autonomía corporal: trabajo sexual



Algunas notas de una feminista pro-sexo y NO-ABOLICIONISTA
“NINGUNA mujer nace para PUTA”. NINGUNA PUTA. Ese es claramento el subtexto de tan tajante afirmación.
En lo personal como feminista (y un tendal de asociaciones mutantes más), estoy ciertamente harta del feminismo moralizante, victimizante y anti-puta.
El debate “trabajo sexual, ¿sí o no?” me parece un maniqueísmo desde donde es muy difícil construir. No puedo estar a favor o en contra del trabajo sexual/prostitución, porque inherentemente el trabajo sexual no es ni bueno ni malo (o en todo caso, podríamos remitirnos al anarquismo y al situacionismo para afirmar que ningún trabajo es bueno o dignificante). Creo profundamente que aquel feminismo que sostiene en su abanico argumentativo razones intrínsecas para defender o repudiar algo, en términos de clausura en “bueno/malo”, es un feminismo que rehuye por completo al análisis crítico, a la capacidad de auto-crítica y a la posibilidad de ser interpelado y enriquecido por contextos y agentes políticos a los que no está teniendo en cuenta.

Aquí van cuatro cuestiones sobre las que me interesaría discurrir:

I
Pensar el trabajo sexual como algo intrínsecamente degradante es, por un lado, instituir arbitrariamente un régimen de legitimidad dividido entre “trabajo bueno, humana y moralmente dignificante” y “trabajo malo, degradante, desmoralizador, alienante”, eludiendo los contextos –sociales, políticos, culturales, geográficos, etc.-, y también los privilegios, según los que un trabajo puede ser ejercido y reconocido como trabajo.
Eso me dispara las siguientes preguntas: ¿puede algún trabajo ser edificante, empoderador, constructivo dentro de una matriz capitalista, atravesada por las coordenadas del clasismo, racismo, sexismo, heteronorma, cisexismo, androcentrismo, feminización forzada, precarización de lo femenino, etc.? ¿Qué es lo que se está juzgando aquí? ¿El trabajo sexual en tanto trabajo? ¿O es el término “sexual” aquello que incomoda, interpela, hace ruido a gran parte del feminismo y muchos discursos progresistas? ¿Por qué la fuerza de trabajo sexual debería separarse de otras fuerzas de trabajo a la hora de pensar circuitos de intercambio económico? ¿Es la sexualidad aquella última frontera no-transgredible, aquella sobre la cual se establecen las calidades de la dignidad? ¿Con qué parámetro, con qué criterio y quién distribuye las gradientes de lo digno? ¿Por qué es menos digno trabajar con el sexo, que con la mente, las manos, los ojos? (si es que fuera posible compartimentar definitivamente y aislar el ejercicio de funciones y prácticas individual*s unas de otras). En el panorama actual, con las particulares configuraciones de capitalismo, clasismo, racismo, sexismo en nuestras coordenadas sudakas, si de trabajos precarizados o de sujet*s vulnerad*s se trata entonces, ¿por qué falla el énfasis a la hora de denunciar la gran mayoría de las prácticas y situaciones laborales para la gran mayoría de l*s sujet*s precarizad*s y vulnerad*s por este sistema?
Nuevamente, ¿el problema con el trabajo sexual será “el trabajo” o “lo sexual”?

II
Se me hace necesario volver a insistir con esta pregunta hasta el cansancio. ¿Por qué la sexualidad todavía ocupa un lugar ponderado, sagrado, metafísico, fundacional, celado por la moral? 
¿Es la sexualidad aquello valioso y sagrado tanto ha alimentado el discurso de otr*s sobre mi cuerpo, otro templo inalienable, cuyo cuidado y autogestión más vale caerían sobre otr*s (instituciones, familia, Estado, partido, etc.)? ¿La sexualidad sigue siendo aquel núcleo inalienable, aquello que define, recorta, o mejor dicho, construye fundacionalmente al individuo? ¿Por qué movimientos cimentados bajo la rúbrica “lo personal es político” necesitan convalidar a toda costa ese lugar de lo sexual? ¿Es necesario tener un Santo Grial a celar y proteger?
Aquí arriesgo una conjetura personal. La sexualidad continúa siendo considerada y conceptualizada como una esencia valiosa, propiedad inalienable del individu*, o mejor dicho, garantía ontológica del individu* mismo. De acuerdo a esta concepción, tanto la sexualidad como el cuerpo son entendidos como “orgánicos”, “naturales” y aquí la calidad de “natural” funciona como un índice de redención moral (“natural es bueno”) y también como una excusa para activar toda una compleja maquinaria de poderes con el fin de custodiar, resguardar, velar y garantizar por “la pureza originaria de aquello natural”: nunca está de más recordar que “natural” funciona como un dispositivo de legitimación moral de los discursos más conservadores, a “lo natural” históricamente se le ha enfrentado lo “contra-natura”, la desviación, la anomalía.
Según estos términos, al parecer la “sexualidad” ES, efectivamente, el/la individu* mism*: el ya consabidísimo discurso de la prostitución como sinónimo de “vender el cuerpo” o “convertir el cuerpo en moneda de cambio”. Según este lugar común, ella, él, pero históricamente en los imaginarios, ella, “se venden”. ¿Qué es lo que venden? ¿A sí mism*s, su cuerpo, su estatuto de individu*, su historia? ¿Cómo sería “consumido” aquello que se “vende”? ¿Es realmente esto posible?
De este modo, tanto discursos conservadores como discursos progresistas suscriben –explícita o tácitamente- a un mismo sustrato moral que elabora y regula jerarquías –de orden puramente cultural, sujetos a una determinada intencionalidad política- que definen a la esfera sexual como una última frontera intransigible del sujet*.  

III
Y eso me lleva a la siguiente cuestión. La sexualidad como sede de dignidad y el cuerpo como templo configuran y serializan “sujetos-víctima” objeto de discursos, políticas de higiene moral, existencias precarias/precarizadas asistidas, dependientes, vulnerables. Todo discurso construye sujetos a los que describe, valida, defiende, asiste, visibiliza, impugna. En este sentido, la mayoría de las veces, el discurso de la “violencia de género” no pone en cuestión, sino que reactualiza una y otra vez la ontología simbólico-social de la víctima/victimario (“es natural que los varones sean victimarios/es natural que las mujeres sean víctimas”). La victimización recurrente de sujetos femeninos/feminizados a través de los discursos (sean feministas o no, sean radicales o no) es, justamente, una forma de explotación física, social, simbólica; por una parte se anula y niega por completo el capital político, la historicidad y especificidad situada de est*s actor*s políticos, por otra parte, se los concibe únicamente desde un lugar inercial de diagnóstico social, indulgencia y paternalismo: no saben, ni pueden hablar por ell*s mism*s, porque están alienad*s/no saben lo que les conviene o es bueno para ell*s/etc.
La victimización sistemática de las trabajadoras sexuales, putas y prostitutas por parte del "pensamiento progresista" es una de las formas más flagrantes de fragilizar, objetualizar, infantilizar y negar rotundamente el capital político, la historicidad, la complejidad de los debates internos dentro de estos movimientos.  Por otra parte, y quizás aquí podría saltar el paredón y zambullirme de lleno en el discurso con mi propia historia de femme-queer-feminista, muchas veces he experimentado una fuerte censura y violencia política hacia toda expresión polimorfa de lo femenino dentro del movimiento feminista. La sobre-valoración compulsiva de lo femenino dentro una sociedad heterosexista muchas veces ha dado lugar a una sistemática infra-valoración y denostación de lo femenino dentro del feminismo. Para much*s, nos resulta muy difícil pensarnos, enunciarnos y construirnos desde una alter-feminidad o desde una feminidad que sensiblemente hacemos nuestra y que transitamos políticamente con orgullo y deseo.  Así como las chongas, bomberos, invertidas, tribadistas son existencias, iconografías, presencias-fantasma, obsesiones disonantes para el imaginario sexo-genérico occidental, y figuras-estandarte para gran parte del activismo y las poéticas LGTB, lésbicas, feministas; las putas y las frígidas, imágenes de una feminidad revulsiva, patologizada, de mujeres impropias, desaprobadas, incorrectas en más de un sentido (moral, biológico, psicológico, político, social) siempre fueron esa gran ausencia, esa gran desgracia, ese enorme e incómodo silencio que suena a vergüenza y fobia dentro de las discusiones, las historias, las acciones, las reflexiones y los discursos.

IV
Por último y fundamentalmente, ¿hasta qué punto es radical un movimiento que suscribe a un programa punitivo de sociedad, que legitima el lugar político de la prohibición/abolición/censura/represión y le otorga al Estado un rol clave en ese sentido?
A su vez, a contrapelo de políticas punitivas que continúan vulnerando, exponiendo y confinando a est*s sujet*s a vivir de parches políticos de un asistencialismo mezquino y precario, y que termina produciendo de manera serializada perpetuas "víctimas y sujet*s de riesgo", se deberían activar múltiples propuestas y experiencias políticas de empoderamiento, autonomía y reconocimiento entre espacios y dentro de espacios. Exorcizar la víctima o cuestionar el dispositivo de victimización subyacente en muchos de nuestros discursos es fundamental para reconocer (en el sentido que planteaba más arriba) y dejarnos interpelar por sujet*s políticos que, efectivamente, se encuentran a nuestro lado hace muchísimo tiempo, somos nosotr*s en potencia o son parte nuestra desde hace rato.
de Morganita Surrealisme, el Domingo, 1 de Julio de 2012 

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