Cine y Danza: Wenders y Bausch

Bailando en la dimensión desconocida

Pina Bausch fue la suma sacerdotisa de la danza. Una figura espectral que sobrevivía a cigarrillos y café y cuya visión penetrante tocó las alturas y los infiernos de la condición humana. Su aura convirtió a la poco llamativa ciudad alemana de Wuppertal en un lugar de peregrinación artística. Bausch cambió el paisaje del arte, lo reinventó, volviéndose ella misma una categoría única de la danza contemporánea. Por eso Pina, la última película de Win Wenders, es en parte un documental y en parte una elegía sobre la legendaria coreógrafa, que murió en 2009.
Durante casi cuarenta años, Wim Wenders y Pina Bausch –una de las bailarinas contemporáneas que cambiaron el arte del siglo XX, llenándolo de misterio e historia al mismo tiempo– soñaban con hacer algo juntos. Recién con la tecnología 3D, el director se animó. La idea era filmar las performances de los bailarines del Tanztheater Wuppertal, la compañía que Bausch dirigió durante 36 años. Pero poco antes de empezar, Pina Bausch murió. Los bailarines decidieron seguir adelante y Pina es un logro mayúsculo, que lleva el 3D a una dimensión mesurada, humana e indispensable para disfrutar el homenaje a la mujer que le dio cuerpo y movimiento a la conciencia europea.
 
 Por Maria Gainza
La columna vertebral de la película son las performances de los bailarines del Tanztheater Wuppertal, la compañía de danza que Bausch dirigió durante 36 años. Para aquellas personas curiosas, pero un poco cínicas respecto de los verdaderos méritos de la danza contemporánea, introducirse en esta película es algo así como una epifanía. De golpe, se puede ver y entender la combinación de exquisitez técnica, innovación teatral y expresión personal que vuelve la obra de Bausch tan relevante en el siglo XX.
Como en su documental de 1999 Buena Vista Social Club, Wenders se deja absorber por la creatividad del otro para producir un tributo fantasmal y una evocación surrealista del trabajo de su amiga. Filma coreografías míticas como Café Müller, Vollmond, La consagración de la primavera y Kontakthof y luego sale a las calles de una ciudad áspera reconstruida tras la guerra para registrar pequeños solos. En el famoso Schwebebahn, un trencito monorrail que va por el aire, sobre una escalera mecánica o dentro de un bosque cubierto de hojarasca los bailarines se mueven con una cualidad plástica solo vista en la pintura. Los cabellos negros de una mujer se zarandean por el espacio como las cerdas de un pincel, otra baila abrazada a un hipopótamo sobre el agua. La visión es onírica, brillante, y muestra cómo el genio de Bausch ha inspirado a todos los que la rodean, incluso al mismo Wenders.
Pina ha logrado además un matrimonio perfecto. Una fusión fascinante entre la danza y la tecnología. Filmada en 3D, la película revela que este chirimbolo tecnológico puede ser una herramienta genuina para explorar el mundo. Por primera vez, el efecto óptico aparece despojado de la pátina de divertimento barato y sensacionalista con la que Hollywood lo ha bañado. En Pina el truco visual está a disposición de una visión profunda: la tecnología, utilizada sin cinismos y con mesura, les da peso, volumen y presencia a los bailarines. De repente, el 3D se siente humano.
Para que el 3D cobre vuelo, se necesita movimiento, por eso la película de Werner Herzog, La caverna de los sueños que también utilizaba esta tecnología, no termina de funcionar. Las pinturas rupestres, por más hermosas que sean, son bidimensionales. Por supuesto, es fascinante verlas de cerca, pero fuera de eso el 3D no puede hacer mucho por ellas. En cambio Wenders lo usa para explorar las relaciones espaciales y destrabar las coreografías. La máxima “Nada más aburrido que el teatro filmado” pierde, por fin, su razón de ser. Cuando un bailarín se te acerca en la oscuridad y luego se detiene para flotar en el aire, tus ojos se salen de las órbitas. Te encontrás entrando y saliendo del trance. Wenders lleva la cámara sobre el escenario para que los bailarines interactúen con el lente como si la tecnología fuera una performer más y no un intruso. ¡Sólo pensar lo que hubiera hecho Fred Astaire con un chiche así!
Martha Graham decía que los artistas eran acróbatas de dios y aun así sorprende ver con qué certeza en las coreografías de Bausch los bailarines se lanzan unos sobre los otros, se tiran al vacío, dándole un sentido nuevo a la noción de “salto de fe”. Son coreografías de una intensidad emocional cruda, extenuante. El escenario está cubierto de tierra, de agua, de sillas o mesas. Sobrevuela un aire ritual. Pero lo que subyace en toda su obra es la pregunta: ¿Qué anhelas? ¿De dónde viene todo ese deseo? Nos pasamos la vida anhelando y luego, antes de morir, anhelamos entender nuestra vida y nuestra muerte.
En los pocos momentos en los que, a partir de material de archivo, se la ve bailar, Bausch es hipnótica. Mueve los brazos como si fueran serpientes, camina por el escenario como si hubiera resucitado entre los muertos. Pero así como confiaba en su cuerpo, parecía recelosa de las palabras. Las direcciones que daba a sus bailarines eran famosas por lo crípticas, acertijos de una esfinge. El lenguaje corporal era lo único que importaba y, en los pocos momentos en los que habló, dijo cosas como: “Hay situaciones que te dejan sin palabras... ahí es dónde entra la danza”. Fiel a su amiga, Wenders no hace concesiones a una biografía convencional. El foco es la obra y sólo algunos comentarios aislados sugieren la personalidad elusiva de Bausch: “Sigan buscando”, dicen que dijo. Insistía en que su trabajo debía hablar por ella. De no haber muerto, habría sido una figura lejana en el documental, no muy distinta de su interpretación de la Princesa Lheremia en Y la nave va de Fellini, aquella mística que podía ver colores en la música.
No hay pistas de cómo se armó todo. No hay ensayos, ni nada que muestre a Bausch como directora. Sólo un par de comentarios que la evocan como un ser inalcanzable y un poco cruel también, como lo era la otra gran dama de las artes que cosechó fanáticos, Louise Bourgeoise. Cuenta una bailarina: “Después de meses de ensayo se me acercó y dijo: Tenés que volverte más loca. Eso fue todo lo que me dijo en los veinte años que estuve en la compañía”. Esto se escucha como voz en off sobre planos cortos en donde los bailarines miran a cámara sin hablar. En ningún momento abren la boca porque ellos comunican a través de la danza. Es una idea linda pero aun así es la parte más desabrida. Una y otra vez escuchamos sobre “la fuerza y la fragilidad” de Pina y después de un rato esto comienza a perder sentido. Todo lo que necesitamos saber se expresa mejor en movimiento.
Así como fue aplaudida, Bausch fue también duramente criticada. Su detractora principal, la crítica de danza de The New Yorker, Arlene Croce, la declaró culpable de producir “un arte que se victimiza” y una “pornografía del dolor”. Pero Bausch no es sádica y lo más admirable de su trabajo es su capacidad de sumergirnos en el misterio. Puede arrojar una duda sobre la cotidianidad más ínfima. El tema subyacente es la soledad, la violencia y la imposibilidad de encontrar la redención. Es como ver la psiquis traumatizada de Europa hecha carne. Lo que resulta perturbador, lo que nos permite considerar sus coreografías hermosas, no es la culpa sino la indiferencia que dejan ver. Los bailarines vagan por el escenario perdidos en Café Müller, sus cuerpos largos y crispados recuerdan las esculturas de Giacometti, no saben lo que les ha sucedido y es en su ignorancia donde reside su patetismo. Junto a Francis Bacon, Bausch habló sobre el dolor como ningún otro artista del siglo XX. Sin cuestionar, sin desenmarañar, sino aceptando que lo peor ya ha sucedido.
Wenders y Bausch, dos faros luminosos en la Alemania occidental de los años ‘70, venían conversando desde hace tiempo sobre la idea de filmar algo juntos. Durante veinte años fueron y vinieron con ideas pero el proyecto no se concretaba. Wenders parecía no encontrarle la vuelta, tenía dudas sobre cómo hacerle justicia a la intensidad del estilo Bausch. “¿Lo hacemos ahora?”, preguntaba Pina y Wenders contestaba: “Lo haría, pero aún no sé cómo”. Hasta que llegó el siglo XXI, con los nuevos adelantos en tecnología 3D y entonces el director comprendió que era el momento. Estaban a punto de empezar el rodaje cuando Pina murió, cinco días después de haber sido diagnosticada con un cáncer. Sin ella, Wenders decidió desechar todo, pero los bailarines tenía otra idea, al fin y al cabo, las coreografías estaban listas y había suficiente material para ponerse a trabajar. “Bailemos, bailemos, de lo contrario estamos perdidos”, las palabras de Bausch resonaban en sus cabezas. Ahora, verlos bailar sin su maestra baña de una cualidad trágica a la película. Parecen niños grandes que han perdido a su madre, apóstoles de un movimiento espiritual cuyo líder se ha sacrificado por un fin mayor.
El resultado es virtuoso: sin sentir que un bailarín se nos va a caer encima podemos experimentar la profundidad física del espacio y su gravedad. En tiempos en que Hollywood se está quedando sin gas para su 3D, Wenders demuestra que la tercera dimensión puede ser mucho más que el glaceado sobre la torta. Por eso, optar por la alternativa de ver Pina en 2D en el living de sus casas no es perderse un detalle, es perderse el punto fundamental.

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