¿Quién al saber que es padre de un niño no ha sido presa de un sudor frío, luego de una cólera fría y luego de una vaga alegría y también de un desaliento y un odio hacia todas esas larvas que asedian el mundo y sólo buscan salir y hacer pie sobre esta tierra donde nosotros caminamos ya tan difícilmente, tan forzados, tan sofocados?
¿Quién no ha sentido vacilar su pequeña corona miserable, pero su corona al fin, y no ha sentido que se añadía a las innumerables cuerdas que ya lo aferran una nueva y tenaz amarra?
Amarra que será miles y que nunca lo dejarán, tirando como mil remolcadores y en sentidos opuestos.
Sin embargo la mujer, incómoda y ya presa del vértigo, espera los primeros golpecitos desleales del esponjoso malhechor que la hará pararse de repente en seco, disculparse ante las personas presentes y alejarse y temblar de pies a cabeza y tener miedo, tener un miedo terrible.
Pero la larva no afloja y prosigue su existencia ciegamente, más feo que un ancestro de mono, más pegajoso que un pulpo, y cuidado si sus pulmones alcanzan a desarrollarse en el momento justo cuando, con la enfermedad de perros que le provoca a la mujer y de la cual se burla locamente, considerándose sólo a sí mismo (ya muy hombre y destinado a serlo también de otra manera y a enredarse a su vez entre las cuerdas donde ahora tiene dislocados a sus padres), cuidado pues si al superar el obstáculo la despanzurra abriéndose paso hacia la vida al aire libre.
¡Pues bien, engendrador de desgracia! ¡Gritas también! Gritas y encuentras con seguridad a través del oído el camino hacia la pena de los otros.
Miles de días, miles de noches que se preparan, en que tendremos que ponerle buena cara al martirio abundantemente administrado por el espantoso ser, hinchado como un melón furioso, que sin embargo piensa en parecerse a uno, se prepara poco a poco y un día imprevisto nos alcanzará con una nota fraternal.
Última y más terrible cuerda, de la que no nos desharemos (liberaremos?) más, a menos que un odio salvador y clarividente, percibiendo en la cara sonrosada el esbozo del tic de una suegra detestada, no nos alivie a tiempo de la tiranía de los sentimientos afectuosos.
Pero no vayamos tan rápido, todavía no era padre sino de un jirón de carne dentro de un vientre femenino y que podía esperarse que no mostraría un rostro humano antes de seis meses.
No obstante, ya todo era grave en mí.
Una vez que la presencia del feto fue indudablemente establecida según los signos que los médicos saben observar en el vientre donde precisamente cabía temer su presencia, de inmediato elegí para todos los efectos un lugar de residencia regularmente espolvoreado por las bombas que estaba cerca de la fábrica Renault. En verdad había que considerarlo un triunfo para mí, que tanto lo necesitaba. Me dirigí allá inmediatamente después de haber obtenido mi salvoconducto.
Pero sucedió que en el mismo momento la mujer y el feto destinados a ese lugar no vinieron, aun cuando no se puede decir que el plan estuviera bien confeccionado, dado que por otra parte allí no había lugar más que para mí, pero tenía la sensación de haber hecho algo y que el destino, la suerte, con la mano un tanto larga, podría... claro que podría... pero la distancia era de 980 kilómetros. La impericia de un aviador, a pesar de lo que se diga, no llega tan lejos.
Sea como fuera, volvía a estar tranquilo y en paz con el universo, sobre todo cuando la D. C. A., que tenía cantidad de piezas de grueso calibre a cincuenta pasos, disparaba y yo escuchaba mis vidrios temblar hasta el límite extremo de su resistencia y escuchaba los fuertes “plofs” de las pesadas bombas entrando en la tierra o dentro de obstáculos diversos que en un instante descomponían.
Sin embargo, a casi doscientas leguas de allí, en completa quietud, el feto se desarrollaba. La madre estaba un poco desquiciada. Porque después de todo estaba dentro de su vientre. Pero no dejaba de estar dentro de mi cabeza.
Ella tenía náuseas. Teníamos náuseas.
Así transcurrieron los meses, la guerra terminó y la naturaleza, con su habitual ceguera, dejó que creciera en el vientre, naciera y respirara el aire de nuestro pequeño planeta ese pequeño gritón cuyo padre sin dudas era yo.
Y créanme, cuando el pequeño repugnante tuvo tres años, tenía una manera de estar en el mundo que atraía (llamaba?) la atención. Había que irse en seguida –era indispensable.
Desdichado aquel a quien le daba a entender que ÉL lo necesitaba.
Eras su víctima asegurada por los mil lazos de su exigente debilidad, y el papel de intermediario gratuito y práctico entre el mundo y él se te adjudicaba sin discusión y sin retorno.
Con todo, uno no era gran cosa para él.
Para un niño su padre siempre será infinitamente menos interesante que un caballo. Lo que pater puede hacer mejor es precisamente dar la ilusión de las cuatro patas, a veces él se da cuenta y dice dócilmente “ico, ico”.
Pero no muy a menudo, pues el papel cansa a quien lo interpreta y también cansa a quien lo mira interpretar, el cual tiende hacia la realidad con toda su alma y te soporta cada vez con mayor desazón.
Hay que volver a ser padre y ordenar, ordenarle al hijo, ordenar su voz, ordenar sus ojos, ordenarle a la madre, ordenar cosas. En ese momento, sucede que por la ventana se ve pasar al galope un gran perro, del cual el niño se ocupa en seguida sintiendo dentro suyo movimientos cuadrupédicos, un grato incremento del ser, y se aparta de ti con un insolente olvido.
De todas maneras, las preocupaciones te caen encima, haces cuentas y yo también hacía cuentas y eran deplorables, pues de cualquier manera que las hiciera, eran deplorables, el dinero faltaba, faltaría siempre, siempre había faltado.
Era natural, y yo no era el primero en hacer cuentas que no resultaran satisfactorias. Pero a causa de esas cuentas, que no podía evitar hacer en presencia de ese preocupante bebé, resolví alejarlo. Quería ubicarlo con unos campesinos. Hubo objeciones. Pues si no hubiera objeciones, habría niños y niños con la increíble facilidad que se tiene para hacerlos.
A la espera de un sitio en el campo, lo ubicamos en casa de una prima de mi mujer, bastante ordinaria y cuyo marido era escultor –tan escultor como mis zapatos.
Pero el jardín era casi un parque de tan grande y es preferible que un bebé grite en un jardín extraño, aunque fuera el jardín de un mal escultor.
Y el escultor guardaba a un oso como modelo de estudio dentro de una fosa.
Francamente, no había pensado en ello. No me vanaglorio de ello, pero en fin, no lo pensé.
Y sucedió (sí, por supuesto..., aunque verdaderamente no lo había pensado), sucedió un día en que el nene había trepado, gateado –¡su primer gran paseo en este mundo!– se acercó –¡qué alegría para él!– se acercó a la fosa y vio al oso, ¡qué gracioso Señor y tan peludo!, y el oso también lo vio, con sus pequeños ojos malignos e inteligentes, y extendió su pata velluda de uñas largas, extremadamente largas y atrajo hacia él a mi hijo que lo veía gracioso y lo asfixió.
Su madre sintió pena y miseria, se consumía pensando en él, para ella todo se volvió negro y sin interés. ¿Y yo? Pues bien, ¿para qué se metió ese condenado oso?
¿Acaso algún día me hubiera hecho (acostumbrado?) a la idea de ser padre?
Silvio Mattoni
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