EL REGRESO LIBERTINO : La explotación genital en la maquinaria cultural


El libertinismo de antaño, ahora devenido género pornográfico, alimenta la matriz de un fenómeno occidental inacabable.

Por Luis Diego Fernández

La explotación genital en la maquinaria cultural
Lecturas. De Filosofía en el tocador, del marqués de Sade, a Cincuenta sombras de Grey, de E.L. James, un abanico literario dedicado a las pasiones de la carne.
“He nacido para el libertinaje. Soy un animal anfibio; amo todo, me divierto con todo, quiero reunir todos los géneros, ¿no es una extravagancia querer conocer a este ser singular?”
D.A.F., Marqués de Sade

Lo explícito no puede ser más mostrado hoy: paradoja impúdica. De allí la pregunta que deberíamos formularnos es: ¿dónde está lo verdaderamente explícito en materia sexual? Signos: a comienzos de este año la productora Pol-ka lanzó la serie Condicionados en el prime time de Canal 13, tomando como eje la historia de un director de cine pornográfico vernáculo y decadente, y su mundo heterodoxo en clave familiar y costumbrista. Otro paso más en este mapa de sentido es el auge editorial del libro Cincuenta sombras de Grey, de la escritora británica que firma bajo el seudónimo de E.L. James: éxito rotundo que incorpora en una trama “romántica” elementos de erotismo sadomasoquista inéditos para un best seller clásico, bien escrito y que no sale de las características prototípicas. En este sentido, algunos críticos han dado en llamar mummy porn a este tipo de literatura comercial con rastros pornográficos que practica James: algo así como ensamblar descripciones de sexo explícito en un marco de novela rosa tradicional.
Que la pornografía es mainstream desde hace tiempo no es novedad; las cifras hablan: una industria que se estima que mueve más de 13.000 millones de dólares al año. Un territorio colosal y sistematizado: desde estilos y estéticas diversas, más o menos hardcore, hasta un star system consolidado y marcado por estrellas singulares –desde Linda Lovelace y Traci Lords, a Jenna Jameson, Belladonna, Nina Hartley y la reciente Sasha Grey–, muchas de ellas con libros editados, en los cuales reflexionan casi como intelectuales específicas sobre su oficio y sus prácticas. Ahora bien, ¿qué podemos inferir de todo este arsenal significante? A veces el dato no aporta un indicador conclusivo y tajante, pero hay que ser ciego para no ver que la pornografía, y el discurso libertino implícito en torno a ella, ya forma parte de la cultura popular, hasta permitirnos llegar a articular una expresión tal como “porno para mamis” (cuando en verdad el porno se escondía de las mamis). 
Porno viene de porné, en griego, la grafía de la prostituta: son historias de putas. La porné es la grafo de la puta que en la antigüedad griega y latina ha sido central y compañera de hombres notables: de Pericles a Epicuro (ambos vivían con meretrices), de las damas ligeras del travestido Arístipo de Cirene al poeta latino Horacio, que frecuentaba casas de placer. El grafo de la puta narraba esas historias de burdeles a los cuales asistían los políticos, guerreros e intelectuales de nota. La puta (hoy representada en la pornostar), en algún sentido ha devenido el emblema y el símbolo (en la última década) de la mujer libertaria y cultivada, que reivindicaba en los tiempos antiguos su territorio de autonomía por fuera de la familia: una forma de feminismo. Desde las Venus paleolíticas graficadas con falos prominentes hasta la exhibición de la cocina del cine pornográfico en series en horarios centrales de televisión y best sellers con elementos sádicos para mamás, parece que asistimos a una suerte de oleaje que coloca al linaje libertino, del cual la pornografía es depositaria, en un sitio insólito pero siempre perecedero. Si, como Michel Foucault bien señaló, la era victoriana, lejos del puritanismo, fue la eclosión del discurso libertino y de las sexualidades polimorfas y heréticas (por fuera de la mera cópula reproductiva heterosexual), hoy estos discursos darían cuenta de un regreso avant la lettre. Como sea, la historia de la filosofía libertina es extensa y apasionante, y su continuidad la vemos en la pornografía triunfante de estos tiempos, cuando las madres compran novelas sadomasoquistas y las actrices porno tienen pretensiones intelectuales.
El término “libertino” adviene de libertinus, palabra usada en latín para denominar al “esclavo liberado por su amo”, emancipado. Posteriormente, Juan Calvino la emplea (en 1545) para referirse a “herejes que piensan libremente y niegan el pecado”. A partir de allí se la usa en sentido peyorativo como impío, incrédulo, ateo, licencioso, desvergonzado o lujurioso. El modelo de libertino aparece en escena a partir de la figura literaria de Don Juan, de Tirso de Molina –luego reciclada múltiples veces en Bryon, Molière y otros–. Aunque algunos remitan a Giacomo Casanova, lo propio es que éste iba de cacería y no hacía un elogio del sexo tarifado, como suele ser evidente en el libertinismo más orgulloso: la actitud de Casanova, en rigor, es la de un amante compulsivo, no la de un libertino como Sade. Más sexual y menos esteticista que el dandy, el libertino es un antecedente del playboy que creara Hugh Hefner en el siglo XX. Para el libertino la razón es el cuerpo, y todo aquello que vaya contra o normativice sus pulsiones, instintos y deseos es negado e inmoral.
A grandes rasgos, podemos denominar filosofía libertina al pensamiento que va desde la muerte de Michel de Montaigne en 1592 al deceso de Baruch Spinoza en 1677. Es una vertiente del pensamiento barroco que luego se extiende en los ultras de la Ilustración con el caso de Sade en el siglo XVIII. La filosofía libertina es de inspiración montaigneana, es decir, los Ensayos son el disparador de su desarrollo y fundan su visión de mundo. A riesgo de resultar forzados pero claros, podemos hablar de dos formas de libertinismo: el libertino erudito, es también llamado “librepensador” y “epicúreo”, como Pierre Gassendi, y, por otra parte, el libertino de costumbres, el disoluto en prácticas sexuales, como el Marqués de Sade. Sin embargo, la separación de ambos es menor ya que todos, en algún sentido, pertenecen a las dos categorías. El libertino erudito suele ser libertino sexual.
Tanto Cyrano de Bergerac, Julien Offray de la Mettrie, como D.A.F. Marqués de Sade marcan el lineamiento de este pensamiento: los tres racionalistas, de costumbres sexuales disolutas, moralmente inmanentes, aristócratas y en gran medida narcisistas. El mito donjuanesco está en ellos. Poco se sabe de Cyrano de Bergerac. Nació en 1619 en Toulouse y padeció una “enfermedad secreta”, que todo indica que fue sífilis. Las fuentes no marcan si fue homosexual o bisexual –lo segundo es más probable, como casi todo libertino–. En 1655 murió porque una viga se cayó en su cabeza, y nos legó un año antes sus Cartas satíricas y amorosas como expresión de su pluma. La mejor definición de Cyrano es libertario, siempre decía para despedir a sus amigos: “Pensad en vivir con libertad”.
La Mettrie fue una suerte de Sócrates en Hipócrates. Sufre un síncope cardíaco y a partir de allí toma el ideario de Epicuro y Montaigne como sus filosofías de cabecera. ¿Cuál es su ideal? La voluptuosidad construida bajo la razón. El arte de gozar obedece a la voluntad. Muere por indigestión de faisán y trufas a los 45 años. Sus grandes placeres eran las prostitutas, actrices de burlesque, la pintura, el teatro, la conversación, la galantería, el vino y la mesa. La filosofía de La Mettrie, expresada en el Discurso sobre la felicidad (1748), tiende a aceptar lo que la naturaleza nos ofrece sin remordimientos. La Mettrie desarrolla un auténtico hedonismo donde la voluptuosidad es asunto del corazón y el exceso es placer sin disfrute. Una moral de la felicidad individual, del instinto, que rechaza las convenciones sociales.
El Marqués de Sade estudió con los jesuitas. Su vida (1740-1814) no hay que verla como un espejo en el que inspiró sus obras lujuriosas y criminales. Si bien su existencia fue excesiva, no tuvo una relación directa con la apología de la destrucción a la que han llegado algunos de sus textos más extraordinarios. Sade era aristócrata y ateo, y fue despreciado por Napoleón, que ordenó su arresto por depravación, luego de calificar a Justine como un texto abominable. Quizá lo más importante de su aporte filosófico sea el concepto de “isolismo” y sus reflexiones dialogadas encarnadas en la figura del filósofo libertino y sodomita Dolmancé, protagonista de La filosofía en el tocador (1795), su texto más conceptual. Para Sade es claro: el hombre es corporalidad material pura, un fragmento incapaz de comunicarse con los demás. Una mónada solitaria. Por ello, existen dos tipos: los fuertes, amos, y los débiles, esclavos. Los primeros sojuzgan a los débiles. Lo interesante de Sade habrá sido introducir la reflexión sobre el sexo en la filosofía. El proyecto de Sade es de un egoísmo integral: el placer es la única ley a la que obedecer. Y siempre se debe elegir lo que el deseo reclama sin tener en cuenta las consecuencias en el otro. La libertad será la de someter a cualquiera bajo los deseos de uno. Contra el pacto social, Sade propone una sociedad libertina secreta –el Castillo de Silling en la Selva Negra, epicentro de Los 120 días de Sodoma–, donde el lema será: “probar todo para no estar a merced de nada”. Esta perfecta autonomía del libertino sadiano se acerca, aunque parezca extraño, a una suerte de neoestoicismo moderno. El hombre sadiano está solo y lo acepta; su energía sexual (libido) desbordante implica su singularidad. El libertinismo de Sade, en algún sentido, conlleva un arte de vivir, ya que si bien la lujuria no tiene límite, sí tiene orden. El código de Sade es la condición para el goce desenfrenado. Si bien en su vida tuvo excesos y transgresiones –prácticas homosexuales, fetichistas, etc.–, las pasiones de Sade fueron la escritura –su profusa y grafómana obra así lo prueba–, los paseos y las mujeres ligeras del teatro. Su influjo en el siglo XX es evidente en grandes mentes: desde Pierre Klossowski a Georges Bataille y Michel Foucault.
El libertino argentino, al igual que el libertino europeo, está atravesado por las mismas obsesiones: el alcohol, las mujeres ligeras (la prostituta de piringundines y tanguerías, pero también la vedette de revista o el travesti), el dandismo lumpen y cierto hedonismo neobarroco. Resulta indudable que existe un claro libertinismo en la vida de Domingo Faustino Sarmiento: su vida orgiástica, tal como testimonia en los registros de gastos de su viaje balzaciano, como diría David Viñas –allí leemos “orjía” (sí, con j)–. Pero también estas esquirlas pornográficas aparecen en las obras de Barón Biza, Lascano Tegui y, desde luego, en Osvaldo Lamborghini, Néstor Perlongher y Copi. Todo ello trasunto en escrituras libidinales que rompen el corset del género: autores degenerados y transversales.
En alguna medida, las variaciones de la categoría libertina se resignifican y actualizan en el siglo XX en la literatura de Osvaldo Lamborghini, en particular en su obra final inacabada titulada Teatro proletario de Cámara (1982-1985): apogeo de imágenes pornográficas de revistas no exentas de cierto refinamiento en sus intervenciones. En Lamborghini no hay sexo sin violencia y abuso de poder. Son relaciones inescindibles. Siguiendo a Foucault en el Prefacio a la transgresión, podemos decir que la categoría de transgresión implica dos cuestiones: la sexual, la anomalía de los cuerpos, y, por otra parte, la discursiva, de la flexión de la lengua, la incorporación o contaminación de lo plebeyo, vulgar, soez, en el marco de la jerga filosófica o psicoanalítica. Transgredir, en este sentido, es profanar o pervertir, esto es: desactivar un viejo uso para generar nuevos. La transgresión es una categoría estética en Lamborghini. Esa matriz ya está en El Fiord: una revolución política y pornográfica: pornopolítica. Todos los personajes de Lamborghini son pedazos de carne (“carne social”) movidos por la única dirección posible: la pulsión. Por fuera de valores o instituciones, el decir mismo está desestabilizado por lo sexual.
Si lo transgresivo propio de todo discurso libertino hoy está corrido, tenemos que avanzar hacia otros territorios: eso ya lo muestran las producciones del cine pornográfico más extremas –donde se ve desde transexualidad hasta bondage–: la relación heterosexual tradicional mostrada de forma explícita ya no aporta nada a esa carga de lo explícito: cuando se corre la línea, sólo queda bajar y bajar, y el discurso del libertinismo que encalla en el género pornográfico avanza en esa política libertaria hacia variantes que destruyen todo tipo de “monosexualismo”. Quizá lo libertino siempre haya requerido esa instancia de corrimiento permanente hasta llegar a lo no dicho, hasta que, efectivamente, es mencionado y mostrado, y asimilado en el mercado dominante. Si lo aceptado es lo explícito, lo transgresor deberá bucear una vez más. Ya lo dijo Paul Valéry: “lo más profundo es la piel”. Las combinaciones revelan su potencia, y el pudor siempre reclama no ser reconocido.

Orgías de la  patria
Sarmiento fue un libertino sexual, un hombre del siglo XIX –además, un dandy, flaneur y bon vivant, como testimonia en sus viajes con profusos gastos en vestimenta y gastronomía–. A sus ya citadas orgías parisinas, hay que agregar su intención de “violar” a Mariquita Sánchez –de la que era muy buen amigo–. Sarmiento describe la erección que padeció al charlar y verla, y que tuvo que ocultar simulando mirar un cuadro. Su visión escéptica del matrimonio es lógica: “se apaga con la posesión”, le señala en una carta a un primo en 1843. Sin embargo, Sarmiento se casó con la chilena Benita Martínez y tuvo dos hijos. Pero su gran amor fue Aurelia Vélez Sarsfield.
En algún sentido, Palermo, como barrio libertino de principios del siglo XXI, modifica el principio sarmientino, y dice: “barbarie en la civilización”. No hay dicotomías ni exclusiones. Lo “bárbaro” del exceso, del instinto, se da en lo “civilizatorio” porteño y específicamente palermitano. Es interesante pensar entonces en la variación del territorio hedónico en la ciudad: la pata enófila/gastrónomica y del espectáculo; los bosques, delimitan la zona roja de travestis y del “negocio del deseo”.

Osvaldo Lamborghini: libertinaje y pornopolítica
En abril de 1985 escribe Osvaldo Lamborghini una carta desde Barcelona, donde residía, en la que señala lo siguiente: “me puse un tallercito para pintar todo el material porno que consumo. Es eclesial. Las caras bestcelestiales de las mujeres gozando, ardiendo en technicolor –mal impreso en España–, es decir, impreso por Goya: chorreando de la vulva sobre el peligro (pene) amarillo. Delicias expresionistas. Los artistas del género ya lo están despreciando”. Sobre esta obra inconclusa señaló Ricardo Strafacce: “Los textos del Teatro Proletario de Cámara reproducían, de otra manera, la receta (política y pornografía) de El Fiord. El resultado, sin embargo, distaba del brillo de aquel texto inaugural y la puesta en página de aquellas digresiones políticas precedidas, sucedidas o interrumpidas por el desparpajo multicolor de penes, vaginas, nalgas, pechos, bocas, manos e incluso pies en todas las combinaciones imaginables revelaba que la explicitación plástica del deseo (o del “sexo sin objeto y sin objetivo”) era demasiada compacta (las muchachas de las fotografías eran, en general, bellísimas; los hombres, apetitosos)”.
La literatura de Osvaldo Lamborghini puede ser grotesca, un género imposible, una subversión del lenguaje y una perversión textual. La identidad se reduce a puro cuerpo: mutante y fuera de género. Cuerpo transexual. Cuerpos anómalos, fuera de ley. De allí, entonces, la expresión pornopolítica. Lo libertino en clave local viene de esta impresión política.

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