BUENAS VIBRACIONES
El placer a manivela: uno de los primeros modelos de vibradores, circa 1880.
Por Mercedes Halfon
Inglaterra, otoño, fines del siglo XIX. Un joven y apuesto doctor quiere abrirse paso en hospitales y clínicas que, pese a los sostenidos avances científicos, siguen tratando a sus pacientes con sangrías y píldoras mágicas. Echado por enésima vez al intentar explicar a médicos y enfermeras la existencia de los gérmenes (“pequeños animales transparentes”), el joven ingresa a un consultorio privado. Lo emplea un destacado médico dedicado a curar la célebre enfermedad que hizo estragos en las mujeres de ese siglo: la histeria. La sorpresa vendrá cuando veamos –tanto el joven y apuesto doctor como los espectadores– la forma en que se alivia a las pacientes: lejos de la hipnosis que impulsó Jean-Martin Charcot, o de la cura por la palabra que muy pronto empleará Sigmund Freud, el tratamiento aplicado consiste en masajes vulvares. Con ese método, el añoso doctor logra llevar a las mujeres a un paroxismo (sic) después del cual sus padecimientos se alivian. O bien pasan a importarles muy poco.
Hysteria, la película de Tanya Wexler, está estructurada por dos historias paralelas que a mitad del film se entrecruzan. La de Mortimer Granville (Hugh Dancy), el doctor joven que se inicia en el tratamiento de la histeria; y la de Charlotte Dalrymple, interpretada por la siempre intensa Maggie Gyllenhaal, hija díscola del empleador de Granville, que abandona la burguesía de su cuna y decide dedicarse a mantener un hogar para niños pobres. Y de paso defender los derechos de las madres de esos chicos, pensarlas como iguales frente a los hombres, capaces de pensar, ser independientes, votar (estamos en 1880). Por eso, si bien Hysteria es una comedia prácticamente de enredos, los hilos que se entrecruzan son varios y están tensos: el de las mujeres burguesas, presas fáciles de sociedades represivas que las hacen convertirse en un misterio hasta para sí mismas; el de la ciencia, que no está despegada del pensamiento de su época y del predomino masculino, razón por la cual cree, entre otras cosas, en un concepto de histeria completamente general y superfluo, que puede curarse con masajes justo ahí; y, por último, el de la histórica lucha de clases que se vislumbra en la siempre industriosa Inglaterra de antaño a partir de la fugaz aparición de mujeres obreras sin tiempo para sofisticaciones tales como una enfermedad mental.
En el centro de Hysteria está el orgasmo. Es a eso a lo que se dedican los médicos manualmente durante buena parte de la historia. Luego, y con motivo de una casual amistad que Granville mantiene con un millonario aficionado a la electricidad, descubren que el mismo resultado puede conseguirse con un aparato movido por una turbina. Así es como descubren nada más ni nada menos que el vibrador. Y aunque este hilo de la historia sea el que más ficcional parezca de todos, es justamente el estrictamente basado en hechos reales. ¿Qué es lo cierto de toda esta disparatada historia? En su libro La tecnología del orgasmo, Rachel P. Maines hace una periodización que une los tratamientos de ciertas enfermedades femeninas y el vibrador en un proceso continuado que ocurre paralelamente a la historia de Occidente. Ya en el siglo II, Galeno había considerado que todos los problemas reconocidos habitualmente como histeria tenían su origen en una insatisfacción sexual profunda, y concibió una cura que se mantuvo intacta en la medicina hasta el siglo XIX. El método consistía en provocar “la crisis de la enfermedad”, denominada “paroxismo histérico”, realizando el mencionado masaje genital terapéutico. Luego, la Revolución Industrial, que transformó el trabajo manual en procesos mecanizados, llegó también a los consultorios médicos y los dormitorios femeninos. Fue George Taylor quien patentó el primer vibrador del mundo, llamado Manipulator (1869-1872), una especie de camilla masajeadora que funcionaba con un motor de vapor y cuyo uso, advertía Taylor a los médicos de su época, debía ser supervisado para evitar el abuso. El modelo británico conocido como Weiss, y diseñado por el doctor Joseph Mortimer Granville hacia 1880, pasaría a la historia como el primer vibrador electromecánico dirigido al mercado médico. El mismo Granville que en Hysteria se enamora de una abanderada de los humildes. Feliz coincidencia.
Y es interesante que la elegida para encarnar ese rol femenino sea justamente Maggie Gyllenhaal, una actriz que hace tiempo viene encarnando personajes femeninos fuertes, “adultos”, desde su salto a la fama con La secretaria, en la que se animaba a una relación sadomasoquista con su jefe, pasando por Más extraño que la ficción, donde se enamora del notable freak actuado por Will Ferrel y es algo así como el prototipo de chica indie desprejuiciada, hasta la periodista madre soltera de Crazy Heart, que le hacía lugar por un tiempo en su corazón al querible y arruinado Jeff Bridges.
En Buenos Aires, el año pasado se estrenó, sin demasiadas repercusiones, En el cuarto de al lado, con dirección de Helena Tritek, protagonizada por Gloria Carrá y Luciano Cáceres, en la que la historia contada era la misma: el médico que cura la histeria, el vibrador, el descubrimiento del orgasmo. Resulta bastante gracioso que el sex shop y el psicoanálisis tengan una génesis común. Aun así, Hysteria le da una vuelta de tuerca más al asunto, a través del personaje de Gyllenhaal. No es sólo la comedieta del orgasmo femenino, que es igual de desconocido que los gérmenes. Hay algo muy interesante en esa chica que se va de un portazo del consultorio de su padre, que desoye profundamente todos los mandatos de su clase y se casa con el inventor del vibrador. Llamémoslo audacia.
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