Becas- ñoquis y apologias

El síndrome del ñoquismo


Escuela para intelectuales

La pregunta ingenua

Hace unas semanas una amiga de Misiones me preguntó por qué la gente asocia la cultura general a las áreas sociales (historia, geografía, filosofía, letras, etcétera) y no a la química, la física o la biología. Mi respuesta no fue muy elaborada en ese momento. Le dije que no tenía idea, que nunca lo había pensado, y que en todo caso yo era de los prejuiciosos que cabían perfectamente en esa definición. Soy de los intelectuales que, sin saber lo que es una célula, juegan a que los demás adivinen cuál es el ranking de los 10 países más poblados o más extensos del mundo. Mi hermana, contadora, no puede entenderlo ni tolerarlo, como me pasa a mí cuando se pone a hablar de impuestos.

En cuanto a la pregunta de mi amiga misionera, sigo sin tener una respuesta, pero pensarlo me llevó a cuestionarme (otra vez) mi rol como intelectual.

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El rol del intelectual

El rol del intelectual no existe. Si alguien dice lo contrario, o miente o tiene un narcicismo que debería tratar en base a simpáticos ansiolíticos. No porque el intelectual no sirva para nada, sino porque me opongo rotundamente a que deba tener una función concreta y de rótulo preciso, como sí ocurre generalmente para un presidente, un contador, un ingeniero, un profesor o un obrero del lumpen proletariado. En el ’68 el intelectual parecía tener muy claro qué tenía que hacer, pero la posmodernidad y la flexibilidad laboral lo dieron vuelta y media.

Hace unos años, en Prometheus, armamos una nota en la que entrevistábamos a varios intelectuales (Link, Muleiro, Guillermo Martínez, Fuguet, Golombek, Elizabeth Subercasaux, Nielsen, Terán y otros). Uno de ellos, el amigo JJ Burzi, respondió con una pregunta brillante a la interrogante de si existía una especie de deuda social por parte de los intelectuales: ¿Por qué no preguntarse por la “deuda social” de los verduleros y los abogados?


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El síndrome del ñoquismo

Ayer me junté a tomar un café en Mar del Plata con compañeros de cátedra, gente amiga. También son intelectuales. También, como yo, son becarios de CONICET. Y surgió algo que aparece en el 97,2% de las reuniones informales similares: el síndrome del becario. En realidad los síndromes del becario son muchos, pero específicamente quiero hablar de uno que está bastante generalizado. Los becarios de las ciencias sociales (que para mí no son ciencias, pero no lo voy a discutir acá) solemos ser víctimas de una mala conciencia, que viene del hecho de sentirnos ñoquis intelectuales.

Todos los meses (durante un período de algunos años) recibimos un sueldo fijo el tercer día hábil de cada mes. Para ganárnoslo pasamos por una cruzada burocrática realmente odiosa y enfermante, a la que suele llamarse concurso. Cuando ganamos esos concursos, tenemos varios meses por delante para investigar. ¿Qué significa eso? Nadie lo sabe muy bien.

Hay un objetivo final, que consiste en presentar una tesis doctoral (o post doctoral, o post post, o lo que sea). Para eso uno lee, escribe artículos, cursa seminarios, se presenta a congresos, escribe artículos para aprobar los seminarios, los recauchuta y los vuelve a presentar a otro congreso, publica en una revista, se mete en un grupo de investigación (generalmente fantasma), trata de conseguir firmas reales de directores nominales, se presenta a algún cargo de ayudante, da clases y piensa en la inminencia del próximo concurso.

Todo eso consume mucha energía mental, pero no tanto tiempo como pareciera. Los becarios de sociales no solemos estar en una oficina de 9 a 17, porque aunque es una exigencia más o menos formal, en la práctica las oficinas no existen, o no tienen capacidad para tantos miles de nosotros que andamos dando vueltas por ahí (todo esto, por supuesto, yo no debería estar diciéndolo. Chito la boca).

Ahora bien. ¿De qué va todo eso que hace uno? De un tema. Un tema que uno elige investigar, que generalmente tiene que ver con las causas más diversas. Unos estudian las libretas de almacenero de un pulpero que vivió en Lobos entre 1853 y 1861. Otros la actividad de los pescadores en Claromecó en 1963. Otros, la función de la palabra “pelele” en la literatura de un autor pakistaní que vivió en el noreste de la India a mediados de siglo XX. Yo estudio el exilio de algunos escritores que no conoce mucha gente.

O sea: uno estudia cosas que no le interesan a nadie más que a uno, y a cinco o seis boludos más que también necesitan justificar sus becas. Si yo voy a un bar el sábado a la noche y empiezo a contarles a mis amigos sobre los avatares de Gombrowicz fuera de Polonia, o de la noción de extraterritorialidad en Morábito, y por qué el tipo está exiliado aunque él diga que no, me quedo hablando solo.

Consecuentemente, un becario de nuestra calaña suele sentir que lo que hace no le sirve a nadie. Pero a nadie, ¿eh? Uno vive de los impuestos de gente que no conoce, leyendo y escribiendo cosas que no le van a cambiar la vida a ningún Roberto. Entonces aparece un poco la culpita. Y uno se pregunta qué hacer con todo eso.

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Las polillas intelectuales

Para resolverlo, algunos nos analizamos. Otros dejan de analizarse, porque darle más vueltas al asunto a veces es peor. Otros se quejan. Otros militan en un partido político, o le dan plata a Greenpeace. Otros se emborrachan cada vez que pueden, o le meten a drogas duras que les hacen olvidar su condición de intelectuales. A mí me hizo muy bien escribir algunos manuales para escuela secundaria (o como la llamen ahora): pongo al supuesto ser-vicio de la comunidad los conocimientos que adquirí en todos estos años de acartonada academia, tratando de que pibes de 15 años entiendan qué es el estructuralismo, por qué un conflicto entre árabes e israelíes contribuyó a que hoy haya más desempleo en Argentina, de qué cornos habla una señora como Hannah Arendt cuando plantea algo como la banalidad del mal, etcétera.

Cada uno se las arregla como puede con su conciencia de posible ñoqui intelectual.

Mi amigo K es otro buen ejemplo. Filósofo, pendejo, con una de esas cabezas envidiables, tiene todo servido para hacer de su carrera algo ejemplar. Pero le cuesta una barbaridad. Ahora está escribiendo su tesis doctoral, que tiene que presentar en breve, y por lo que me cuenta le está resultando un ejercicio de puro sufrimiento. No puede entender por qué da tantas vueltas para decir eso que ya sabe que tiene que decir.

Cuando me lo contó me hizo acordar a las polillas. Cito un fragmento de “El hombre detrás de su propia retina”, de Miran Božovič:


“Los insectos no sólo no pueden verse a sí mismos, a su propio cuerpo, algunos ni siquiera pueden mirar hacia adelante; debido a la estructura de sus ojos compuestos, sólo ven un cierto objeto –por ejemplo, una vela– desde un cierto ángulo. Esa es la razón de que su vuelo parezca carecer de meta: para llegar a la fuente de esa luz, tienen que ajustar su senda a ese ángulo constante, y sólo con desplazamiento en espiral llegan a destino. Es obvio que estos insectos perciben la senda en espiral como ‘recta’, ‘directa’, como el camino ‘más corto’ a la fuente de luz, y uno se pregunta si no los aturdiría volar directamente hacia adelante.”


O sea: el camino más corto para llegar al objetivo es a través de una serie de vueltas, una espiral, evidentemente prescindible para el que lo mira de afuera.

Supongo que no es casual que así funcione el deseo, que siempre tiene algo de histérico. Masotta dice que “el discurso histérico es –y por definición– incompleto, fragmentario, cronológicamente lagunar, y sujeto a la insinceridad consciente, a la no sinceridad inconsciente, y a las pantallas, encubrimientos y sustituciones que constituyen las líneas y los nudos asociativos de la arborización”.

Creo que en parte todos los intelectuales (no-todos, seguramente) somos como mi amigo K. Como las polillas. Queremos ir derechito hacia nuestros objetivos, y en el medio nos vamos perdiendo en una maroma de cosas, ideas, gente, actos, pensamientos, textos, viajes, garches, cerveza y analistas. En algún momento llegamos a la luz, pero muchas veces el que la prendió ya la está por apagar, seguramente para ir a buscar sus propias luces a otra parte.

Cada uno goza como puede. Y si es en espiral, tanto mejor.

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La escuela intelectual

Ayer a la madrugada viajaba en tren para Retiro. Muy dormido, con Tom Waits de fondo, pensaba en todo esto, y se me cruzó la fantasía. ¿Qué pasaría si existiera una escuela para intelectuales? ¿Cómo funcionaría? ¿Quiénes irían? ¿Qué se enseñaría? ¿Para qué carajo existiría algo semejante?

Sería una escuela para pocos, por dos motivos. Primero, porque para ser intelectual hay que tener, como los griegos, tiempo y plata con qué sostener tan poco lucrativa actividad. Un intelectual es, por lo menos un poco, alguien que vive de pajas mentales. Y para eso se necesitan rentas, o al menos una estabilidad económica que no cualquiera tiene. El otro motivo podría ser la capacidad, pero después de tantos años de ver a cada soquete demostrándole al mundo que piensa, lo dejo de lado. No. El otro motivo por el cual sería una escuela para pocos es que hoy en día ya casi nadie se llama a sí mismo intelectual. Como la gente. ¿Quién es la gente? Los otros. Uno nunca es ni la gente, ni la masa, ni parte de los otros. Uno tampoco es intelectual. Intelectual es el otro, ese con cara de boludo que bien podría ser nuestro enemigo. Uno vive de leer, escribir y pensar, pero no es intelectual; no, viejo, eso no. Ser intelectual es una mala palabra, un agravio. La sociedad se dio cuenta del ñoquismo hace rato, y a nadie le gusta pagarle los ser-vicios a tipos que, encima de no hacer nada, creen que son mejores que uno, más inteligentes, que la tienen más larga.

Por eso los intelectuales somos pocos: porque la mayoría de los que entrarían en la categoría deciden autonominarse para fugarse de la casa de Gran Hermano.

No tengo muy claro qué se enseñaría en la escuela para intelectuales. Supongo que habría materias básicas como “Aprenda a asumir su condición no esencial”, “Argumentos I, II y III”, “Legalidad y legitimidad”, “Las incertidumbres de su rol”, “La prepotente contingencia de sus ideas” o “Masturbaciones mentales de Oriente y Occidente”.

La idea es, desde ya, inviable. Pero al margen del chiste que implica pensar en una escuela así, creo que hasta sería un experimento bien interesante. Tal vez los profesores podrían explicarnos por qué los intelectuales leemos a los clásicos y citamos frases de Masotta y de Lacan, y por qué tan pocos saben qué significa lo que estamos diciendo. Tal vez podrían enseñarnos que además de las brillantes ideas que andamos reproduciendo por ahí hay otras cosas que sería bueno conocer, como algunas nociones básicas de química, física o biología. Tal vez, probablemente, no estaría nada mal que nos entrenaran para poder explicarle a nuestras amigas de Misiones por qué reproducimos sistemáticamente ciertos modelos, por qué no podemos terminar nuestras tesis sin sufrir más de la cuenta, por qué nos sentimos culpables cuando lo que hacemos no le interesa a nadie, por qué nos parecemos tanto a esos bichos que no pueden verse a sí mismos y andan a los tumbos yendo en espiral hacia alguna parte.

Y el día de mañana, quién les dice, hasta podríamos hacer un posgrado con contenidos de avanzada. Aunque como dijo una vez el más revolucionario de los Marx, probablemente no aceptaría pertenecer a un club que aceptara a gente como yo.


Postscriptum

Me gustaría hacer unas pocas y creo únicas aclaraciones con respecto a algunos temas.

En primer lugar, explicar que cuando digo que para mí las ciencias sociales no son ciencias, no significa que les reste importancia, sino todo lo contrario. Soy muy crítico del concepto de “ciencia”, y creo fervientemente que el estatuto de ciencia no puede pensarse a sí mismo dentro del discurso científico, con las tautologías que eso implica. Entiendo que los que hacemos estudios sociales, sean los que sean, hacemos algo potencialmente importante, y hasta necesario, sin lo cual ninguna ciencia podría “ser”. Creo que lo social condiciona lo científico, y viceversa. También creo que cuando hoy se dice que en la ciencia hay una crisis de paradigmas hay una falta de comprensión, y es que precisamente la ciencia es el paradigma. Es decir: el paradigma es el discurso científico, que establece lo que está por dentro y fuera del campo. Es una discusión epistemológica que me resulta apasionante, y de la que solamente voy a decir esto. Ergo, cuando digo que yo no creo estar haciendo ciencias (que no implica que, de todos modos, incorpore herramientas y recursos científicos a mi discurso e investigación), quiero transmitir que lo que hago (una mezcla de historia, sociología, análisis literario, psicoanálisis, etcétera, como lo hace mucha gente) es algo que no debería ser restringido a esa idea, sino que puede tener otras connotaciones mucho más enriquecedoras. Reitero: lo considero importante y necesario.

En segundo lugar, como puede verse en este blog, yo titulé a mi nota “La escuela intelectual”, y no “El síndrome del ñoquismo intelectual”, lo que le da otro significado al que pretendía ser el eje principal, evidentemente sesgado. Y si hablo del sentimiento del síndrome del ñoquismo, se debe a que yo lo siento muchas veces, y conozco mucha gente que también lo experimenta. Ahora bien: eso no implica que lo sea. De hecho, por mi carácter e historia, ese tipo de cosas me llevan a trabajar mucho más de lo que trabajaría cualquier persona que tenga un horario determinado. Al no tener un horario, mis procesos de lectura-reflexión-escritura me insumen todo el día de toda la semana de todo el año. Y eso, en lugar de ser un inconveniente, lo siento como un placer. Un placer problemático, que me lleva a reflexionar permanentemente acerca de lo que hago, si existe un rol social para mi trabajo, qué hago con todo eso que hago, etcétera. Consecuentemente con todo esto, mi investigación (esa para la cual presenté un proyecto en una institución) se encuentra muy avanzada, consolidándose, cumpliendo con todos los requisitos que formalmente me son exigidos.

Por último, me parece importante dejar muy aclarado que pese a las problemáticas que me genere, estoy enormemente agradecido a CONICET, institución que, con todos sus pros y contra, permite generar un espacio que entiendo indispensable. Lo mismo ocurre con respecto a los gobiernos K, que con todas sus contradicciones fueron responsables directos de la existencia y consistencia de ese mismo espacio, que festejo con mucha alegría. Además, el agradecimiento va dirigido también a las personas que me acompañaron en todo este proceso, empezando por mis directores (de beca, de tesis de licenciatura, de tesis doctoral, de grupos de estudio), siguiendo por algunos profesores y poniendo el énfasis en compañeros de carrera que sistemáticamente tuvieron la generosidad de compartir sus ideas, discusiones, angustias, sueños y expectativas.

Dicho todo esto, con la convicción de no querer seguir alimentando un debate de fondo que claramente trasciende mis intereses y posibilidades, elijo llamarme a silencio para no seguir provocando algo que, esperaba, fuera significado de otro modo.

Apología del becario

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