Mil flores sobre el orín
Para quienes aprendieron a pagar el precio de su deseo con violencia, angustia, psicoanálisis y razzias, el baño público fue más que un paseo compulsivo; una rebelión tan personal como compartida que permitía quitarse de encima, al menos fugazmente, el peso de la represión.
El viejo sexo en los baños públicos no encontró sitio en el salón de trofeos de la emancipación gay –y más bien sobrevive como puede en las catacumbas del concepto– pero así y todo conserva dentro de su curriculum vitae el diploma de desestabilizador del orden represivo, dentro del cual nació. ¿Sordidez anacrónica, ahora que existe todo un mercado de la perversión codificada? Con tantas opciones privadas, la gratuidad de la tetera abruma la razón neoliberal. El placer sexual sin compromiso, si quiere ser motivo de alarde, se debe pagar como un impuesto al cheque. Para los viejos y gordos están las páginas de contactos o los clubes específicos, para los pobres feos otros pobres feos. Si por alguna razón hubiera que reprimir el uso lujurioso de un baño público, ya no sería tanto por el escándalo de la práctica sino porque nadie ha sacado su ticket de ingreso.
Hubo un pasado no lejano donde la culpa del sodomita se ventilaba en los divanes de Villa Freud y arriba de los patrulleros que habían cercado una tetera. Eran tiempos de peligro, de ocultamiento y trama de solidaridades entre débiles, y la dictadura prolongaba una amenaza contra la libertad sexual que venía desde mucho más lejos. Pero en la ansiedad del antiguo escondite muchas locas hoy maduras fueron también felices, y no es raro oírles decir que nunca volvieron a sentir que se cagaban en las normas sociales más que durante el intercambio genital al pie del mingitorio, o detrás de la puerta de los retretes. Que incluso en la roña veían nacer del semen las flores más bellas.
Algunos estudiosos de la sociabilidad homosexual, en cambio, prefieren subrayar la palabra angustia y estamparla sobre el mapa del sexo en las teteras. En las épocas represivas, en especial durante la dictadura, dicen, las locas estaban tan aisladas, con tanto desprecio de sí mismas, que recurrían al baño público como única opción dentro de la desgracia. Ni resistencia ni poesía: en aquella clandestinidad, y sobre todo en el detritus, no habría libertad sino la sensación de un destino. Certeza sociológica que desmienten aquellos que consiguieron ahí su primera pareja, su primer grupo de amigos o su primera colección de historias con chongos.
Vestigio de tiempos en que la mesa de ingreso a la experiencia homosexual no se había mudado todavía al dark room de las discotecas o a la camarita de la computadora, lo cierto es que las teteras sirvieron de pito catalán contra la familia y la rutina, los sermones dominicales y los propios fantasmas. Para un chico gay que se creía un marciano, que no había tocado otro pene que el suyo (y si lo hizo, lo había bañado de lágrimas) conocer una comunidad de pares, aun de paso, junto al baño de la estación de tren podía oficiar de antídoto contra la angustia de ser diferente, y el miedo a ser descubierto por los padres en los jueguitos clandestinos de su diferencia. Aunque en las clases medias o altas, si se sospecha de las maneras suaves del hijo, incluso si no se confía demasiado en su honestidad carnal, nunca se duda de su buen gusto.
En las teteras se pone en suspenso el buen gusto y la tranquilidad propia de las alcobas. Se suspende también la distancia entre generaciones, entre clases sociales, y casi siempre entre las identidades sexuales. Un hombre fuera de forma puede resultar el galán del momento, un cartonero el príncipe, un heterosexual marmóreo un sodomita part-time, un patriarca rematar su honor por una pija y un policía chantajista exigirle, además de dinero, una fellatio a la presa a la que le dio caza. En Tearoom trade (se traduce como tratado de la tetera) el sociólogo Laud Humphreys evoca en los años setenta a un policía neoyorquino que les saca plata a los contraventores con la aclaración de que se destinaría a obras de caridad. Lo que se dice, moral calvinista periférica.
El espacio del baño público restituye algunas de las mañas y derrotas de la antigua cofradía secreta proustiana, donde el cochero intima con el embajador. Ni libertad ni destino ni poesía, entonces. Tampoco identidades esenciales. Sólo el deseo. Deseo, sí, pero hasta la orgía requiere un orden, decía Sade, y en tiempos de la dictadura la Sociedad de Damas de los Andenes (testimonian en un libro la Betty Boop, la Chiquita, la Richard) reconocía la tiranía sobre los baños públicos de un acróbata de circo llamado la Lisette. Ama y Generala de las teteras, la Lisette acreditaba en grafitos su triunfo en la escala de los marginales. Ahí llevaba la contabilidad de los intercambios sexuales, exigía moderación a los zarpados y establecía zonas liberadas. Y guay si le birlaban una presa: Vos acá no entrás más. Hay quien cuenta que su castigo contra las amotinadas llegó hasta cerca del crimen, y a una le hundió la cabeza en la mierda del retrete.
En el auge perfumado del matrimonio igualitario toda aquella escatológica protohistoria de la sociabilidad gay –el sexo entre las moscas, los chongos impredecibles, el chantaje policial, la sirena de los patrulleros y el poder de la Lisette– suenan a chiste o a tragedia, pero para muchas locas de antes las teteras fueron un tránsito al autorreconocimiento. El mismo término tetera va perdiendo ahora su aura de revuelta cuando el reconocimiento solitario se colectiviza y la palabra homofobia es ya un concepto negativo que popularizaron los medios de comunicación. Cuando las mayores amenazas provienen menos del Estado que de los fracasos amorosos o de organizaciones sociales de idiotas que pelean contra el Angel de la Historia.
Comentarios
Publicar un comentario