La concepción ética de la política: las corporalidades

La concepción ética de la política
Crédito: Josefina Bustillo
Por Mariano Pacheco. La concepción moral y la concepción ética de la política. Dos miradas que dividen aguas respecto de cómo entender el mundo que habitamos. Dos caminos diferentes a la hora de actuar.

La separación tajante de las acciones a partir de un apriori que divide entre lo que está bien y lo que está mal es uno de los presupuestos desde los cuales parte la concepción moral de la política. Dicho apriori desconoce que no hay política previa a su realización. Por el contrario, la concepción ética de la política, no evalúa si una generalidad se aplica bien o mal a cada caso particular. Ya que más que juzgar, la ética pregunta.
Retomando el conocido lema Spinoza (“No sabemos nunca lo que un cuerpo puede”), Gilles Deleuze plantea que, definiendo las experiencias a partir de la pregunta por lo que pueden, se abre la posibilidad de la experimentación. ¿De qué soy capaz? ¿Qué es lo que pueden nuestros pensamientos, nuestras pasiones y nuestras acciones? Por supuesto, de lo que somos capaces no depende de un simple acto de voluntad sino de una serie de combinatorias de las cuales el tener en cuenta dónde y de qué modo estoy situado se torna fundamental. De allí que Deleuze rescate que la mirada de Spinoza sobre la ética se centra más en las potencias (las acciones y las pasiones de las que es capaz un cuerpo) que en las esencias, como lo hace la moral (“qué puedo, más que qué debo”).
Entendida así, como experimentación, la política se torna fundamentalmente anti-jerárquica, desde el momento en que cuestiona la división entre los que saben y los que no. Es que la concepción ética de la política -a diferencia de la concepción moral, que es absolutamente jerárquica- no se encuentra atada a una escala de valores. No procede juzgando (“esto se acerca más al bien, esto otro, se aleja”). Desde ya, esto no implica no diferenciar entre lo bueno y lo malo, pero dicha diferencia tiene que ver más con la autenticidad de las experiencias que con un deber-ser.
En esta anti-jerarquía fundamental pierde sentido el lugar privilegiado del sabio -aquel que dictamina que está bien y qué está mal, cual es el mejor tipo de sociedad y cuáles son los pasos que hay que dar para conquistarla- o, más bien, se torna prescindible. El lugar del sabio, por supuesto, adquiere distintas posturas de acuerdo a los lugares, las épocas y los contextos. Puede ser el sabio en términos de aquél que tiene más experiencias, el que más leyó o, simplemente, aquél que aprueba o desaprueba lo que hacen o dicen los demás. De allí su lugar reaccionario. Y de allí que lecturas como las mencionadas ayuden a pensar en conjurar su función. Y abrir el campo de posibilidades a experiencias impensadas desde las lógicas morales y moralizantes.

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