"felicidades"



Gente con problemas
David Voloj*
Un espíritu cultivado habría comprendido
que en toda verdad se esconde un chiste.
Sergio Bizzio / Daniel Guebel
1
En mi familia se hablaba poco, no porque hubiese tabúes ni nada parecido sino porque papá era autista y ese desorden no favorecía el diálogo.
A mí me costaba entender la situación y aceptar que de un momento a otro se le apagara el cerebro. Pero era así. Papá partía de viaje a la dimensión desconocida sin avisarnos. Nos dejaba su cuerpo en consignación, inerte, la mirada fija en un punto incierto del horizonte, la mano extendida a media asta, la boca abierta. Él no tenía la culpa, el problema lo excedía y, como rechazaba el tratamiento, cada avance era en realidad un retroceso. El equipo médico hablaba de varias enfermedades: autismo, síndrome de Asperger, depresión melancólica, demencia. Como les costaba dar en la tecla, nos sugirieron llevarlo a una clínica especializada en trastornos para continuar con la terapia, pero mamá se negó a firmar los papeles de la internación. Dijo que ella iba a cuidarlo, que ella misma iba a hacerse responsable de su integridad física y mental porque cualquier drama se podía solucionar con un poco de afecto.
Papá pasaba la mayor parte del día en el patio de invierno. Antes de enfermarse había trabajado en un vivero y ahora se entretenía removiendo la tierra. Le gustaba lustrar las hojas de las plantas, rociar las flores con fertilizante, quitar los pétalos ajados, matar hormigas, vaquitas de San Antonio, pulgones. Con las hormigas negras se ensañaba particularmente; las seguía con la mirada desde que aparecían por la boca del hormiguero, después les cercaba el camino con la palma de la mano y las partía al medio con una uña. Era un espectáculo bastante triste de contemplar; los bichitos se retorcían, giraban con la ayuda de las antenitas y trataban de encontrar la parte mutilada, su otra mitad.
A mamá tanto silencio le resultaba insoportable. Como apenas salía de la casa y las amigas nunca iban de visita, hablaba sola. Tenía mucha vida interior; hablaba y hablaba y nunca se aburría. Yo la veía mover los labios mientras baldeaba los pisos o planchaba la ropa. Debía ingeniárselas para entretenerse, así que encendía el televisor desde la siesta hasta el anochecer. Hacía zapping y luego comentaba las novelas, analizaba las novedades de la farándula, comparaba las ventajas de los productos de limpieza que aparecían en las publicidades. Tenía una envidiable capacidad de saltar de un asunto a otro. En sus interminables monólogos podía darse la razón, contradecirse, enojarse consigo misma.
Mamá disfrutaba de la rutina. Siempre usaba su viejo delantal de cocina bordado al crochet, el pañuelo de gasa atado al pelo, unos guantes de goma amarillos con olor a menudos de pollo. Los días pasaban y pasaban y ella hacía las mismas tareas de la casa sin cuestionarse el porqué de las cosas. Cuando yo regresaba de clases me preguntaba cómo me había ido en la escuela, si me gustaba alguna chica. Pero antes de que pudiera responderle me interrumpía diciendo qué lindo o mirá vos y me mandaba a hacer las compras.
—Volvé rapidito —insistía al darme la lista de cosas que debía traer, lo cual limitaba mis posibilidades de diálogo con el almacenero. Apenas si nos dábamos el saludo y las gracias.
A mí en la escuela me tenían por callado. Y con razón. El Normal estaba lleno de chicos crueles que se reían de los defectos ajenos. Decían que papá necesitaba un cambio de pilas, que mamá no jugaba con todos los jugadores. Con esa clase de gente resultaba imposible hablar; además, los profesores nunca ponían límites y hasta festejaban los chistes.
Por eso, de chico, mi única compañía era Capitán. Él me escuchaba, me entendía, me acompañaba. Capitán era un dogo corpulento que un buen día apareció en el baldío, al lado de casa y, desde cachorrito, ocupaba la vacante de hermano menor. Se portaba bien. Si me veía medio triste empezaba a saltar, me lamía la cara, me arrastraba del pantalón para jugar. Yo sabía cuándo necesitaba ir de paseo, por qué rompía las sábanas colgadas, dónde enterraba los gatos que descuartizaba por la noche. Si papá quería darle de comer y, como de costumbre, se tildaba, Capitán empezaba a llorar. Un perrazo. Jamás le tiró un tarascón, aunque papá tuviese un jugoso pedazo de carne en la mano.
2
En casa podía fallar la comunicación, pero existían otras cosas para divertirse. Nos gustaban las fiestas, por ejemplo. Cualquier fecha, desde los cumpleaños hasta el aniversario de un diente caído, era motivo de celebración. Mamá tenía especial devoción por la Navidad. A principios de noviembre sacaba las cajas con los adornos y decoraba el living con guirnaldas rojas, verdes, láminas con la imagen de Papá Noel, campanitas bañadas con nieve artificial. A mí me tocaban el arbolito y el pesebre. Con témpera y acuarelas pintaba las manchas de humedad de las bolas, pegaba las alas rotas de los angelitos con engrudo.
Papá nos miraba trabajar sin decir una palabra.
Cada tanto, mamá nos sacaba fotos con la Polaroid. A ella le gustaba que la gente saliera natural, espontánea. Si al revelar una foto notaba que alguien había sonreído o posado, la rompía; detestaba cuando las personas fingían para el flash. De allí que en los retratos yo aparezca con una mirada entre seria y amargada, y papá con la cabeza cortada o mirando para otro lado.
Quien la pasaba mal en las vísperas de Navidad era Capitán. Los petardos y las bombas de estruendo lo enloquecían. Nadie podía acercársele a menos de dos metros. Debe haber tenido los oídos sensibles porque ladraba y ladraba, se golpeaba la cabeza contra la pared, se sacudía para todas partes y después volvía a ladrar. Temíamos que le diera un ataque al corazón, aunque más miedo nos daba que cortara la cadena y se escapara.
Una Navidad cenamos con el abuelo. Al terminar salimos a la calle y miramos el cielo, pero los fuegos artificiales se hacían esperar. Después de un rato nos cansamos de tener la cabeza levantada para nada. Volvimos adentro.
Como en casa se acostumbraba cenar a las ocho en punto, aún faltaba bastante para los regalos. Nos reunimos a esperar la medianoche alrededor del pesebre. El abuelo me regaló unas monedas para la alcancía y amagó con marcharse, pero mamá puso mala cara y lo obligó a quedarse con nosotros. Yo me moría de los nervios. Estaba ansioso por el magnífico monopatín cromado que había pedido. Tanto esfuerzo para conseguir los excelentes de la libreta me aseguraba el regalo.
En la radio pasaban villancicos. El locutor simulaba una entrevista con Papá Noel. Mamá se frotaba las manos, me miraba como si yo aún no supiese que Papá Noel son los padres.
—¡Qué año este! —dijo después.
—Sí —respondió el abuelo.
—Sí, ¿no? ¡Qué año!
—Sí.
—Y sí… ¡Qué se le va a hacer!
—¡Qué se le va a hacer!
Papá comía pasas de uva. Estaba recostado en el piso, con la cabeza apoyada en uno de los almohadones. Llevaba puestos una camiseta sin mangas, pantalones de vestir y un par de chinelas remendadas con alambre. Miraba las lamparitas del árbol que se prendían y se apagaban y se volvían a prender. Después de un rato, cambiaba de posición. Cuando roncaba, yo chasqueaba los dedos para despertarlo; entonces se desperezaba y volvía a concentrarse en las luces. En determinado momento, abrió la boca y levantó una mano. Se hizo un silencio. Todos lo miramos, a la expectativa. Pero no dijo nada; tuvo un acceso de tos y escupió en el pañuelo.
—¿Qué hora es? —preguntó el abuelo.
—Las diez y cinco —dijo mamá.
—Faltan dos horas.
—Cómo se pasa el tiempo...
—Sí, cómo se pasa...
—Rápido...
—Sí...
—¡Qué cosa!
Fui a la cocina a buscar una botella de ananá fizz. Escondía las manos en los bolsillos para no mirar el reloj. Por la calle, las motos hacían picadas, levantaban tierra. Si yo hubiese tenido mi monopatín cromado, el monopatín que salía en las publicidades de la Billiken, también habría salido a hacer picadas, güilis, y hasta me hubiese animado a andar con una sola mano.
—Tranquilo —me dije al abrir la puerta del congelador—. Falta menos.
3
Mis recuerdos se parecen a las matrioshkas, a las mamuschkas, esas muñecas rusas que traen otras adentro. Mamá tenía un juego en la cómoda. Al principio, las muñecas parecen lindas y nada indica que las siguientes vayan a ser muy distintas que digamos. Pero si uno las observa bien, reparando en los detalles, puede notar que la más pequeña tiene algo intimidante: las pinceladas se tornan imperfectas, los ojos se hacen bizcos, un rictus diabólico aparece en la sonrisa. Como mis recuerdos.
Aquella Navidad, el locutor anunció la medianoche a los gritos. Nadie se animó a confesar que nos habíamos quedado dormidos. Después de brindar, comimos turrón con maní. Mamá había gastado todo el papel fotográfico de la Polaroid, pero igualmente hacía destellos para recrear el ambiente.
Al pie del árbol estaban los regalos. El paquete con mi nombre resultó tener poco de monopatín cromado y mucho de pulóver escote en V, tejido a dos agujas. Me quedaba holgado, pero mamá dijo que justamente lo había hecho hacer así para que pudiera usarlo en invierno. Papá recibió su saco de paño gris dentro de la bolsa de la tintorería, el abuelo se quedó sin nada porque ya estaba grande y mamá, al abrir el suyo, trastabilló de la emoción. Cayó encima del pesebre.
El angelito de yeso perdió un ala.
—¡La falta que me hacía! —gritó mamá desde el suelo, agitando la bolsita de hilos, agujas y dedales—. Si hasta trae el enhebrador, como en la propaganda. ¡Es practiquísimo!
Papá casi sonríe.
Luego brindamos. Me dejaron tomar ananá fizz.
Algo decepcionado por mi regalo, salí al patio. Capitán le ladraba a cuanta bengala volaba por el cielo, exasperado por el ruido y las luces.
El abuelo debe haber pensado que el perro saltaba para jugar. Fue una lástima porque se le acercó y, cuando estuvo a media distancia, Capitán le saltó a una pierna. Un par de tarascones le bastaron para dejarle el huesito de la tibia colgando de un tendón.
Al escuchar los gritos del abuelo, mamá vino a socorrerlo.
4
En Navidad, las operadoras de taxis descuelgan los teléfonos, no pasa un ómnibus por la calle y tampoco funcionan los servicios de emergencia. La gente que necesita trasladarse, es gente con problemas.
Cuando la ambulancia se dignó a llegar, el abuelo había perdido mucha sangre y estaba inconsciente. Mamá lo acompañó al hospital mientras el oficial que se quedó a averiguar qué había pasado le gritaba a papá.
—¡¿Cómo te llamás?! —le preguntaba—. ¿Me vas a decir tu nombre, qué pasó con el perro? ¿O querés pasar la noche en la comisaría?
El policía carecía de paciencia. A la novena vez que le pidió el nombre y las explicaciones del hecho, me acerqué a explicarle que papá era autista. Como desconfiaba, le mostré la historia clínica donde se detallaban sus problemas de salud.
—Bueno, nene. Perdoná —se disculpó mientras ojeaba la carpeta.
—Está bien…
—¿Y tu papá se volvió autista de grande?
—Eh… —dije.
—Una vez vi un programa, en el Discovery. Decían que esto empieza cuando son chicos.
—Ajá…
—¿Y qué piensan del perro? —me preguntó.
—Y... —dije.
—Es un peligro.
—Mmm…
—Deberían sacrificarlo.
—Eh...
Aunque a mí jamás se me hubiese ocurrido matar a Capitán, me gustó conversar con el oficial.
Cuando el patrullero se retiró, cerré con llave y acomodé un poco el desorden. Después me lavé los dientes, prendí la tele, la apagué porque no había nada interesante y me fui a acostar.
Entonces, como si fuese un sueño o parte de un sueño, papá entró a mi habitación. Se acercó despacio, tratando de no hacer ruido, esquivando los soldaditos de plástico atrincherados alrededor de mi cama. Yo aún estaba despierto, de modo que mis ilusiones se renovaron. En un abrir y cerrar de ojos, creí ver una rueda y hasta el manubrio cromado de mi monopatín.
Pero lo que pasó fue más extraño.
—Felicidades —susurró papá.
Después me dio un beso en la frente, me cubrió con las sábanas y salió de la pieza sonriendo, como si algo importante hubiese sucedido, como si desde ese momento las cosas fueran a cambiar.

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