María Remedios del Valle
Por Cynthia Ottaviano
La Argentina tiene un padre. O hasta dos: San Martín y Belgrano. Pero también tiene una madre, María Remedios del Valle. Una madre ausente, ignorada, gracias a la burocracia política y a plumas como las de Bartolomé Mitre, que no podían permitir que una mujer reuniera la condición de madre y soldado, heroína y negra, benemérita y pobre, todo a la vez.
María Remedios del Valle no sabía nada de Mitre cuando, durante las invasiones inglesas, decidió guardar las mochilas de los soldados del Cuerpo de Andaluces que necesitaban aligerar la marcha hacia los Corrales de Miserere (hoy Plaza Miserere, en el Once). Tampoco el 6 de julio de 1810 cuando se sumó, junto a su marido y sus dos hijos, a las filas del Ejército Auxiliar del Norte, donde hizo cuanto pudo y le dejaron. Era mujer entre hombres y, aún más raro, con la piel más negra que la noche.
El 23 de septiembre de 1812, en la víspera de la batalla de Tucumán, se presentó ante Belgrano y le suplicó que la dejara asistir a los heridos que se amontonaban en las primeras líneas. Belgrano se negó: el campo de batalla no era cosa de mujeres. No tuvo en cuenta que la rabia de la libertad no sabe de géneros. Remedios del Valle actuó en la retaguardia desafiando las órdenes del general. Pronto se convirtió en leyenda entre la tropa, que comenzó a llamarla la Madre de la Patria. Belgrano terminó cediendo: fue la única mujer admitida en su milicia.
María Remedios perdió a su marido y a sus hijos bajo las balas enemigas, pero se destacó en las batallas de Salta, Vilcapugio y Ayohuma. Tras la derrota, cayó en manos españolas. Tenía seis heridas de bala en su cuerpo y fue azotada en público durante nueve días. Cada azote abría una rajadura hasta el hueso, por donde avanzaba un ejército invisible de gérmenes y bacterias. Infecciones que, al final, ahorraban munición a los realistas.
Sobrevivió al castigo y burló el cerco, para volver a pelear, aun cuando no eran tiempos para que las mujeres se les atrevieran a las armas. Hace 200 años era noticia que un grupo de mujeres se animara a donar fusiles y no a empuñarlos. La Gazeta de Buenos Aires reseñó esos casos de mujeres pudientes, "nobles y bellas (...) que no pueden desempeñar las funciones duras y ásperas de la guerra (...) No pueden desplegar su patriotismo con el esplendor que los héroes en el campo de batalla". Por eso "desahogaban su patriotismo" comprando fusiles y suplicaban "que manden grabar su nombre en el fusil que costean". Eso pidieron Mariquita Sánchez de Thompson, Carmen Quintanilla de Alvear y otras mujeres paquetas, cuyas historias perduran hasta nuestros días: que las hicieran trascender en una chapa grabada. Ni consideraban la posibilidad de pisar el campo de batalla. María Remedios del Valle, sí.
Cuando la revolución triunfó, no se supo más nada de ella. Era apenas un mito. Un mito andrajoso, encorvado y mendicante, envuelto en un manto de payetón pardusco, que ofrecía pastelitos en la Recova (hoy Plaza de Mayo), pobre de toda pobreza, con 60 años y más arrugas de las que pudiera contar.
En ese preciso momento fue reconocida por el general Juan José Viamonte. "¡Pero si es la Capitana, la Madre de la Patria!", exclamó el diputado sin creer lo que veía y la instó a que presentara un pedido de pensión para dejar de mendigar.
María Remedios presentó su pedido. El 11 de octubre de 1827, los diputados de la Junta de Representantes de la Provincia de Buenos Aires lo trataron. Según se lee en las actas de la sesión, la llamaron "una heroína", "una infeliz que si no fuese por su condición (pobre) se habría hecho célebre en todo el mundo", "una mujer de mérito que no merece que olviden sus servicios". Pero se olvidaron durante nueve meses, porque la Historia es demasiado hombre para contar a las mujeres. Recién el 18 de julio de 1828 volvieron a trabajar sobre el pedido. Esa noche Viamonte explicó que la mujer era conocida "por el primer oficial hasta el primer General (...) la he visto entre filas de soldados, curar a los heridos y tomar el fúsil y ser víctima". Tomás Anchorena aseguró: "Es una mujer singular (...) no había acción, en que ella pudiera tomar parte, que no la tomase, y en unos términos que podría ponerse en competencia con el soldado más valiente (...). El título de Capitana del Ejército se lo dio el General Belgrano (...) y lo oí ponderar su oficiosidad y esmero".
Finalmente, los diputados votaron el otorgamiento de una pensión de $ 30, desde el mismo día que María Remedios la había pedido. Para tener una idea de la escasa generosidad para con una heroína revolucionaria, vale precisar que una lavandera ganaba 20 pesos, mientras que el gobernador cobraba $ 666. La libra de aceite rondaba $ 1,45, la de carne $ 2 y la de yerba $ 0,70. A María Remedios le otorgaron un peso por día.
Un diputado quiso ir más allá de la pensión y pidió que "se forme y componga una biografía y que se haga un monumento". Fue demasiado. "Esto es materia de un proyecto de decreto y debe presentare en forma conforme al reglamento", le respondieron. Por no violar el reglamento de la Honorable Sala de Representantes, hoy no existe la biografía oficial de María Remedios del Valle. Tampoco el monumento. Apenas dos calles, una en la ciudad de Buenos Aires, en Parque Avellaneda, y otra en Mar del Plata; una escuela en Villa Soldati y otra en el partido bonaerense de Azul; una escuela municipal de Enfermería y una Casa de la Mujer en San Isidro.
Murió sola el 8 de noviembre de 1847, después de haberse cambiado el nombre por el de Remedios Rosas, en reconocimiento al gobernador Juan Manuel de Rosas, quien la había ascendido a Sargento Mayor, en 1829. La Argentina sigue con sus dos padres. De la "Madre de la Patria" no hay siquiera un retrato. Ni una ilustración.
Agradecimiento: Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires "Doctor Ricardo Levene", dependiente del Instituto Cultural de la Provincia de Buenos Aires.
http://www.elargentino.com/nota-155372-42-Maria-Remedios-del-Valle.html
La Argentina tiene un padre. O hasta dos: San Martín y Belgrano. Pero también tiene una madre, María Remedios del Valle. Una madre ausente, ignorada, gracias a la burocracia política y a plumas como las de Bartolomé Mitre, que no podían permitir que una mujer reuniera la condición de madre y soldado, heroína y negra, benemérita y pobre, todo a la vez.
María Remedios del Valle no sabía nada de Mitre cuando, durante las invasiones inglesas, decidió guardar las mochilas de los soldados del Cuerpo de Andaluces que necesitaban aligerar la marcha hacia los Corrales de Miserere (hoy Plaza Miserere, en el Once). Tampoco el 6 de julio de 1810 cuando se sumó, junto a su marido y sus dos hijos, a las filas del Ejército Auxiliar del Norte, donde hizo cuanto pudo y le dejaron. Era mujer entre hombres y, aún más raro, con la piel más negra que la noche.
El 23 de septiembre de 1812, en la víspera de la batalla de Tucumán, se presentó ante Belgrano y le suplicó que la dejara asistir a los heridos que se amontonaban en las primeras líneas. Belgrano se negó: el campo de batalla no era cosa de mujeres. No tuvo en cuenta que la rabia de la libertad no sabe de géneros. Remedios del Valle actuó en la retaguardia desafiando las órdenes del general. Pronto se convirtió en leyenda entre la tropa, que comenzó a llamarla la Madre de la Patria. Belgrano terminó cediendo: fue la única mujer admitida en su milicia.
María Remedios perdió a su marido y a sus hijos bajo las balas enemigas, pero se destacó en las batallas de Salta, Vilcapugio y Ayohuma. Tras la derrota, cayó en manos españolas. Tenía seis heridas de bala en su cuerpo y fue azotada en público durante nueve días. Cada azote abría una rajadura hasta el hueso, por donde avanzaba un ejército invisible de gérmenes y bacterias. Infecciones que, al final, ahorraban munición a los realistas.
Sobrevivió al castigo y burló el cerco, para volver a pelear, aun cuando no eran tiempos para que las mujeres se les atrevieran a las armas. Hace 200 años era noticia que un grupo de mujeres se animara a donar fusiles y no a empuñarlos. La Gazeta de Buenos Aires reseñó esos casos de mujeres pudientes, "nobles y bellas (...) que no pueden desempeñar las funciones duras y ásperas de la guerra (...) No pueden desplegar su patriotismo con el esplendor que los héroes en el campo de batalla". Por eso "desahogaban su patriotismo" comprando fusiles y suplicaban "que manden grabar su nombre en el fusil que costean". Eso pidieron Mariquita Sánchez de Thompson, Carmen Quintanilla de Alvear y otras mujeres paquetas, cuyas historias perduran hasta nuestros días: que las hicieran trascender en una chapa grabada. Ni consideraban la posibilidad de pisar el campo de batalla. María Remedios del Valle, sí.
Cuando la revolución triunfó, no se supo más nada de ella. Era apenas un mito. Un mito andrajoso, encorvado y mendicante, envuelto en un manto de payetón pardusco, que ofrecía pastelitos en la Recova (hoy Plaza de Mayo), pobre de toda pobreza, con 60 años y más arrugas de las que pudiera contar.
En ese preciso momento fue reconocida por el general Juan José Viamonte. "¡Pero si es la Capitana, la Madre de la Patria!", exclamó el diputado sin creer lo que veía y la instó a que presentara un pedido de pensión para dejar de mendigar.
María Remedios presentó su pedido. El 11 de octubre de 1827, los diputados de la Junta de Representantes de la Provincia de Buenos Aires lo trataron. Según se lee en las actas de la sesión, la llamaron "una heroína", "una infeliz que si no fuese por su condición (pobre) se habría hecho célebre en todo el mundo", "una mujer de mérito que no merece que olviden sus servicios". Pero se olvidaron durante nueve meses, porque la Historia es demasiado hombre para contar a las mujeres. Recién el 18 de julio de 1828 volvieron a trabajar sobre el pedido. Esa noche Viamonte explicó que la mujer era conocida "por el primer oficial hasta el primer General (...) la he visto entre filas de soldados, curar a los heridos y tomar el fúsil y ser víctima". Tomás Anchorena aseguró: "Es una mujer singular (...) no había acción, en que ella pudiera tomar parte, que no la tomase, y en unos términos que podría ponerse en competencia con el soldado más valiente (...). El título de Capitana del Ejército se lo dio el General Belgrano (...) y lo oí ponderar su oficiosidad y esmero".
Finalmente, los diputados votaron el otorgamiento de una pensión de $ 30, desde el mismo día que María Remedios la había pedido. Para tener una idea de la escasa generosidad para con una heroína revolucionaria, vale precisar que una lavandera ganaba 20 pesos, mientras que el gobernador cobraba $ 666. La libra de aceite rondaba $ 1,45, la de carne $ 2 y la de yerba $ 0,70. A María Remedios le otorgaron un peso por día.
Un diputado quiso ir más allá de la pensión y pidió que "se forme y componga una biografía y que se haga un monumento". Fue demasiado. "Esto es materia de un proyecto de decreto y debe presentare en forma conforme al reglamento", le respondieron. Por no violar el reglamento de la Honorable Sala de Representantes, hoy no existe la biografía oficial de María Remedios del Valle. Tampoco el monumento. Apenas dos calles, una en la ciudad de Buenos Aires, en Parque Avellaneda, y otra en Mar del Plata; una escuela en Villa Soldati y otra en el partido bonaerense de Azul; una escuela municipal de Enfermería y una Casa de la Mujer en San Isidro.
Murió sola el 8 de noviembre de 1847, después de haberse cambiado el nombre por el de Remedios Rosas, en reconocimiento al gobernador Juan Manuel de Rosas, quien la había ascendido a Sargento Mayor, en 1829. La Argentina sigue con sus dos padres. De la "Madre de la Patria" no hay siquiera un retrato. Ni una ilustración.
Agradecimiento: Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires "Doctor Ricardo Levene", dependiente del Instituto Cultural de la Provincia de Buenos Aires.
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