Por Eduardo Rinesi – Rector de la Universidad Nacional de General Sarmiento
Las desafortunadas declaraciones del notable semiólogo y novelista italiano Umberto Eco, en ocasión de su reciente nombramiento como doctor Honoris Causa por la Universidad de Burgos, cuando proclamó su convicción de que los estudios universitarios deben estar reservados a una elite y de que “el exceso de alumnos entorpece la actividad académica”, son particularmente sintomáticas de un modo en que vastos sectores de la intelectualidad europea de estos días vienen enfrentando, en base a su repliegue sobre sus creencias más tradicionales y más naturalizadas, la fuerte crisis económica, social y espiritual que atraviesa el Viejo Mundo. Y que los lleva a suponer que si la plata no alcanza es porque el Estado reparte más bienestar que el que es prudente, que si las empresas quiebran es porque los trabajadores ganan más de la cuenta y que si el ajuste no funciona es porque todavía no es lo suficientemente duro. No representa un modo diferente de pensar el que lleva a Eco a sostener que las universidades funcionarían mejor si tuvieran menos estudiantes, como en los buenos viejos tiempos, y a postular que por lo tanto habría que regular el número de esos estudiantes para garantizar que sea acotado. Como los salarios en las teorías de los economistas del ajuste estructural, como los beneficios sociales en las decisiones de los administradores neoliberales del Estado en crisis, los estudiantes universitarios son, en el razonamiento de Eco, una variable cuyo valor podría adecuarse, a través de prudentes medidas restrictivas, para mantener las formas conocidas del equilibrio de las cosas.
Hay otra posibilidad, que consiste en no suponer a los estudiantes universitarios las causas del problema del presunto “deterioro del nivel”, ni los objetos posibles de ninguna operación de achicamiento cuantitativo de ese tipo, sino, al revés, los sujetos de un deseo, de una posibilidad y –subrayo esto con fuerza– de un derecho a los estudios superiores que tienen que poder ver satisfecho en las universidades en las que buscan ejercerlo. Esa otra posibilidad, esa otra vía, es la que viene intentando recorrer el sistema de universidades públicas de nuestro país, en un contexto signado por tres rasgos principales. Uno, un clima general de expansión de derechos, de recuperación de la idea misma de “derecho” como una categoría de primer orden en nuestras discusiones públicas, políticas y académicas, y de recuperación, también, de la centralidad y las funciones del Estado como garante y condición del ejercicio de esos derechos que hoy aparecen en el centro de nuestras preocupaciones. Dos, la muy recientemente establecida obligatoriedad de los estudios secundarios, que en la medida en que empiece a hacer sentir su efecto hará que muchos jóvenes más empiecen, continúen y terminen sus estudios secundarios y puedan vislumbrar la posibilidad de los universitarios como un destino posible para sus vidas. Sólo cuando la educación secundaria es una obligación puede la educación universitaria ser pensada como un derecho. Y tres, el enorme crecimiento de la cantidad de universidades públicas, gratuitas y de alto nivel en todo el territorio del país, que nos permite afirmar casi sin exageración que hoy no hay ningún joven argentino en edad y condiciones de cursar la universidad que no tenga una a un rato razonable de viaje de la casa, y que por lo tanto vuelve mucho más efectivo, material y concreto un derecho a la educación superior que, en otras condiciones, no pasaría de ser meramente nominal, formal o abstracto.
Esta representación de los estudios universitarios como un derecho va siendo una saludable tendencia, más allá de la Argentina, en toda América latina, y vino a plasmarse hace ahora cinco años en la importantísima declaración final de la Conferencia Regional de Educación Superior reunida en Cartagena de Indias (2008), que establece que los estudios superiores son un bien público y social, un derecho humano universal y una responsabilidad de los Estados. Nunca se insistirá lo suficiente en lo revolucionaria que es esta declaración, que viene a modificar radicalmente el modo de pensarse la función misma de una institución ya casi milenaria y que a lo largo de su extensa historia ha venido haciendo en todas partes, en lo fundamental, una sola cosa: formar elites. Elites clericales, elites gubernamentales, elites profesionales. La universidad fue siempre una máquina de formar elites (y esto no fue seriamente contestado ni en el por tantas razones recuperable ’18 cordobés ni en el también muy celebrable ’68 parisiense), y es sólo ahora, ahora y en esta específica parte del mundo que en estos años está produciendo transformaciones tan interesantes, que podemos empezar a representárnosla de otra manera: como una institución encargada de garantizar el ejercicio efectivo y exitoso de un derecho. De un derecho humano, de un derecho universal: de un derecho ciudadano. Estar dispuestos a hacer de nuestras universidades algo tan distinto de lo que fueron durante tanto tiempo implica estar dispuestos a revisar una gran cantidad de cosas: de prácticas, de tradiciones, de rutinas, de representaciones, de prejuicios.
Entre estos prejuicios, el que expresa Eco en la declaración que pudo leerse en estos días en los periódicos de todo el mundo está particularmente extendido y constituye un obstáculo especialmente serio a cualquier posibilidad efectiva de democratización de nuestras universidades: se trata del prejuicio de imaginar que la calidad de la enseñanza y de los aprendizajes entra en necesaria tensión, o incluso en contradicción, con la cantidad de los estudiantes. Que las universidades buenas, como las recuerda o las imagina o las quiere Eco, son necesariamente universidades para pocos. Es éste un antojo perfectamente ideológico y profundamente antidemocrático. En efecto, si empezamos por establecer y por convencernos de que estudiar en la universidad no es un lujo ni una prerrogativa de unos pocos, sino un derecho universal, pierde sentido incluso la simple idea de que una universidad que, o bien no deja entrar a todos, o bien deja en el camino de las carreras que propone a un porcentaje alto de los estudiantes que las empezaron, pueda ser caracterizada como una buena. “Para pocos, pero buena.” No: una universidad que produce un pequeño puñado de egresados de excelencia no es una universidad de excelencia, y ni siquiera una buena universidad, sino una universidad mala, y la única universidad buena que puede concebirse es una universidad que logre ser buena para todos. Y que para ser efectivamente buena para todos se empeñe con todo su esfuerzo y todas sus capacidades en la tarea de garantizar que todos puedan aprender, y aprendan.
De ahí la enorme importancia que tiene la función de la enseñanza (muchas veces subordinada, en las propias representaciones de los docentes y de los demás actores del juego universitario, a otras, a la que diversos incentivos sistémicos, no tan antiguos, pero sí muy penetrantes, han llevado y llevan, con demasiada frecuencia, a suponer más meritorias o más nobles) en nuestras universidades públicas. Que tienen que enseñar, que enseñar muy bien y que enseñar a todos, y que tienen que lograr que todos (que por supuesto son todos los estudiantes que tenemos, no los que querríamos tener ni los que suponemos, váyase a saber por qué, que nos merecemos: para el caso, también nosotros somos los profesores que nuestros estudiantes tienen, no los que querrían tener ni los que merecen) aprendan y avancen y progresen en sus estudios, y logren terminarlos. Si de veras estamos convencidos de que la educación universitaria es un derecho humano, un derecho ciudadano, un derecho universal, nunca más podemos suponer que un bochazo en un examen, un estudiante que se queda afuera o que se nos “cae” es una verificación de la calidad de nuestras enseñanzas. Si de veras estamos convencidos de que la educación universitaria es un derecho, nunca más podemos suponer que un estudiante que, por culpa de que no hemos sido capaces de enseñarle, deja las aulas y se vuelve, frustrado, derrotado, a su casa, es una verificación de alguna ley sociológica más o menos inefable y destinada a cumplirse inexorablemente. Eco se equivoca, o mejor: expresa una idea sobre la universidad elitista, retrógrada y atrasada. Una universidad de calidad sólo lo es realmente si es una universidad de calidad para todos.
Dicho lo cual me apuro a indicar que, simétricamente, una universidad para todos sólo lo es efectivamente si es una universidad de la más alta calidad. Y que el peor favor que podríamos hacerle a la causa de una democratización de los estudios superiores es conceder al prejuicio falso y reaccionario de la contraposición entre calidad y cantidad y ampliar nuestra base de estudiantes sin una muy alta exigencia y autoexigencia en torno del nivel de la enseñanza que les impartimos. Semejante idea no sólo sería torpe: sería cómplice de reforzar los prejuicios que la universidad pública hoy tiene la tarea fundamental de combatir, y sería (del peor modo: pretendiendo no ser) absolutamente antidemocrática. Eco se equivoca, pero su equivocación debe servirnos, porque es la íntima equivocación que anima, sin siempre salir a la luz con tanta claridad, una parte importante de la vida de nuestras instituciones. Que tienen que seguir revisándose, como de hecho lo vienen haciendo en estos años (esta disposición al autoexamen es por cierto un gesto propiamente universitario), para poder actuar, contra ese error de Eco y de sí mismas, en la dirección que les señala un pensamiento menos perezoso, menos resignado, más dispuesto a asumir con plena convicción las consecuencias de un principio nuevo, radicalmente nuevo, en la historia de una institución tan vieja: el principio de que ese estudiante que está sentado ante nosotros en el aula es el sujeto de un derecho que nosotros tenemos el desafío y la obligación de arreglárnoslas para garantizar.
Nota publicada el martes 28 de mayo de 2013 en la edición impresa del diario Página/12.
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