No hablaré de los estudiantes que hacen ruidos de papel en esta misma mesa de madera clara, no hablaré del frío de esta mañana que dio paso a una entibiada siesta, ni del trabajo para el almuerzo de mi hijito, que quería comer mirando televisión y que, ante mi distraído repaso de un filósofo alemán para dar clases, me sentenció: “Vos querés que me muera.” Así que abandoné todo papelito y me puse a llevarle mínimas porciones de papa y milanesa a su boca oracular.
No hablaré de las mentiras que invento para creer en las frases y en las obligaciones de seguir escribiendo. Anoto sólo un estado: no puedo evitar las quejas y causar ciertos daños anímicos, una inquietud, el enojo, a todas las personas que quiero. Es la duda trágica también. Podría no haber nacido o estar muerto, y entonces, ¿cómo es que sueño con querer a mi familia, a cada uno? La unicidad –que el mundo no existiría sin mí– necesita tantas pruebas que nada la satisface.
No hablaré de las mentiras que invento para creer en las frases y en las obligaciones de seguir escribiendo. Anoto sólo un estado: no puedo evitar las quejas y causar ciertos daños anímicos, una inquietud, el enojo, a todas las personas que quiero. Es la duda trágica también. Podría no haber nacido o estar muerto, y entonces, ¿cómo es que sueño con querer a mi familia, a cada uno? La unicidad –que el mundo no existiría sin mí– necesita tantas pruebas que nada la satisface.
Silvio Mattoni
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