cansado

Ser trans era esto.
Ser un tipo trans era esto.
Un poco salir en el calendario del tipo trans que quiere que lo deseen, otro poco estar ahí dando batalla, peleando por la ley de identidad, por el acceso a la salud, diciendo que existimos, creando nuevas maneras de mostrar que existimos hace mucho y saliendo “por primera vez” haciendo cualquier cosa, desde ser el primero en cambiar el dni, en pasar por el primer quirófano, en organizar a la primera organización trans, hasta ser el primero en ser el primero y el primero en ser el que no está solo.
Si no estamos solos, ¿por qué no sabemos que nos pasa a todos lo mismo?
Porque una cosa es ser el primero, y otra cosa es ser el de siempre, cuya historia no cuenta
nadie
por sí
mismo.

Estoy muy cansado. Muy muy muy cansado.
Me duele el cuerpo y me duele hondo una parte del cuerpo que parece no ser parte, no existir, tampoco. Como si dijera que me duele el alma (¿quién diría algo tan mersa?) que queda en la parte donde está el pecho, más o menos, a la altura del corazón. Me doy cuenta porque me da una taquicardia -que mis terapias me enseñaron a identificar como angustia y/o ansiedad- y porque siento, además, como un agujero, un hueco hondo y doloroso que se parece a un órgano fantasma. Me duele ahí
donde la medicina parece no haber identificado nada.
Insisto:
donde la medicina parece no haber identificado nada,
por favor.

Estoy cansado y recién empiezo. Todo el tiempo vuelvo a empezar, con un optimismo militante, una esperanza que más que verde
es roja.

Estoy quizás en el grupo de los más jóvenes,
de los que recién llegan al activismo o a la militancia (así como cada cual quiera nombrarlo)
de los que tienen cierto poco tiempo viviendo como tipos trans.
Pero siempre elijo los cursos acelerados. Y aunque no lo hubiera elegido, esto es así.

Comparto experiencias con los más grandes, afortunadamente, una manera cariñosa de llamar a los que hace rato le dan batalla. Entonces, me voy ubicando
en ese dolor que es el de muchos,
en esas experiencias que parecen todas iguales,
pero que pesan cada una su historia, su cuerpo, multiplicado por una incógnita que no se despeja.
¿Cuántos seremos? ¿Dónde estaremos? ¿Qué necesitaremos? ¿Cómo vivimos?
¿Cómo vivimos?

Yo vivo en unas torres gigantes, en La Boca, con muchos departamentitos pegados uno al lado del otro, construidos en cartón corrugado o paredes de durlock. Mi balcón da al costado de la avenida Almirante Brown, a pasos del Hospital Argerich. La calle es muy ruidosa. Además, desde mi balcón se ve cerquita la bombonera -también conocida como “Cancha de Boca (o Boquita)”-. Y como si esto fuera poco, asiduamente pasa justo en la línea de todos los balconcitos, pero sobre el suelo, en unas vías en condiciones deplorables, un tren de carga y sólo de carga. El tren puede ser, sobre todo tomándolo en su contexto, una cosa muy pintoresca. Pero lo cierto es que pasa a horarios insólitos de la madrugada -aunque también en horarios de los ordinarios- haciendo un ruido al que, finalmente, te acostumbrás.
Y finalmente, un* se acostumbra a casi todo.

En el departamento de al lado vive un enfermero, que no está mucho y es, por suerte, bastante silencioso. En el del otro “al lado”, vive una pareja de médico y médica bastante agradables. A veces se pelean, a veces cantan temas de los beatles, a veces sólo hablan y yo no me concentro en lo que dicen. No sé últimamente, pero la chica solía llegar a eso de la una o dos de la noche caminando por los largos pasillos con unos tacos altos. Una vez, casi me muero de un infarto al ver una mano amarilla avanzando sobre la ventana de mi cocina, que era tan sólo ella, limpiando la suya.
En el departamento de arriba vive una familia que muchas veces se pelea a los gritos. A veces arregla alguna que otra cosa, o juega con alguna pelotita, o charla charlas “de familia”.

No estoy nunca en casa. Trabajo y estudio, siempre tengo alguna actividad, los fines de semana los paso, por lo general, en lo de mi novio (saludos para mi novio).

Pero el vecino de abajo.

El vecino de abajo resultó ser un tipo problemático.
Decir que es problemático es un eufemismo o una pelotudez, pero intenta ser una estrategia retórica para continuar
con el relato.

Abajo vive una familia: una señora, una nena de unos diez años, un señor. El único que tiene protagonismo ahí es el señor. Los encargados le dicen “perita”.

Perita tuvo desde el primer momento una obsesión conmigo.
Perita estaba muy interesado por mis compañías sexuales. Según los encargados, preguntaba frecuentemente si yo hacía fiestas en mi departamento, y estaba particularmente intrigado por el género de mis compañías.
Ya entonces Perita se quejaba por ruidos molestos.
El tema es que no me daba la oportunidad siquiera de comprobar a qué se refería, ya que jamás intentó siquiera hablar conmigo.
Una vez nos cruzamos en el ascensor y se presentó “con mucho gusto” como el vecino de abajo. Que “cualquier cosa”, claro, estaba abajo. Desde ya, muchas gracias, yo estaba arriba.
Nunca volvió a dar la cara.
Quizás por suerte.

Los encargados me decían, cada vez que me veían, la breve línea del guión que parecía condenarlos al éxito: “cuidado con perita”. El chiste entre ellos era que siempre se quería pelear, y entonces, como buen paquete, acercaba la pera al adversario.
Así es la poesía.

Además de pero el vecino de abajo,
Pero un día.

Pero un día el vecino de abajo, según me dijeron los encargados al llamarme para firmar, me dejó un mensaje en el libro de quejas.
Parece que hay un libro de quejas para quienes habitamos esa inmensa ciudad de monoblock no reconocido, micro-cosmos si los hay.
Ahí mismo leí la valiente queja de mi vecino de abajo (que no firmaba como Perita), porque “el Señor/ Señora” del piso de arriba ocasionaba ruidos molestos. Así fue que el señorseñora de arriba escribió su descargo y se ocupó de aclararle al encargado mensajero que no era ningún señorseñora, sino que era un tipo trans en plena terapia hormonal y que no iba a tolerar ningún tipo de descanso o -técnicamente hablando- discriminación.
Tenía muy poco que perder -aclaré- así es que nadie se iba a meter conmigo.

Por suerte, el encargado me avisó que me respetaba
si saben de qué les hablo
menos mal que queda algo de “respeto”.

Luego supe que Perita seguía quejándose, pero el asunto era ya más complicado.
Subió una vez con encargados y otros “testigos” a tocarme la puerta porque estaba taladrando en momentos en los que no había nadie en mi casa.
Los encargados me decían que Perita estaba loco, que tenía problemas, que estaba endeudado.
Supongo que así podría entenderlo, ¿no? Cómo no entender a un tipo dolido ahí donde más duele,
en su masculinidad.

Y así pasan los días.
Y yo.

Otro día me tocó el portero a la noche. Me gritó que le molestaba no sé qué ruido que estaba haciendo, que bajara, que trabajaba como empleado en el poder judicial. Como no me importaba de quién era empleado, le pedí disculpas por cualquier molestia, iba a ser más cuidadoso en mis movimientos nocturnos
y, como preguntó, me llamo elián, mucho gusto.

No supe nada más hasta
Hasta que el jueves pasado

Hasta que el jueves pasado, estaba yo estudiando cuando

Estaba yo estudiando cuando me di cuenta de que esos gritos iban dirigidos a mí.
Me asomé por el balcón. Le vi la cara desorbitada a Perita y a la señora al lado, muda y asustada. Me shockeó bastante la situación, así que contaré brevemente y de la mejor manera posible lo que sucedió.

Perita decía que estaba harto, que ese ruido le estaba martillando la cabeza, que si era macho que bajara a cagarme a trompadas. Que me iba a cagar a trompadas. Que qué me pasaba, pelotudo, o debería decir pelotuda.

Lamento no tener la frialdad para actuar inteligentemente en este tipo de situaciones. En lugar de grabar lo que me gritaba, le respondí, a los gritos también, que me estaba amenazando y discriminando. Entonces Perita se puso muy nervioso y trató de golpearme desde abajo con un palo. Años de boxeo me dieron, aunque sea, buenos reflejos (les contaba yo que el edificio es como una caja de zapatos, y los balcones están muy pegados).

Perita se guardó cuando le dije que iba a llamar a la policía.
Por si alguien tiene alguna duda, así son los machos.
Pero claro, siempre pueden ser peores con tal de quedar bien machos.

Exactamente eso pensé cuando me acordé de lo que me había contado uno de los encargados. No hacía mucho que un flaco lo había denunciado: parece que Perita salió a golpear al pibe que repartía las expensas.
Primero le pareció que golpear al pibe que repartía las expensas era una cosa muy digna de un macho.
Después algo pasó que cambió de opinión, porque al recibir la denuncia se ocupó de aclarar que, en verdad, él no había hecho nada.

Ay ay ay. Machos.
Machos.

La prefectura me tocó el timbre, narré lo ocurrido, me dijeron que le iban a tocar el timbre a él y me recomendaron hacer la denuncia en la 24.

La 24, la que intervinieron por la muerte de una adolescente, en medio del escándalo por manejar el negocio del paco en la zona.
La 24, la que mató al Oso Cisneros, el compañerazo del entonces Comedor -hoy Organización Social- Los Pibes.

Hasta entonces, venía resistiendo heroicamente a tod* vecin* que me discriminaba. Finalmente, había logrado que un par desistieran de su actitud y en cambio me “felicitaran” por mi “valentía y autenticidad”. La vecina que tantas ganas tenía de reírse de mí en voz alta, por ejemplo y por lo menos, se ubicó y ahora seguirá haciéndolo sin que me entere y sólo me pone la misma cara de orto que lleva a todos lados.
En el medio del remolino de bardos que es la vida, y especialmente algo que no necesariamente invento cuando lo nombro “vida trans”, me agarró un poco por sorpresa, casi abatiéndome diría, la nueva coyuntura.

Pero no.
¿Qué sería del futuro si el presente no fuera de lucha?

El viernes a la mañana, con todo este malestar encima, busqué quien pudiera acompañarme a hacer la denuncia.
Nadie, en este caso.

Llamé a la comisaría para asegurarme de que era la que me correspondía y trataron de decirme que fuera a hacer el trámite a la tarde, si no podía no ir.
Básicamente, trataron de persuadirme para que no hiciera ninguna denuncia.

Esta historia ya me agotó. Trataré de acortarla.

Logré que me atendieran.
Logré que no me maltrataran sin disimulo.

Es decir que disimularon.

Logré que cambiaran dos veces la declaración que no me estaban tomando tal cual la expresé.
Logré que pusieran las amenazas y la discriminación, aunque fuera “porque le caí bien”, ya que el policía, que también era abogado (“todos son abogados y yo soy policía y abogado”) tenía una interpretación ligeramente diferente de la figura de amenaza y de la de discriminación. No logré que incluyera en la declaración el intento de pegarme con un palo. Eso, por supuesto, “no era nada”.

Aun sabiendo que lo que me estaba pasando era la más corriente de las monedas, no podía más del cansancio. No quiero dejar de mencionar la “simpática” “oferta” del Comisario-te ayudamos a matarlo y tiramos el fiambre al río.

En medio del lío, la orientación de Iñaki y la de Diana fueron una alentadora compañía.
Y la de mi novio que me hace familia -buena familia-, por supuesto.

Me quedó pendiente hacer la denuncia en la fiscalía, para que la tomaran completa, para dejar asentado el maltrato recibido en la Comisaría. O debería haber hecho la denuncia en la fiscalía en un principio y lo que me quedó pendiente es hacer la denuncia en el Ministerio Público Fiscal.

Me quedó pendiente lo más importante. Quería hacer la denuncia para defenderme como las instituciones mandan de una agresión por discriminación. Y como no podía ser de otra manera, me tuve que defender también de la institución que me tenía que defender.
El problema es que yo, un tipo que milita y que tiene la convicción de buscar la justicia hasta las últimas consecuencias, me agoté en el medio, decidí descansar, me quedé sin voz.
Y eso que no estoy solo.
(Pero qué solo puede sentirse uno)

Llegué tardísimo al trabajo.
Volví tarde a mi casa y me fui, para no pasar más tiempo en ese departamento que me deprimía. A la noche levanté temperatura, pasé el fin de semana en cama y, finalmente, el lunes a la tarde perdí la voz.
Lugar común si los hay,
ahora no puedo hablar.
Como tantas otras veces desde la infancia, qué difícil es romper con el silencio,
la pesadilla de gritar y que no salga la voz.

Acá estoy,
sin voz y sin poder dormir el martes a la noche, escribiendo para hacer catarsis, desde ya. Pero sobre todo porque esto que es tan común, alguna vez se va a terminar, como canturreamos militantemente.

Cuando me pregunto por qué estoy tan cansado, por qué me enfermé de nuevo, por qué no me cago un poco más de la risa, me olvido de las respuestas.
Bien, esta es una respuesta común, una de tantas que podría seguir escribiendo toda la noche. Una de tantas experiencias compartidas.

No estamos loc*s, no somos especialmente vag*s o impuntuales ni tenemos más problemitas mentales. Todos estos “problemitas”, uno tras otro, quisiéramos no tenerlos, no sumarlos. A la vez, a estos “problemitas”, le podemos ir sumando otros, correspondientes a alguna otra categoría del estigma y la discriminación que tampoco queremos seguir sumando.

No me interesa particularmente compartirlo con quienes ya conocemos de qué se trata. Quiero compartirlo, especialmente, con mis compañeros, a los que nos pasa lo mismo, de una u otra manera. Podría compartirlo con muchas compañeras, también, porque nos pasan cosas muy parecidas, a veces las mismas. Pero recontra-especialmente, quiero compartirlo con mis compañeros, quienes ya sabíamos que esto nos iba a pasar, nos pasa y seguirá pasando, pero de todas maneras no entendemos por qué
por qué estaremos tan cansados,

si estas historias son de lo más común,
se acumulan
día tras día.

Quizás si las vamos identificando, no haga falta ya meter el testimonio de vida en nuestra agenda política,
el primer testimonio
en la primera agenda
de nuestra primera vida.

Por Helian Katz

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