que decir una cosa: son dos películas extraordinarias en donde la vida sexual resulta una expresión directa del placer físico de estar vivo. En tiempos del matrimonio igualitario, nada parece amenazar la libre circulación de estas películas. ¿Será así? Un test real de progresismo.
Más allá de la homosexualidad
En La vida de Adèle (estrenó este jueves en Córdoba), dos chicas, una de clase trabajadora y otra de clase media alta, se enamoran. Adèle estudia para convertirse en docente, mientras que Emma se dedica a la pintura. Tras un encuentro azaroso en una discoteca, precedido por un cruce callejero, Emma, que es un poco más grande que Adèle, la iniciará en su homosexualidad. No se trata solamente de erotismo, excepto que al término Eros se lo resignifique e indique una aplicación del concepto a una dimensión del deseo que excede la sexualidad. Es que si hay algo que transmite La vida de Adèle es el deseo de vivir, a través de la conducta de sus dos protagonistas, en especial Adèle. Lo que sucede en la cama es tan sólo una expresión del deseo, una fuerza que va más allá de la praxis sexual. El deseo es el movimiento que impulsa a todos los sujetos, y es esto justamente lo que evidencia el filme: deseo por el otro, deseo de conocimiento para ser otro, deseo de reconocimiento de los otros. La vida de Adèle también puede ser analizada como un relato de crecimiento articulado en el valor del conocimiento, una condición de posibilidad para la movilidad de clase y la reinvención del yo.
La gran polémica pasa por las tres escenas de sexo lésbico que Kechiche elige incorporar en su filme de casi tres horas de duración. Las acusaciones han sido de todo tipo: imposición de una mirada masculina en la puesta en escena que ordena las escenas de sexo, expresión taimada de una fantasía machista; explotación directa de las actrices que, tras festejar junto al director en Cannes la conquista de la Palma de Oro, denunciaron el maltrato de Kechiche en el set(aparentemente, los buenos resultados respondieron a un método extenuante y una exigencia desmedida); finalmente, se pudo escuchar otra voz, de disidencia: Julia Morah, autora de la novela gráfica en la que el filme está basado, expresó su absoluta disconformidad acerca del erotismo del filme: “Las escenas de sexo son ridículas”.
Como sucede con cualquier acto sexual descontextualizado, todas las posiciones amatorias aisladas de su sentido vincular son ridículas. Las acrobacias del sexo y los sonidos de los amantes, sin la sublimación mediante que experimentan en el acto de amarse los involucrados, son absurdos. He aquí el problema del porno: más allá de la sorpresa de una anatomía específica, el porno es mecánico y repetitivo en su propia lógica, lo que explica cierta poética absurda que introduce un mínimo de relato, como si se tratara de un lubricante simbólico que suaviza las proezas primitivas de los actores. Sucede que en el porno lo ridículo siempre se avizora, y es por eso que el registro necesita una mínima protección simbólica, el profiláctico narrativo que le otorga al coito un cierto sentido.
Lo extraordinario de las escenas eróticas del filme de Kechiche consiste en evitar la segmentación de los planos y seguir, por consiguiente, la fluidez de la experiencia de los amantes. En el porno se evita la segmentación en el montaje, y el objetivo consiste en la excitación del voyeur, pero los planos largos y la duración de la escena en La vida de Adèle apuntan hacia otro lugar de la experiencia y la recepción. Aquí, el sostenimiento del plano debe dar cuenta del placer de las amantes, un placer que va más allá de la sexualidad lésbica y de toda poética asociada al porno. No se trata de excitación, se trata más bien de una rara confirmación, ante nuestros ojos, de la potencia de la vida sexual, un vitalismo de primer orden al alcance de todos.
El sexo, finalmente, es una práctica celebratoria en donde dos sujetos, en este caso dos mujeres, pueden ayudarse a experimentar sus cuerpos como superficies capaces de un placer legítimo que no es otra cosa que la revelación física del acto de vivir junto a otro. Es un instante en el que se intensifica la materialidad del organismo, el placer real y verificable de un cuerpo que sustituye cualquier descripción de los místicos sobre las fantasías del éxtasis. Instante en el que también se neutraliza, al menos por unos minutos, la diferencia de clases, una inscripción social que siempre está presente, incluso en la propia memoria del cuerpo. Justamente, el gran mérito de La vida de Adèle pasa por desmarcarse de una política de la identidad o la diferencia y hacer hincapié en una política de la diferencia de clase. Finalmente, la relación entre Adèle y Emma responderá a un imperativo de clase. Extraño dictamen amoroso y lucidez sombría de un relato: la conciencia de clase se impondrá a la utopía erótica en donde los amantes olvidan por un momento su constitución estructural como sujetos en una sociedad específica.
En marzo se estrenará El desconocido del lago. Si La vida de Adèle puede llegar a escandalizar a algunos, el filme de Guiraudie exigirá aún más: el sexo es por momentos explícito y el placer de los hombres en una playa de levante será un escándalo para el pastor de las buenas costumbres. Pero El desconocido del lago no sólo es otra película que materializa el placer del sexo, sino que es, posiblemente, una de las películas más hermosas de la historia del cine para entender el sentido de la amistad entre los hombres.
Comentarios
Publicar un comentario