El rock de la Historia: reciclaje y basurero

Greil Marcus no sólo es considerado el crítico más importante de la historia del rock, sino el que utilizó esa nueva cultura como prisma para entender los cambios profundos que modificaron la sociedad occidental durante la segunda mitad del siglo XX. Su mirada excede por mucho el fenómeno musical y El basurero de la historia (Paidós), una colección que reúne ensayos de distintas etapas de su carrera, expone lo que podría considerarse su método: leer la cultura y la Historia en eso que ellas mismas desechan.
 Por  Greil Marcus
Este libro es una discusión acerca del modo en que la historia forma parte de la vida cotidiana; acerca de la forma, muchas veces invisible, en que se ha hecho siempre la historia, en gestos y palabras tanto como en los actos no sólo de hombres de Estado y de criminales, sino de nosotros mismos. Es un libro acerca de la persistencia de la historia; acerca de la manera en que los gestos, las palabras y los actos del pasado se burlan de cualquiera que diga Dejemos todo eso detrás o, con aún más arrogancia, ¡Gracias a Dios que finalmente dejamos eso atrás! Negar el Holocausto y negar que la mala cara que le pusiste a tu hijo no tiene nada que ver con la mala cara que tu madre o tu padre te pusieron a vos son parte de la misma historia –o antihistoria–: la negación del hecho de que en cada gesto, palabra o acto hay una historia.
Las historias que traté de contar en estas páginas –historias, entre otras, sobre hechos policiales, discursos, canciones, novelas, películas, religión, el Guernica de Picasso y pinturas rupestres, la Biblia y el Muro de Berlín– son también historias sobre el modo en que la historia sirve para falsificar, engañar, evadir, negar un impulso que parece no conocer límites. Hasta las sociedades más tradicionales, fieles a sus antepasados, se encuentran con acontecimientos que sus respectivos autorretratos narrativos no pueden asimilar y que son expulsados como si nunca hubieran existido. Igualmente, las sociedades más educadas, sofisticadas, tecnológicas y, por así decirlo, más archivadas, pueden practicar el mismo truco; hasta que años después, décadas o incluso generaciones o siglos más tarde, la historia nos toma por el cuello.
Piénsese en 68, el libro de Paco Ignacio Taibo II de 2004, y en todos los años que pasaron. En el libro, PIT vuelve sobre la Masacre de Tlatelolco del 2 de octubre de 1968, en la Plaza de las Tres Culturas de México, DF, pocos días antes de que la apertura de los Juegos Olímpicos atrajera la atención del mundo entero sobre la capital. Y pongo a prueba estos nombres, lugares y fechas porque, tan familiares como hoy puedan parecernos, pasaron décadas y vidas enteras sin tener noticias de lo ocurrido; años de silencio, como si los acontecimientos referidos por esos nombres, lugares y fechas nunca hubieran ocurrido. En medio de ese miasma, de esa sensación de ser arrojado fuera de la historia –fuera de la historia que uno mismo vivió, presenció, hizo–, comenzamos a dudar de nuestra propia memoria, como si la memoria fuera una tortura y el olvido, un alivio.
Ese día y esa noche y durante los días siguientes, incontables sujetos –porque incluso hoy no se sabe cuántos fueron– fueron asesinados, arrestados, torturados y desaparecidos. Después de la limpieza inicial de la plaza, para evitar que hubiera disturbios y protestas contra la opresión y la injusticia que arruinaran el espectáculo que estaba por comenzar, el objetivo o el proyecto fue hacer desaparecer no sólo a los participantes y a los testigos, sino también al acontecimiento mismo. Volver a la calle o a las escalinatas de un gran edificio público para conmemorar a los que murieron o para pronunciar los nombres de aquellos que podían o no estar muertos significaba que tu nombre podía agregarse a la lista.
El olvido toma diferentes formas. En 2001, cuando mi hija más joven, Cecily Marcus, vino a la Argentina a realizar una investigación para su tesis de doctorado sobre comunicación cultural durante la dictadura (un estudio que hoy se llama In the Vaginal Library (En la biblioteca de la vagina]) y a entender cómo fue que las personas seguían diciendo la verdad aun sabiendo que hablar en público, o incluso en privado, podía significar inmediata detención, desaparición, tortura y muerte, se encontró con que una y otra vez, no importa si hablaba con gente en la universidad o en centros culturales, con directores de grupos de teatros o de clubes de cine, con editores de revistas o archivistas, la gente le contaba la misma historia. Había aprendido a contarla: “Primero decían que durante la dictadura no había actividad cultural o resistencia. Pero entonces me hablaban de las revistas y los panfletos que llevaban o guardaban secretamente; de las reuniones con otros poetas o adolescentes o profesores de las que nunca se tuvieron noticias; de las revistas que editaban y hacían circular entre amigos; de los libros que juntaban y enterraban en el suelo; de los periódicos que escribían en la prisión, que enrollaban como papel de cigarrillo y se metían en la vagina. No lo consideraban algo importante, no lo pensaban como resistencia sino como parte de la vida, ni tenían la sensación de que lo que estaban haciendo no era otra cosa que tratar de mantener las tradiciones culturales, políticas y artísticas que les parecían importantes”. Bajo la inimaginable presión de la dictadura, estos actos eran gestos que formaban parte de una vida cotidiana subestimada, vividos en una especie de clandestinidad transparente; no existía la idea de que mientras la gente realizaba estos actos, estaban haciendo historia, escribiendo la historia. Y la premisa de este libro es que eso es exactamente lo que estaban haciendo.
Como en los Estados Unidos, con sus linchamientos, revueltas raciales y ataques terroristas sepultados, borrados, silenciados, anónimos –como la Masacre de Bath School de 1927, cerca de East Lansing, capital del estado de Michigan (no se preocupen si no escucharon hablar de ella; casi nadie en los Estados Unidos la conoce)–, toda sociedad encontrará sus modos de silenciar sus propias historias; de convertir un sobrio testimonio en el griterío de un loco, de mezclar la verdad y la mentira hasta que, para el agrado de muchos, ni siquiera un investigador o un místico sea capaz de distinguir una de otra. Pero pasado el tiempo, tarde o temprano, todo fracasa.

El reciclaje de la histeria versus el basurero de la historia

 Por Pablo Schanton
En una parte de este libro, veremos a su autor camino a Londres en 1980, yendo a entrevistar al grupo de post-punk Gang of Four para la revista Rolling Stone. Su lectura de cabecera para ese trayecto periodístico sería la biblia del situacionismo: La sociedad del espectáculo (1967) de Guy Debord. En la mente de Greil Marcus (San Francisco, 1945), sendas críticas del capitalismo –la del activista francés, la de los roqueros ingleses– se intersectaron automáticamente. Ambos apuntaban contra el mismo target, la alienación que produce vivir indirectamente a través del fetichismo de las mercancías y los medios de comunicación, es decir, vivir “mediados” por el “espectáculo” (justamente, el disco de los Gang se llama Entertainment!). “La crítica de Debord sigue insatisfecha en 1980 como en 1967, o como lo sigue estando hoy”, escribió Marcus en 1993, dentro del artículo “Riesgo de contagio” que se incluye en El basurero de la historia. Y detengámonos ya en ese “hoy”.
Marcus –hoy como entonces, crítico de rock, pero también profesor universitario– confía en la potencialidad performática del “hoy”. Porque “hoy” puede quedar en el 1967 del Marcus adulto e incluso en nuestro 2012. Aprendió de las idas y vueltas del rock que una demanda que logró ser acallada en un momento puede ser reactivada cuando menos se la espera. Es el retorno de lo reprimido de la Historia en la historia lo que Marcus quiere escribir. Digamos, la capacidad de volver a irrumpir que tiene lo que en 1989 definió como “inconsciente cultural”, aquel que va tramando su propia historia a la sombra. Cuando reivindica a Bob Dylan en tanto historiador, porque “su talento más grande es traer hasta el presente el pasado, dotado de espesor”, Marcus habla de sí mismo. Y al autorretrato le suma otra voz, la del soviético Mijail Bajtin, cuya concepción de la historia se sintetiza en una especie de aforismo que Marcus usa de acápite: “Nada está muerto para siempre; todo sentido tendrá su fiesta de retorno”. “Debord escribe para mantener esas demandas sueltas en el mundo, para dejar que el mundo sea juzgado por ellas”, asegura, rematando que los situacionistas liderados por el francés fueron “unos delirantes, condenados a los bajos fondos de la historia”, es decir, echados al basurero.
Vamos comprendiendo que, para Marcus, la historia no es un pasado cerrado. Suelta demandas insatisfechas que el crítico cultural tiene la responsabilidad de reactivar en su “hoy”. Al basurero de la historia le opone su reciclaje de la histeria, la actualización de las promesas de felicidad y los deseos sin cumplir que laten desde el pasado.
La meta es despertar con un nuevo beso a la Bella Durmiente de la Historia.
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Marcus se especializa en el análisis prismático de un detalle musical, sonoro o fonético (escribió más de doscientas páginas sobre una sola canción, “Like a Rolling Stone” de Dylan), por eso en el grano de la voz de Rotten puede “sentir” esa demanda insatisfecha de las subculturas previas. Aquí, en nuestro libro, se preguntará: “¿Cuántas historias pueden contarse tocando la cuerda de una guitarra?”, y se responderá: “Más de lo que suponemos”. Es trabajo del crítico multiplicar las suposiciones. Sus dos últimos libros, sobre The Doors y Van Morrison, llevan al extremo la posibilidad de contar historias a partir de una canción o una subversión fonética. En el ensayo sobre el Guernica de Picasso, homenajea al profesor Herschel Chipp, quien le enseñó a armar una “matriz de causalidad y posibilidades” a la hora de analizar una obra de arte montando relaciones y relatos con otras. Esa “matriz significativa” permite “jugar con los detalles”. Detrás de este método, subyace una gran confianza en la sobredeterminación cultural del rock.
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“¿Cómo vas a comparar un puñado de canciones de dos minutos y medio con los libros de Melville o solo con Moby Dick?” Marcus se figura la objeción que podrían hacerle a su método crítico. Este es capaz de detectar microscópicos “laberintos profundos y retorcidos” en la canción “Stones in my Passway” del blusero Robert Johnson, para luego superponérselos a los panorámicos que se reconocen, con menos lentes de aumento y más unanimidad, en las páginas de El sonido y la furia de William Faulkner. En “Cuando entras a un lugar”, Marcus eleva a Johnson como un objeto de estudios, desestimando tres tentaciones tan académicas como periodísticas: la sociología, la musicología y la biografía. “Hay material suficiente como para completar una biografía... Y aun así, la música de Robert Johnson no ha logrado ser reducida, contenida, ni siquiera comprendida”, concluye. Sucede que Johnson superó las expectativas históricas donde lo enmarcaba el corsé de la tradición (el blues del Mississippi). Si al crear su obra un artista logra sacudirse la crisálida de ese determinismo histórico, entonces no queda remachado a su época y la sobrevive. Por eso, Marcus puede hilvanar a Johnson con los trágicos griegos y con Melville. La trascendencia histórica de una obra depende de su apertura, de su incompletud, de la histeria, del misterio que lega: “Una nota musical (en la voz de Van Morrison) tan inconclusa e insatisfecha que podés comprender por qué la eternidad parece estar cabalgando sobre su espalda”, escribió Marcus en su libro reciente sobre Van Morrison.
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En el libro acerca de The Doors, Marcus cita la definición que daba Jim Morrison sobre un concierto de rock: “Un encuentro público al que convocamos para una clase especial de discusión dramática”. Cuando lo vemos al crítico polemizando particularmente con cada una de las reseñas que glorificaron a Ragtime y Nashville, no es difícil imaginarlo organizando ese meeting público como un teatro para la discusión, nada muy lejos de la descripción de Morrison ni de la clásica ágora. Influido por su ídola, la crítica del cine de The New Yorker Pauline Kael, Marcus confía por completo en la capacidad de una rutinaria review (una versión con velocidad periodística del ensayo) para abrir una visión del mundo, virtud que también le atribuye a una mera canción radial. Una reseña no solo funciona como plataforma de opinión sobre tales contenidos, sino también para inventar nuevas formas de argumentar, criterios propios para armar cánones, modos de ubicarse en la cultura que no son los que instituyen ni el mercado ni la academia.

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