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EL MERCADO DEL DESEO Y SUS FRUSTRACIONES
EPISODIOS DE TECNOLOGÍA Y AFECTIVIDAD
Christian Ferrer
“Imagínate una ciudad en la que todo el mundo fuera tu padre, tu madre o tus hijos. ¡Qué grande y bonita familia! Diógenes no se conforma con tener uno, dos o tres hijos: ¡Quiere miles, millones! A ti mismo, te lo digo, te quiero como un a un hijo, y cada hombre de mi edad es mi hermano; cada viejo, mi padre; y cada vieja, mi madre. Si sólo dependiese de mí, celebraría un gran matrimonio entre todos los hombres y todas las mujeres, y haría que los hijos fuesen comunes”.
Diógenes el cínico a su alumno Andróstenes, siglo V antes de Cristo
La familia despareja
En la mayoría de las culturas la familia lo es todo. Así sucede en China, donde la trama de relaciones familiares, particularmente en las zonas rurales, desde siempre ha constituido la casi única protección contra los abusos de los poderosos, sea bajo los emperadores de otras épocas o bajo los dignatarios del Partido Comunista actual. Eso mismo ocurre al día de hoy en la mayoría de los países de tradición islámica del cercano Oriente y del norte de África, donde la familia es unidad referencial y asistencial, a la vez acoplada, en asuntos políticos, a clanes o tribus y más secundariamente a partidos políticos. Y así sucesivamente. Por el contrario, en Occidente, durante la época moderna, la red familiar extensa fue comprimiéndose en un núcleo reducido y muchas veces aislado, una suerte de refugio, o de bunker, que solía ser llamado “familia burguesa”, o patriarcal, según se mire, o quizás pueda considerársela simplemente como una neurosis, un experimento que parecía destinado a perdurar pero que se reveló incómodo, inclusive traumático, hasta acabar, en el último medio siglo, desagregándose en una variedad de ensamblajes por ahora provisorios.
Aún hay muchísimas familias “tradicionales”, pero abundan las desmembradas, es decir con padres separados, que a su vez se reencausan en otras parejas, a veces varias sucesivas, que también pueden superponer camadas de hijos en el proceso o bien no hacerlo. Hay familias monoparentales. Hay madres sin pareja que han gestado hijos por decisión propia, muchas veces merced a la “inseminación artificial”, es decir la ovodonación, los bancos de esperma o la fertilización “in vitro”. Hay padres y madres heterosexuales, gays, lesbianas, travestis, o bien amalgamas de todos ellos. Hay progenitores primerizos jóvenes, otros adultos, y otros aún de la “tercera edad”. Hay madres adolescentes y otras que, con auxilio médico y técnico, han logrado serlo a sus seis décadas de vida. Hay niños adoptados y padres adoptivos. Hay madres “solteras” y hay hombres que crían a sus hijos en soledad por ausencia voluntaria de la madre. Hay hijos nacidos de un “alquiler de vientre” que nunca han conocido a su “madre biológica” y otros que son fruto de úteros “prestados” por una amiga de la pareja, o por una cuñada, o una tía, incluso la abuela. Hay niños criados por los abuelos, no por sus padres. Y además se acumulan en el mundo los huérfanos, estacionados en instituciones que antes eran llamadas “casas de expósitos”, es decir “expuestos” para su entrega. En fin, también existen los niños abandonados a la buena de Dios. Algunas de estas variantes de cóctel han sido posibilitadas por los desarrollos tecnológicos de las últimas décadas y esto no es un dato menor, pues por primera vez no es necesario el empalme carnal entre dos personas para producir un embarazo.
Lo cierto es que la institución familia, en Occidente, ha demostrado ser notoriamente plástica y ha podido adecuarse a los sobresaltos de la historia reciente del matrimonio con mayor o menor ductilidad, pero lo ha hecho. El signo de la familia actual es la metamorfosis. En cambio, la pareja se ha mantenido estable en su molde y obstinada en sus objetivos. Sigue cocinándose a fuego lento en la horma del matrimonio “burgués” de siempre, relativamente inmutable, reanimándose a sí misma según cláusulas de ajuste, como la negociación permanente, el acoplamiento consensual, la terapia “de pareja”, la escapatoria temporaria, y el divorcio legal o extralegal. Se trata de válvulas de escape que le han restado algo de la intensa presión psíquica que antes exprimía indefectible y malamente a las medias naranjas.
De modo que la irremplazable familia se ha vuelto afectivamente compleja en sus formas, incluso barroca, pero el arquetipo de encastre romántico entre dos personas ha variado poco y nada. Podrá la imaginación crear mundos ilimitados, pero en cuestión de vínculos de pareja suele ser esmirriada y timorata. Cobarde. Por otra parte, lo que antes se llamaba “insatisfacción matrimonial” no ha cedido, nada de eso, y encima las incitaciones del “mercado del deseo” contemporáneo abren surcos todo el tiempo bajo la línea de flotación. Por cada matrimonio que se mantiene más o menos estable en el tiempo hay otro que en la noche de bodas le saca la espoleta a una bomba de explosión retardada. De ello da cuenta la estadística: la mitad de las parejas que se unen legalmente en matrimonio en la ciudad de Buenos Aires se separan dos, tres, cuatro años después. Lo mismo sucede con aquellas otras que omiten el registro civil. Y casi los mismos porcentajes vuelven a repetirse en el caso de los segundos matrimonios. El mercado del deseo está saturado de reincidentes.
Ese mercado se ha dilatado considerablemente desde las épocas en que el cortejo amoroso sucedía, primordialmente, en la primera juventud y con el objetivo de pescar compañía para toda la eternidad. La temporada de caza era breve, aún cuando luego nadie comía perdices ni por casualidad, pero hoy ese mercado casi no tiene fronteras e involucra a personas de toda edad que se ven compelidas a dar pruebas continuas de performatividad emocional y disponibilidad sexual, así como de agenciarse la apariencia que mejor cuadre a los ideales de belleza, juventud y simpatía profesionalizada que están en boga. En ese mercado la imagen del cuerpo ha devenido en bien de capital, un arma legítima en la lucha por la vida, sea para el ascenso social como para la supervivencia psíquica de la persona. En la lógica social de la fantasía cada cual debe ofrecerse, sino prostituirse, de forma socialmente aceptable, tal como les ocurre a las aspirantes a modelos en sus castings o a los postulantes a un empleo en el mercado de trabajo. En cuanto a la tecnología, se le encomienda pulir y lustrar las imperfecciones de la carne. Todo culmina en un mercado ampliado y feroz.
En cuanto a los desfavorecidos en la lucha por ocupar posiciones en este tablero, no les queda otro remedio que recurrir a diversas industrias a fin de potenciar la imagen del cuerpo, dejándola más o menos pronta para cualquier actividad emocional que exija performances coreográficas. Esas industrias conciernen a la dietética, la ejercitación gimnástica, la cirugía estética, las psicoterapias animantes, el asesoramiento sentimental, el camuflaje erótico, y a los fármacos que intiman con los estados de ánimo o que tonifican el empeño sexual, y se continúan en todo tipo de emprendimientos comerciales destinados a facilitar la adaptación afectiva de las personas. Quizás el mercado del deseo sea más “libre” que el de otras épocas, pero también es más incierto y aflictivo. Sus apremios y presiones no pueden sino ser acatados, aún bajo protesta, y entonces cada cual debe entregar su libra de carne y someter el alma a renta. En otras palabras: es preciso formatear la subjetividad en torno a la etiqueta y el ceremonial de la desinhibición obligatoria.
Suele soslayarse que la pareja moderna, cerrada sobre sí misma, síntesis no del todo afortunada de convivencia duradera, acumulación monetaria y deseo orientado exclusivamente hacia su interior, en caso de que esto último fuera humanamente posible, fue en su tiempo objeto de crítica devastadora por parte de distintas corrientes de pensamiento. Así, el romanticismo, el anarquismo, el surrealismo, el existencialismo y el feminismo, además de gentes bohemias y espíritus libertarios. La un poco olvidada palabra “alienación” condensaba la recusación y se aunaban en ella las realidades indeclinables de la hipocresía, la resignación, la anestesia de los sentimientos y el desgaste general de la existencia. Pero poco y nada logró alterarse. Se diría que el matrimonio sobrevivió a fuerza de estadías regulares en distintos servicios de terapia intensiva, sin excluir la infidelidad, a la cual los anarquistas de hace cien años estimaban como “la forma más indigna del amor libre”. Otras posibilidades y mutaciones han sido opacadas o nadie está interesado en vislumbrarlas. Por su parte, la soledad no parece una preferencia soportable.
En verdad, todo enlace matrimonial presupone su fracaso eventual. En numerosísimas ocasiones incluso lo precede. Es la cláusula legal del divorcio lo que hace soportable el ideal del contrato conyugal duradero, concediéndosele el estatuto de experimento afectivo sujeto a reincidencia. Si las sucesivas uniones maritales fueran objeto de prueba de laboratorio se demostraría que los cobayos recurren al mecanismo del ensayo y el error, y nuevo ensayo y error, y de nuevo ensayo y error, mucho más que al modelo del cambio de paradigma. Lo cierto es que con las puertas del harén al fin abiertas, por decirlo así, y menguados en buena medida los poderes patriarcales que hasta no hace mucho eran omnímodos, la consecuencia no han sido relaciones más “libres” sino la inauguración de un nuevo ciclo de fricciones y desgastes, de ansiedades e inseguridades. Sucede que es difícil acondicionar un nido mullido con materiales de construcción propios de una jaula.
En una sociedad que compele a sus miembros a ser afectivamente libres y a la vez los insta, ante todo, a procurarse seguridad emotiva, las conductas se vuelven necesariamente paradojales y autocontradictorias, por no decir contraindicadas. Y entonces, como en todo período de transición hacia no se sabe qué ni dónde, se hace preciso morigerar y apaciguar los fiascos, los desengaños y las frustraciones, es decir el deseo enajenado. Esto explica la creciente multiplicación de todo tipo de discursos “preocupados” por los desajustes de pareja así como de servicios de sostenimiento de la misma, particularmente en lo que hace a la sexualidad entendida como “hábito saludable”, y esto incluye el establecimiento de guarderías nocturnas gratuitas para niños a fin de que sus padres puedan al fin estar solos hasta cursos de strip-tease para señoras esposas, para no hablar de los innumerables manuales que aconsejan cómo mantener a las partes compatibles, o las cirugías e implantes contemplados por los planes de salud públicos o privados, o las comunidades virtuales de ayuda mutua en caso de crisis conyugal, y sin olvidar la ya mencionada terapia de pareja, directamente relacionada al peligro de su disolución, ni las exhortaciones a las parejas para que programen un tiempo específico, propio, lo que los estadounidenses llaman “quality time”. En todo caso la preocupación actual por la vida sexual de parejas y matrimonios es equivalente, y simétrica, a la que antes corría por cuenta de la Iglesia, que hacía hincapié en las tentaciones del pecado, sólo que ahora se insiste en lo “saludable” del asunto. En ambos casos resalta una voluntad de normativa que procura proteger a la monogamia de las tendencias centrífugas de la época, voluntad de normalización que tiene algo de cruzada moral amigable y llevada a cabo con la misma tenacidad que en otra época pusieron los misioneros cristianos, tanto en el África como en la Polinesia, para combatir la poligamia.
La cosa no se mejora con políticas de estado que recompensen el largo sufrimiento de las víctimas de la subjetividad contrariada otorgándoles los mismos derechos de que siempre han gozado los causantes de sus vejaciones, por ejemplo el así llamado, en Argentina, “matrimonio igualitario” para los “diferentes”. Se pretende reinstalar las prácticas amorosas y eróticas de ghetto o de minorías en la lógica social de las “identidades”, cada cual con su diferencia, cada cual con su identi-kit. Pero así como, en política, la presencia de la minoría en el Parlamento legitima a la mayoría, también el matrimonio de los “diferentes” concede legitimidad al contrato de los iguales. En una época anterior la demanda de sexo “pre-matrimonial” también suponía la defensa del monopolio en sí mismo.
La cuestión es que millones y millones de personas han de ocuparse de dar indicios constantes de llevar vidas afectivas plenas y también de gestionar la eventual frustración y el inapelable deterioro del cuerpo. Son trabajos forzados. Y además objeto de preocupación pública. Si antes la familia era el nicho donde cada persona debía templar sus energías y “realizarse emocionalmente”, ya no lo es. Eso ha de ser procurado en tareas laborales, actividades de distracción o estudio, o en la lotería del deseo, y así se explica la manifiesta proliferación de todo tipo de servicios que componen una “industria del estado de ánimo” que brinda asesoría psicológica, recreativa, sentimental, sexual y espiritual. Se parecen a “inyecciones de vida” que conectan la personalidad moderna, endeble y adictiva, al consumo, la comunicación, el turismo, el espectáculo y la ingesta de fármacos. De modo que la historia de la familia y la historia de la pareja evolucionan ahora desigual y combinadamente. Nadie queda del todo contento y todos pagan los platos rotos.
El peor enemigo de los jubilados
En cuanto a la situación de las así llamadas “personas de edad”, es decir los viejos, ahora se les conmina a demostrar públicamente vigor y “buena onda”, es decir “calidad de vida”, en el mismo momento en que son descartados de los procesos laborales. Se les dice “jubilados”, y nunca fue un calificativo que pusiera jubilosos a sus destinatarios, al igual que sucedía con “clase pasiva”, otro tratamiento dado al personal retirado compulsivamente. Las jubilaciones o “pensiones de retiro”, como también se las conoce, no son muy antiguas, sino de fines del siglo XIX, y fueron universalizándose hacia mitad del XX. En las últimas décadas el aumento de la expectativa de vida ha suscitado preocupaciones en lo que concierne al sustento económico del jubilado pero también a su circunstancia emocional. Es extraño enterarse que, cien años atrás, cuando en algunos lugares de Europa se estableció la “jubilación”, hubo creyentes que la rechazaron. También se negaron a contratar seguros de vida (factibles masivamente cuando se implementó, en el siglo XIX, el cálculo por probabilidades estadísticas). En ambos casos, su aceptación hubiera supuesto desconfiar de la providencia divina. Para la gente que se toma la religión en serio tal descreencia termina pagándose, en la otra vida, con el infierno. También los anarquistas se rehusaron a transigir con las jubilaciones concedidas por los estados de bienestar. Creían que únicamente el sindicato tenía derecho legítimo a proteger a sus afiliados de las inclemencias de la vida.
Sin embargo, en su momento, la población apreció las pensiones estatales como conquista, no como desdoro o claudicación. En cuanto a la vida emocional de los jubilados, eso fue remitido a la privacidad de cada cual. En cuanto a los religiosos, era tema que atañía a la vida espiritual, y para los anarquistas, al cumplimiento de una vida cotidiana lo más libertaria posible. Por lo demás, la condición de posibilidad de las cajas de previsión dependía de que la intersección de población y mercado laboral asumiera la figura del triángulo equilátero: los juveniles, que debían ser numerosos, sustentaban a los ancianos, siempre menguantes, en el entendimiento de que los aún no nacidos lo harían ulteriormente con ellos. Todo marchó más o menos bien hasta que en el año 1960 se lanzó a la venta, en Occidente, la píldora anticonceptiva, una tecnología, de las que suelen ser llamadas “revolucionarias”, que tomó a la sexualidad, y al cuerpo femenino en particular, como objeto de experimentación. Sucede a veces que las tecnologías, pese al optimismo de sus fieles, tienen efectos inesperados, no-queridos, o no previstos por el manual de instrucciones de uso. En este caso condujo a la reducción de los futuros aportantes a las cuentas estatales previstas para el sostenimiento de los jubilados. La extensión de la expectativa de vida de la población hizo lo demás.
Hubo un tiempo en que la sola mención de los métodos anticonceptivos equivalía a decir una mala palabra y hasta la publicidad de sus ventajas estaba muy restringida. Incluso los anarquistas españoles, que en la década de 1930 difundían el condón de látex entre los afiliados a sus sindicatos a fin de promocionar la “procreación conciente” –hoy llamada “planificación familiar”– no la tuvieron fácil. En un mundo sembrado de pecados los contraventores debían desplazarse en puntillas de pie, y aunque los gozos obtenidos pudieran ser formidables los impedimentos y bretes le cobraban al triunfo un costo pírrico. De hecho, cuando la píldora fue lanzada al mercado sus opositores no eran niños de pecho precisamente y abarcaban a la Iglesia Católica, que consideraba al sexo eufemismo por procreación, y a los así llamados “supremacistas” norteamericanos, gente racista convencida de que sólo la utilizarían mujeres educadas, es decir blancas, contribuyéndose de ese modo a la multiplicación de las personas “de color”. En verdad la píldora anticonceptiva fue contemporánea de las políticas de control poblacional fomentadas por los países “desarrollados” en el Tercer Mundo. Se temía el aumento exponencial de la población mundial y lugares como la India o Indonesia eran tenidos poco menos que por “bombas demográficas”. Era preciso reducir su tasa de natalidad.
Pero el diablo metió la cola y la intención originaria se cruzó con la aparición del feminismo, con la “revolución sexual”, y con demandas juveniles de un “derecho natural al placer”, puesto que la década de 1960 fue caldero en ebullición. En todo caso, la regulación de los intervalos entre embarazos, el control de su “tempo”, sería coetánea de una considerable independencia social y económica para las mujeres, hasta entonces postergadas, cuando no supeditadas a funciones de harén, intendencia y crianza. Donde sí se redujo la tasa de natalidad fue en los países desarrollados y paulatinamente en algunos otros “en vías de desarrollo”. Con el tiempo el triángulo equilátero que permitía sustentar las cajas previsionales fue deformándose hasta devenir en algo parecido a un rombo. Declinaba la cantidad de futuros trabajadores y proliferaba el número de jubilados. La mejoría en la tecnología médica, entre otras razones, estiró la expectativa de vida de los 65 o 70 a los 80 años de edad.
¿Qué hacer? La prédica eclesiástica de “volver a las fuentes”, es decir a antes de ayer, entraba en colisión con la conciencia social alcanzada por la mujer y también por los jóvenes en general. Las campañas de fomento de la natalidad fracasaron. Se recurrió, en Europa, a la importación de inmigrantes, del África negra, de los países árabes, de Pakistán, de Turquía, pero eso sólo funciona en épocas de vacas gordas. Luego llega el momento de la ingratitud de los “nacidos y criados” en el lugar, cuando no el del racismo puro y duro. Inevitablemente los gobiernos terminan saqueando el ahorro para el futuro en aras de las urgencias del presente. De modo que allí sigue el problema, por el momento atado con alambre. Sería imprescindible reinventar las necesidades humanas, o quizás más aún, dejar que sólo trabajen los viejos y que los jóvenes lo hagan solamente a partir de la mitad de la vida. Así es. Está “científicamente comprobado” que cuando las personas “de edad” siguen trabajando más allá del umbral legal del retiro, viven más tiempo. En todo caso, a nadie le gusta ser declarado obsoleto y languidecer. Los jóvenes, por su parte, podrían dedicarse a experimentar, a viajar, a jugar, a estudiar, a criar niños, y al sexo en general.
Y ahora hay muchos viejos, y el gasto social que se les dedica resulta ser por completo insuficiente, por no decir indigno. Y sin embargo también ellos son incitados a apuntalar su “calidad de vida”, así como antes, durante su etapa laboral, se veían forzados a “ganársela”. La cuestión es que los imperativos de época se han ido ensamblando endemoniadamente y se enrollan en los afectos como camisas de fuerza. Algunos imperativos resultan ser efectos invertidos o no previstos de las rebeliones culturales de la década de 1960. Así el supuesto de la juventud como actor político primordial, a esta altura un “relato” prepotente que puede ser llamado juvenilismo. Es posible que en el futuro nadie tenga derecho a la melancolía, menos aún a dar impresión de decrepitud o de agonía. El vigor, la “vigorexia”, puede llegar a transformarse en obligación ciudadana. No hay sosiego entonces y en torno de la vejez se despliegan industrias médicas, turísticas y de pasatiempos lúdicos o culturales, que no excluyen los vitamínicos peneanos, el crucero por mar y la actualización diaria de la cuenta de facebook. Esto, para los que aún tienen resto. Para la inmensa mayoría de los ancianos se reserva la única tecnología socialmente disponible, el geriátrico, proliferantes en toda ciudad y cuyos nombres sedantes e idílicos ocultan apenas que son en verdad morideros, lugares donde millones de personas inermes o desahuciadas esperan que los golpes finales resuenen de una vez por todas en la puerta de entrada.
Niños
Una palabra más, acerca de los niños. Llama la atención la superabundancia urbana de “peloteros”, como se les dice a esos lugares donde se juega por horas y que son equivalentes a fumaderos de opio. Es bien sabido que durante la época de la Revolución Industrial, en Inglaterra, los padres administraban láudano a sus hijos pequeños –se vendía en las farmacias– a fin de inducirlos al sueño y permitirles a ellos mismos restaurar su fuerza de trabajo por la noche. Hoy se recurre a sedativos socialmente más aceptables. Lo cierto es que las incesantes energías de la infancia deben ser amortizadas y para ello están la programación televisiva y los juegos de computadora, además de una cantidad notable de recintos urbanos, tales como salones de fiestas, servicios de animadores, guarderías de doble turno, bares temáticos, patios de juegos en restaurantes y centros de compras, y los ya mencionados “peloteros”. Súmese la industrialización del juguete y la escolarización a temprana edad, casi desde el nacimiento, que es un fenómeno reciente, y que se prolonga, para quienes ingresan a la universidad, hasta la mitad de una vida promedio. Y así se transcurre, infancia, adolescencia y juventud, entre disneylandias de cabotaje y encierros precoces. Del mismo modo en que el tiempo de ocio de los adultos, en verdad su tiempo “liberado” del horario de trabajo, ha sido incautado por las interrelaciones de la red informática, el tiempo de juego o de pausa de los niños ha sido saturado de actividades constantes. Eso supone un sistema de servicios para la clase media, de modo que, en buena medida, el hogar y la familia dejan de ser el espacio de temple de la personalidad.
Se dice que no hay otra alternativa, dado que el trabajo es destino e incluso espacio de realización personal. Hoy nos resulta inverosímil que en el siglo XIX socialistas y anarquistas hayan debatido sobre la cantidad de horas que en una sociedad emancipada serían dedicadas al trabajo: cinco horas, cuatro horas, dos horas. Y el resto del tiempo, a gozar y crear. Pretendían trastrocar las necesidades, los procesos laborales y la vida cotidiana, sin excluir a la familia. Hoy, cuando recibimos un salario a cambio de obedecer, que luego se cobra la vida en cuotas, se nos apacigua con objetos de consumo rotativos, ultimísimas tecnologías, sigilosos señuelos “amigables” en los lugares de trabajo, y pasatiempos mediáticos o comunicacionales, o sea “culturales”, como si la única manera de sobrellevar la vida fuera camuflándola con comodidades, entretenimientos e interconexiones. También el hamster requiere que una rueda giratoria sea instalada en su mansión. En todo caso el consumo no es un “derecho” sino el espejismo de un ejército movilizado en su totalidad. En este contexto, la crianza de los niños exige planificación permanente y quehaceres extra-domésticos. La calle, y sus correspondientes bandadas infantiles, ya no es una opción, salvo para los barrios pobres o los pueblos “de provincia”. Quizás el tiempo de la niñez se esté diluyendo ahora más rápido que antes.
Tanta compartimentación en parvularios y tanto cronometraje del tiempo otrora sin tiempo de la infancia son malos sustitutos de las ofrendas que los niños más necesitan, aceptación y afecto, tanto como también les urge a los animales, sometidos a inmensos abusos en algo similares a los que tiempo atrás padecían los menores de edad, mucho más si eran huérfanos. Es posible que el desarrollo desigual y combinado entre las experiencias contemporáneas de la pareja y de la familia ya haya dejado su marca sobre el alma infantil. Y nadie sabe como suturar el desfase. O quizás no sea preciso hacerlo. Las parejas no tienen obligación alguna de perdurar en una unidad que antes solía ser también falsa o enloquecedora, pero lo cierto es que los hijos son eternos.La cuestión es el costo. ¿Quién lo paga? Nosotros pagamos los errores de nuestros antepasados y nuestros hijos pagarán los nuestros. Quien los paga es el último de la fila, no el primero. Y no es con parches o cataplasmas como puede amenguarse el problema, sino con otros ideales de felicidad pública. Lamentablemente, en Argentina no existe otro modelo de felicidad pública que no sea el de mejorar el estándar de vida de la mayoría según los criterios propuestos por los países “desarrollados”. Eso es lo que nos articula imaginariamente al “mundo”.
Todos
Alguna vez Friedrich Nietzsche escribió que en épocas más inhóspitas y menos “sofisticadas” se sufría menos que ahora. Aludía a la fragilidad de los pertrechos espirituales del hombre moderno para hacer frente a la inevitable intromisión del dolor en la existencia. Cuando se carece de recursos propios para administrar los conflictos y pesares de la vida cotidiana, cuando se ansía un cuerpo indoloro en una sociedad que no toma como tarea pedagógica el afianzamiento espiritual de la personalidad, entonces el “blindaje” debe ser necesariamente externo. La farmacología, en especial, cumple esa función, tanto como los cursos de “autoayuda”, los entretenimientos programados, la industria del turismo y un sinfín de “potenciadores” de la carne. Muchas veces todo eso termina en ensañamiento “terapéutico”, acrecentado por mayores dosis de adicción a los amortiguadores del dolor. Pero sin esas inmunizaciones nos despeñaríamos como plomadas sin hilo. Y aunque es cierto que las tecnologías que potencian el cuerpo pueden ser aliviantes o funcionales, no sustituyen a las invenciones afectivas o espirituales con las que es posible fundar relaciones menos ansiosas y frustrantes.
¿Qué mundo le queda a los cuerpos que no dan la talla de la mercancía perfecta? El mismo destino que el de las mercancías, la obsolescencia programada. En última instancia, si se dejan de lado los subsidios que compensan la posición desfavorecida de cada cual, el sistema social funciona como una máquina impávida para la cual todos somos prescindibles. Por su parte, el debate público acerca de cómo llevar una vida deseable en la sociedad del descarte de personas es, hasta el momento, paupérrimo. Y sin embargo es el único que importa. Ante el sufrimiento emocional hay dos actitudes posibles. O bien nos preguntamos por la condición ontológica de los contextos que acicatean el dolor, o bien se despliega una actitud técnica que no se interesa por la esencia de ese dolor sino, más bien, por aplicar procedimientos a fin de controlar los efectos, como si los sentimientos fueran meramente señales nerviosas. De modo que la pregunta política por el tipo de vida que llevamos actualmente es la precondición para poder saltar fuera de los círculos viciosos.
Demasiadas personas gastan tiempo y energía preocupándose por las imágenes corporales que exponen ante los demás en vez de procurarse placeres tangibles. Así se pierde el tiempo y el empeño. Oelegimos pensar a la historia humana como un enorme experimento de crueldad sobre el cuerpo humano, o bien revisitamos los momentos en que se inventaron formas de festejar, de consolar, de devoción. A una sociedad debe juzgársela sopesando las posibilidades existenciales que haya fomentado para sus habitantes, el modo en que los alejó del daño y la saña. Esa es una historia inconclusa, la de la piedad y la mansedumbre gozosa, la del amor al mundo, a los animales, a los niños, al cuerpo. Sería una historia de la caridad humana.
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Por Christian Ferrer
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