Orgullo intersex


Del lagrace Volcano, representante del Reino Unido,
 y Mauro Cabral durante
 el encuentro de Bruselas, 
en una foto tomada por Del.

Este año, por primera vez, se reunieron activistas intersex de los cinco continentes. El primer acuerdo al que llegaron es un llamado a detener las mutilaciones genitales infantiles en nombre de la “normalización” de esos cuerpos que no pueden ser leídos ni como hombres ni como mujeres al momento de nacer. Sin embargo, son muchas las preguntas que se abren una vez suscripto el primer acuerdo: ¿cómo se incorpora la I de intersexual en esa sigla que intenta glosar el arco político de la diversidad sexual? ¿Hay algo más que corrección política en ese gesto? ¿Cómo se enfrenta a la medicalización de los cuerpos intersex cuando éstos parecen definirse desde el diagnóstico? ¿Las personas intersex son la oportunidad para cuestionar el sistema que divide al mundo entre hombres y mujeres? Las respuestas están abiertas y también escritas en los cuerpos de quienes ahora, en conjunto, dicen basta.

 Por Mauro Cabral
Se acerca el mes del Orgullo y con él todas sus marchas y sus banderas, sus reuniones de organización y sus consignas, sus escenarios y sus órdenes de precedencia, sus boliches con sus camiones, sus organizaciones y sus volantes, sus balances del día después, y también el día que viene después a ese día, y el año que falta para la marcha del año que viene. Y esta vez, otra vez, como otras tantas veces, se plantea la pregunta por la I en el Orgullo, por la I de intersex al final de Glttttbi, esa versión reducida del abecedario que declara contener entera la política de la diversidad sexual en la Argentina.
Hace años que la pregunta por la I se repite, más o menos en los mismos términos. Podría decirse, por supuesto, que la pregunta de qué hacer con la I no tiene nada de nuevo; qué hacer con la I y, en realidad, qué hacer con quienes nacimos bajo su signo y su sino es una pregunta vieja como son los trapos. Y lo cierto es, paradójicamente, que sin importar cuál sea la respuesta, la pregunta volverá a ser preguntada –la era siguiente, el siglo siguiente, el manual siguiente, la ley siguiente, el Orgullo siguiente, el nacimiento siguiente–. La intersexualidad es así, una cuestión que no se resuelve. Una cuestión que, más bien, (se) revuelve. ¿Qué hacer con la I? ¿Reconocer su existencia en tanto que I, o reconocer su derecho a devenir F o a devenir M? ¿Afirmar su imposibilidad de transformarse en F o M, o decretar su obligación de transformarse en F o M? ¿Subsumirla políticamente bajo una T, la T de Trans? ¿U organizarla bajo otra T, la T de Trastorno? ¿Inscribirla en el registro? ¿Borrarla en el cuerpo? ¿El Orgullo de l*s monstru*s, o el Padecer de l*s enferm*s? Todo eso, y más que eso, es la pregunta por la marcha de la intersexualidad entre nosotr*s.

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Si hay algo que me gusta en esta vida es escribir sobre intersexualidad. Se trata del tema, por supuesto, del tema que tengo atravesado entre el cuerpo: tematización encarnada. Sobre todo, sin embargo, se trata de la escritura. La escritura en sí, la escritura como duplicación. Y es que escribir sobre sexos duplos multiplica los dobleces al infinito –porque la intersexualidad es, entre otras cosas, una escritura: la escritura del bisturí en la carne, la del intersexo en la historia clínica, la del registro en el archivo, la escritura de la diferencia sexual en las fantasías normadas de nuestra occidentalidad–. Escribir sobre intersexualidad prueba, en cada trazo, que es posible escribir sobre eso mismo que la escritura médico-legal escribe en otros términos, cuando escribe: eso es imposible. Y entonces volverlo posible. Por eso escribo.

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La historia del mundo se ha ocupado muchas veces de nuestra historia. Hemos sido material de religiones, supersticiones y leyendas; hemos sido ejemplos asombrosos de lo apenas entrevisto en reinos lejanos; hemos sido, y somos, ejemplos curiosos de las maneras en las que otras gentes de otras épocas y otros pueblos trataban a l*s que nacían con los dos sexos, con varios, con ninguno. Hemos sido, y somos convocad*s a ilustrar otras historias, la historia del sexo y la historia de la homosexualidad, la historia del género y la historia del feminismo, la historia de la representación médica y la historia de la pornografía, la historia del deseo y la historia de su disciplinamiento. No obstante, son extremadamente escasas las oportunidades que hemos tenido, y tenemos, de escribir nuestra propia historia –en el sentido de una historiografía o, más bien, de una contrahistoria, pero también en aquel otro sentido, el de esa serie de decisiones tomadas en nombre propio a la que llamamos la propia historia–.
A comienzos del mes de septiembre un grupo de veinte y tantos activistas intersex nos reunimos en Bruselas, convocad*s por la ILGA (es decir, la Asociación Internacional de Lesbianas y Gays, que incluye también a Trans, Bisexuales e Intersex) y su rama europea, ILGA Europa. A la reunión asistieron activistas intersex de países tales como Alemania, China, Sudáfrica, Nueva Zelanda, Dinamarca, Italia, Estados Unidos, Australia, Bulgaria, Holanda, el Reino Unido, Suecia, Argentina; la ausencia de activistas del Sur Global fue profundamente sentida. Faltaron, por ejemplo, Natasha Jiménez, de Costa Rica, y Jorge Santana, de Ecuador; faltó Julius Kaggwa, que le pone el cuerpo al activismo intersex en Uganda.
Al final de los tres días de encuentro se redactó y aprobó un comunicado de prensa –el mismo que el SOY publicó en sus páginas hace unas semanas atrás–. Ese comunicado daba cuenta de nuestros acuerdos y, sobre todo, de ese acuerdo que ha fundado y sostenido al movimiento intersex desde sus comienzos, ese acuerdo que es, hasta hoy mismo, una llamada que no cesa, una herida abierta: hay que detener la mutilación genital infantil intersex.
Es cierto: el foro internacional de activistas intersex es un acontecimiento histórico en sí mismo –la primera vez de...– pero tod*s sabemos, o deberíamos saber a estas alturas, lo indexadas que están las primeras veces. La historia que vale la pena contar, creo yo, no es la historia de su haber tenido lugar, sino la historia a la que dará lugar, la que está teniendo lugar ahora mismo, en todas partes, cada vez que alguien más se entera del foro y piensa “Dios mío, esta gente no sólo existe sino que además se reúne, y quién sabe qué más”. Todo lo demás.

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Escribir que hubo un foro de activistas intersex en Bruselas parece sencillo, pero no lo es. Escribirlo como intersex, por ejemplo, implica asumir de inmediato una posición política que fue, a grandes rasgos, la posición del foro. Cuando nos presentamos como intersex nos posicionamos en contra de otras presentaciones; podríamos presentarnos como encarnaciones del intersexualismo, o de la ambigüedad genital; podríamos presentarnos como sufrientes de algunos de los tantos trastornos del desarrollo sexual; podríamos presentarnos como manifestaciones de una cierta corporalidad atípica. Presentarnos como intersex significa, por lo tanto, presentarnos en contra de cualquier reducción a la patología, pero ¿qué más? La respuesta a esa pregunta ¡cómo no! tampoco es sencilla.
El movimiento intersex se ha construido históricamente en oposición a la medicalización de la diversidad corporal y a los horrores que esa medicalización tiene como consecuencia. Pero entonces... ¿cómo definir quién es intersex y quién no? Es decir: si la diversidad corporal es diferenciada y jerarquizada por la intervención médica, ¿es posible identificar parte de esa diversidad como intersex sin volver a repetir los mismos criterios de clasificación médica? ¿Es posible un activismo intersex que a la vez que lucha contra los efectos del diagnóstico prescinda de la lógica del diagnóstico? La respuesta inmediata, esa que nos atraganta con su inmediatez y su fuerza es: por supuesto. Pero nada, nada en lo absoluto, es ni tan rápido ni tan sencillo. Muchas personas intersex comprenden sus experiencias –incluyendo sus experiencias de violación de sus derechos humanos– en términos que no son otros más que los de su historia clínica. Y hay much*s también que prefieren el vocabulario de la atipicidad corporal, y aun el del trastorno del desarrollo sexual a cualquier otro y preguntan, con toda razón ¿por qué transformar el cuerpo en una identidad, si la anatomía no es destino? La propia intersexualidad como identidad o experiencia contiene sus propias tensiones. ¿Cualquiera, entonces, realmente cualquiera, puede ser intersex, llamarse intersex, ser reconocid* o pretender ser reconocid* como intersex, ser un* de nosotr*s, representarnos, hablar en un nombre que por intersex es el nuestro? Y aun entre nosotr*s, entre quienes participamos de la definición estricta de ese nosotr*s... ¿somos tod*s iguales? ¿Vale igual la palabra intersex de quien se libró de la mutilación que la palabra de quien la encarna? ¿Vale igual quien elige hacerse un cuerpo intersex que quien lo encarna desde la concepción? Y es que el problema principal que enfrentamos no es solamente la persistencia de la medicalización en nuestras vidas y en nuestras agendas políticas, sino también el cómo evitar reproducir la autoridad diagnóstica, esta vez, bajo la forma de otro argumento de autoridad. Lo que es decir: el riesgo es convertirnos en un movimiento capaz de sostener que cuando un* de nosotr*s dice no es no, pero incapaz de sostener que cuando un* de nosotr*s dice sí; bueno, es sí. Tal vez la respuesta pase por la posibilidad –hoy remota– de un movimiento multilingüe, donde todos nuestros distintos modos de habitarnos confluyan en ese acuerdo de máxima, que es también un acuerdo de mínima: ni una cirugía de “normalización” corporal sin el consentimiento informado, persistente e intransferible de quien la recibe.

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Formar parte de un movimiento cuya principal lucha política contiene la palabra mutilación es formar parte de un movimiento que se quiere celebratorio, pero que es también trágico. El movimiento intersex existe porque fuimos mutilad*s, y otr*s antes que nosotr*s, y otr*s después de nosotr*s, y otr*s después de aquell*s, y otr*s después. Existe porque otr*s serán mutilad*s, y porque es imprescindible evitar que sean mutilad*s. La mutilación genital es, en sí misma, una pregunta trágica, pero esperanzada: no pudimos evitarla ayer, ¿podremos evitarla hoy?, ¿podremos mañana? ¿Seremos capaces? Seremos.
¿Y seremos capaces también de hacerle justicia a la mutilación en el pasado, la que nos mordió, nos rozó, nos amenazó en el pasado? ¿O la posibilidad de la justicia es, precisamente, lo que está mutilado? Esas son las preguntas, para las que –aún no– hay respuesta. Las preguntas que, sin embargo, merecen al menos un intento: así como es necesario construir el futuro de la integridad corporal intersex, el futuro de l*s niñ*s intersex por nacer, es preciso también reconstruir el pasado, abrir el presente y proyectar el futuro de l*s niñ*s, l*s adolescentes, l*s adult*s y l*s ancian*s intersex. Reconocer que es preciso: ese es, justamente, nuestro orgullo.

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Las conversaciones sobre intersexualidad suelen comenzar con una declaración que dice: de intersexualidad no se sabe, no se sabe nada. Algo se sabe, siempre se sabe –y si no se sabe se supone saber, que es más o menos lo mismo–. Se sabe, por empezar, que no se sabe, y también se sabe qué es lo que se debería saber. Se debería saber el nombre de los síndromes y la cantidad de nacimientos por año; se debería saber qué hacer, qué nombre ponerle a l*s niñ*s intersex que vienen al mundo, cómo criarl*s sin sexo o con los dos sexos. Se sabe además que es*s niñ*s vienen al mundo con algo más que su sexo intersexo; vienen dotad*s, además, y por definición, de una capacidad intersexa para la decisión –y el problema, entonces, es que son asignad*s a un sexo o a otro, que se l*s obliga a asumir una identidad que no es la suya–. Y eso fue, dicen quienes dicen que no saben, lo que le pasó a alguien a quien conocen solo de oídas y siempre de lejos, porque si hay algo que siempre se supone saber es que no hay, nunca hay, hermafroditas en la sala.
Somos much*s, y estamos en todas partes –sentad*s al lado o al frente tuyo en el subte o en el colectivo, sirviéndote el café o la cerveza en el bar, manejando el taxi que acabás de tomar o del que acabás de bajarte, en tus brazos, justo ahora, vendiéndote la aspirina, comprándote el libro, barriendo la vereda, barriendo la calle, pidiéndote que tosas y digas 33, entregándote el cuaderno con la tarea, devolviéndote el parcial, caminando al lado tuyo en la marcha, sosteniendo la misma bandera, usando el mismo baño–. En todas partes. Y aunque nacimos con un cuerpo más o menos distinto al tuyo, lo más probable es que ahora mismo, mirando alrededor, no nos distingas. Cuando marches en el Orgullo que viene, ahí estaremos, como estamos ahora.
Sabelo.

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Hay quienes me dicen que muy pronto l*s intersex seremos l*s nuevos trans* y abundarán las películas donde asesinaremos en serie o donde llegaremos a un pueblo donde nos odiarán primero y nos amarán después porque en el medio probaremos –y probarán– nuestra legendaria bondad; por no hablar de las series, esas donde nos mezclaremos finalmente con quienes nos precedieron en la televisación de la mitología: vampir*s, brujas, cambiaformas, chamanes, lobizon*s, fantasmas, deidades de toda laya. Debo decir que, a esta altura, lo que venga será bienvenido, al menos en mi casa. Porque si algo me gusta en esta vida es dejar de escribir sobre intersexualidad, detener temporalmente la multiplicaciones de dilemas escriturales, tirarme por ahí, tan intersex como soy, y ver televisión, sin parar, hasta el día siguiente. *

Mutilaciones


El movimiento intersex comenzó hace casi veinte años atrás en Estados Unidos, cuando un grupo de desconocid*s comenzó a intercambiar cartas y llamadas de teléfono, a encontrarse y reunirse. L*s convocaba una cuestión común: tod*s ell*s habían sido sometid*s a tratamientos médico-quirúrgicos cuyo objetivo era “normalizar” la apariencia de sus genitales. Esos tratamientos habían tenido lugar en la primera infancia y se habían extendido, en algunos casos, durante años. No habían sido consentidos, en muchos casos no habían sido siquiera registrados en sus historias clínicas. Aquell*s activistas intersex habían tenido que reconstruir su biografía a partir de cicatrices que no lograban explicar, de sensaciones –o de falta de sensaciones– que l*s movieron a enfrentar el secreto que guardaban sus familias. El secreto de una cirugía o de varias, el secreto de un sexo asignado al nacer y luego cambiado por otro; el secreto que much*s debieron guardar por mandato familiar, al precio de la vergüenza y de la tristeza. Le pusieron un nombre a su secreto: lo llamaron mutilación.
Desde hace bastante más que medio siglo el nacimiento de una criatura cuyo cuerpo no encarna o bien el promedio masculino o bien el promedio femenino es considerado una emergencia médica –aunque lo único que esté en riesgo sea la diferencia sexual. Sólo un número muy pequeño de cuerpos intersex compromete de alguna manera la salud, y ese compromiso no se vincula con la “normalización” quirúrgica de los genitales. Si bien desde el año 2006 se ha reemplazado oficialmente el vocabulario de la intersexualidad por el de los trastornos del desarrollo sexual, el tratamiento que recibimos al nacer no se ha modificado en lo esencial. Peor aún: en algunos países del mundo la fobia a la diversidad corporal intersex se ha extendido hacia los controles prenatales y la recomendación de abortarnos.
Suele asociarse el carácter mutilatorio de las cirugías intersex con la obligación de asignar un sexo al nacer; sin embargo, así es como funciona la asignación de sexo en todos los nacimientos: sin pedirnos permiso. Se habla de mutilación, sobre todo, por los efectos muchas veces devastadores de las cirugías. Efectos a nivel de la sensibilidad carnal, pero también a nivel de la relación con el propio cuerpo, expropiado en nombre del género. Se habla también de mutilación porque las cirugías, al realizarse en los primeros años de vida, no son personalmente consentidas –lo cual mutila de manera irremediable nuestra autonomía decisional–. Se habla de mutilación porque las intervenciones de normalización genital no son médicamente necesarias, sino más bien imperativos culturales de género cumplidos a fuerza de bisturí.
Si bien se sigue identificando convencionalmente a la intersexualidad con el hermafroditismo mitológico (seres con dos sexos), la diversidad corporal intersex es muy amplia –y mucho más amplia si se considera que, a través de sus intervenciones, la medicina construye cuerpos otros. Cuando nos preguntan si nosotr*s somos l*s que tenemos dos sexos, la respuesta muchas veces es sí: somos l*s que tenemos el sexo con el que nacimos, y también otro, el que nos hicieron, el cortado y cosido, el que encarna la diferencia ética entre un cuerpo íntegro y uno mutilado. Hay personas intersex que no fueron intervenidas en la infancia, y quienes celebran políticamente el respeto de su derecho a decidir. Hay personas intersex que fueron intervenidas en aquel entonces de sus vidas y que están felices con los resultados –pero no existe en el mundo un movimiento de personas intersex que apoye los protocolos médicos actuales, ni que demande la realización de cirugías no consentidas como una buena práctica médica–. El movimiento intersex sostiene que las intervenciones destinadas a “normalizar” los cuerpos que varían respecto de la feminidad o la masculinidad típicas son violaciones a los derechos humanos y que, como tales, deben ser reconocidas, desmanteladas y resarcidas.
soy
VIERNES, 30 DE SEPTIEMBRE DE 2011

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