David Viñas: tierra adentro del verbo

EL LECTOR IRREVERENTE. El jueves 10 de marzo falleció
el crítico y escritor David Viñas. Tenía 83 años
y la literatura como venganza
y la política como teoría de la ciudad

Escribo desde el cuenco de la interdicción. Te escribo, con frases que no hallo y fondo de terremotos. Y no sé si decir vos o decir él, David o Viñas, mi amigo, mi hermano, mi maestro, entre tantas formas de amor que conocimos.
Lo miro sonreír en distintas fotos, imágenes en hilvanes de otros tiempos. Y escucho su risa como un fogonazo y veo las lágrimas en sus ojos. En eso David nunca fue excesivo, ni para la risa ni para el llanto. Lloraba con una dignidad pudorosa, se pasaba la mano por la cara e intentaba que el otro no sufriera, esforzándose por detener el momento: “tá bueno” afirmaba (lejos de la inflexión posmoderna y cerca de la campestre) como si dijese “está lleno” esa especie de tanque del dolor, o como quien dice “es suficiente”, para seguir, igual que en todo, dando un paso adelante, “pasemos a otra cosa”. Los anteojos escudaban el llanto.
La cara que con asombro descubrí, hace muchísimos años, la mañana en que David se afeitó su personalísimo bigote y apareció en mi casa (habíamos hecho una especie de apuesta) tenía una expresión más triste que la que yo conocía. Había un rictus en su boca con un sello de seriedad, de desilusión, de amargura más grabado que lo que el gran bigote permitía percibir antes y después de aquel breve período durante el que diariamente se rasuró por completo. Pronto volvió a cubrirse el pesar y a subrayarse la fuerza, retornando a esa forma con la que todos lo recuerdan. “Uno produce su propio rostro”, repetía, “su propio cuerpo pero sobre todo su propio rostro”, aludiendo a las miradas de bondad o a los gestos pusilánimes de algunos. Cada uno cae sobre su espejo.
La noticia de la muerte de David llegó entre temblores. Subió a los diarios, a la televisión, a la radio, a Internet como un tsunami, en medio de él, atravesado, atravesándolo. Literalmente. La tarde del miércoles, en la terapia intensiva del Sanatorio Güemes, mientras le observaba las piernas, los pies, sigilosos bajo la sábana, pensando en cuánto habían andado, cuánto mundo se llevaban, calles de Buenos Aires y rincones disímiles de la tierra, uno de los enfermeros se acercó y nos lanzó una pregunta: “¿Cómo está el viejo terremoto?”. Me sorprendí y me reí, “sí, ¿te pareció un terremoto?”, “ es un terremoto” reincidió sin dudarlo. Confieso que me alegré íntimamente; en ese reconocimiento, que estaba en boca de todos con distintas palabras, radicaba la fuerza inconmensurable de David, la resistencia inclaudicable.
Un año antes, cenando en La Paz, me había dicho, como quien amenaza, “yo no soy un viejito bueno”, “no soy un abuelito bueno”. Aquella noche se había puesto especialmente enfadado, sentía un profundísimo rechazo por una persona, entre otras, de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y me narraba algo al respecto. Tomó la copa de vino y mirándome, mientras seguía hablando, comenzó a presionarla con su mano derecha. Ciñendo su pensamiento con su palma, en un instante, la copa, el vino, el vidrio, las astillas, la sangre que no corrió, ese minúsculo mundo condensado yacían pulverizados sobre la mesa. David continuó, yo hice silencio, intentando aplacar mi sobresalto.
Esa, su mano sin rasguño –la misma que empuñaba los bolígrafos (esta palabra le gustaba a él), la misma con las manchas de nicotina entre el dedo mayor y el índice e incluso el pulgar, y con esos mismos dedos marcados por el hábito de la escritura (“las huellas del oficio”), con una dureza pronunciada en las yemas de tanto sostener sus instrumentos– permanecía, a los 82 años, inalterable. En los días finales esa mano había adquirido un acendrado temblor, en la postura de siempre; casi como si escribiera en el aire, inauguraba un trazo silencioso.
Fumó, como su amigo Ramón Alcalde, hasta el límite, pero a diferencia de aquél, David, con esa vitalidad del desprendimiento que lo caracterizaba, podía apagar los cigarrillos a poco de haberlos comenzado o en cualquier instante que se le antojara o que el otro (yo tantas veces) se lo pidiera. El humo circundándolo forma parte ya de la mitología viñesca, trazaba la aureola de su pensamiento, era su desacralizada nube profética. El báculo vino después: un sencillo y hermoso bastón que eligió con esmero y que también habría de esgrimir como un arma, si resultara necesario. Y parece que así fue: el domingo 20 de febrero, resistiéndose a ser internado en un geriátrico sin su consentimiento, arremetió con el bastón contra un vidrio y algún que otro presente, mientras gritaba: “¡estamos en la Edad Media!”. Los que no lo conocían tanto como quienes no logran interpretar una metáfora sacaron sus conclusiones. Tras esta escena dantesca y otros detalles que ignoramos, Viñas ingresó a la guardia del Güemes de donde ya no hubo vuelta atrás, no hubo salida. Demasiado literario para ser real, demasiado insoportable.

Al volver un poco del exceso de fármacos y antes de otros suministros, le vi los ojos inquietos, en extravío, con perplejidad y desconfianza. “David, estás en el Güemes, Córdoba y Acuña de Figueroa, ¿te acordás?; están curándote, vas a respirar mejor”, le aseguré para tranquilizarlo. La mención de las calles tuvo un efecto mágico, asintió con la cabeza, se alegró por mis palabras, la cara se le distendió y empezó a sonreír, aliviado. Pasadas unas horas, con sensaciones mezcladas, fue él quien me preguntó dónde estaba. Volví a explicarle y recordó inmediatamente y otra vez se serenó. En cada jornada le repetí la fecha y el lugar, y le agregué algunas referencias, día de carnaval, día de calor, de cortes en la ciudad, de esto o aquello. Ese anclaje en las cosas concretas lo sostenía: al fin de cuentas, ese hombre con estados alterados era David, era el autor de Literatura argentina y política (con realidad redundante o sin ella) y yo sabía que detrás de todas las drogas su nudo de lucidez resistente necesitaba las coordenadas del espacio y el tiempo, las palabras de afecto y la frescura. “Alguna mano de mujer que me moje un poco la frente, por favor”, pidió no exento de picardía. La otra faz de la fortaleza perceptible recorría bien la ternura. A Cinthia, una de las enfermeras, oí decirle dos veces: “Gracias por existir”.
Quiso que les mandara un beso a sus dos bisnietos de California; en este verano lo que hacía con mayor fervor era hablar de ellos, pero fundamentalmente mirarlos en la fotografía que lo acompañaba a todas partes y mostrarlos con orgullo. Una continuidad, una forma de vencer a la muerte, más allá de la desaparición de sus hijos.
Al Viñas intenso, agradecido y polémico lo conocí, antes que en sus clases o sus libros, en la adolescencia, a través de un artículo. En diciembre de 1983 finalizaba mi secundario, cursado íntegramente durante la dictadura, y David regresaba del exilio. Lectora empedernida de Borges, como era desde mis doce años, y aún no de Arlt –a quien mi madre amaba–, me topé con unas reflexiones de Viñas acerca de ambos. Entendí muy poco, casi nada, pero sí que allí había algo de verdad importante, casi diría definitivo. Tuve una de esas revelaciones nítidas que a veces asaltan a los jóvenes, más allá de la comprensión plena. Mi destino intelectual quedaba sellado. ¿Qué estaba analizando aquel hombre que yo no sabía quién era? Sentí que él hablaba desde adentro de la literatura misma y me dije, con absoluta naturalidad: “en algunos años voy a entenderlo”. Guardé aquel artículo de página de diario pero lo que olvidé fue el episodio. En este nuevo siglo, por casualidad, lo reencontré, para mi asombro infinito. Allí estaba David, con su Borges y con su Arlt, y aquí la pequeña lectora transformada en mujer que lo descifraba a pie juntillas.
Con David pasaba eso, el viaje de las palabras, letra adentro, tierra adentro del verbo, un verbo otro que se hacía carne sin cristianismo y sin la mezquina supresión de ningún paradigma literario religioso. Pues allí donde había literatura “en serio” (como él gustaba decir), había milagro –milagro laico, desde ya–, de la materia hecha forma, hecha sonido, color, susurro, que pulsaba sobre lo real, con todo.
O había juego. ¿Quién no recuerda a la llama que llama? Anótenlo: ese eslogan perenne y reciclado lo hizo David, entre risas, para una agencia de publicidad, hace más de sesenta años.
Llama. Todos lo han sentido: con Viñas vibraban lenguas de fuego y voces de clamor. Y el teléfono –como en su drama Rodolfo Walsh y Gardel – se convertía en un ser animado.
En octubre de 2010 yo salía, por motivos profesionales, hacia Norteamérica; no retornaría en varias semanas, por eso lo llamé de nuevo desde Ezeiza, para seguir saludándolo, para pedirle que se cuidase. “¿Cuándo volvés entonces?” “En un mes y medio, más o menos. Nos vemos al regreso”, sentencié. Suspiró y tuve miedo. “Cuánto tiempo”, simplificó generoso; creo que esa vez no me respondió con el verso de Zorrilla, “Cuán largo me lo fiáis”. Tratando de sortear el tumulto del aeropuerto, al levantar la vista advertí en la mesa de al lado otra cabeza cana, una nuca que creí reconocer. “¡Mirá vos!, ¿sabés quién está justo acá?, Bayer”, le conté, mientras a Osvaldo le dije que estaba hablando con David, y lo invité a hacer lo mismo. Bayer, sinceramente contento, lo saludó diciendo: “¡Vos sí que sos un grande!”. Charlaron un largo rato, fue su despedida.
Para la mía –aunque esa zozobra me acompañaba– aún había tiempo. A comienzos de febrero de este año, cuando nos dirigimos para que le realizaran unos estudios a un hospital porteño, me explicó (casi me reprochó, harto por la espera): “no vine por lo que dijo la doctora, vine por tu mirada. Tu mirada de miedo me dio miedo”.
Habrá sido por conjurar tantos temores que te llevé a la terapia la foto de Lucio V. Mansilla, ajada y ocre. La desprendí de mi escritorio para que te visitara, al menos por instantes, recordándote la dicha con que supiste leerlo, enseñarlo, quererlo.
Maestro mío, más que evocarte, te invoco, te convoco. Todavía es demasiado pronto para la remembranza; todavía no puedo, en medio de esta pena ilimitada, pararme firme sobre la escalinata de los recuerdos y desandarte lerda aquí o allá, como en la tarde que te encontré en el cine Metro de Cerrito porque supuse que allí estarías, justo en ese momento, justo frente a esa película que había comenzado una hora antes. Y te busqué a tientas en la oscuridad de la sala y simplemente me senté a tu lado, y no parabas de sonreír, sorprendido, gozoso.
Así ahora te busco todavía, en esta otra tarde sin tu voz, con tu voz, sin tu carraspera, sin tus exclamaciones llenas de la fibra del mundo, cruzando cualquier memoria y cualquier tiempo, cualquier espacio esquivo, en medio de esta otra penumbra, porque todos cuantos te amamos o te admiramos, tus lectores, tus discípulos, tus novias, tus múltiples amigos, tus compañeros, tus alumnos, los mozos de los bares, los locos de la calle a los que tanto ayudaste, seguramente tu hermano Ismael en Florida y acaso tu otra hija, Ana Fernanda (que ignoro si sabe o si no sabe, en las orillas de su mundo), todos hemos sentido cómo se apagaba la luz, cómo la tierra colapsaba de pronto, cómo se detenía un capítulo de la historia, un engranaje... Porque murió David, falleció Viñas, porque te fuiste, con todas tus palabras, cargadas como chispas, y ya con tu cansancio, con tus ojos de lunas, las últimas que viste este verano azul. Y con todas las ranas y los grillos que juntos nos salieron al paso, en Monte, tu laguna, ahí cuando fascinado no quisiste dejarlos. “Hacía tanto tiempo que no veía algo igual”, celebraste, con ese anhelo intacto de naturaleza que siempre te empujó, “¡Qué maravilla, patita, qué maravilla!”.
Ahora pienso que aquel croar fue el segundo aplauso que te regaló, como despedida, el lugar feliz de tu infancia. El primero fue en el restaurante donde absolutamente todos te celebraron durante la cena con un aplauso unánime. Respondiste con certera humildad, como de costumbre y el dueño descorchó una botella especial. “Es demasiado”.
Interrumpo mi propio murmullo al escribir, al escribirte; entrecorto mi silencio rumiante y el de los que te piensan. Hay algo natural en ello pero también algo violento, por el reclamo tan urgente. Sólo querría abandonarme en este vacío tan lleno; el asta del dolor ha impreso una franja cruzada en cada libro. Todas las páginas se detuvieron, inclinadas como las hojas de los árboles, frente a un río incesante, helado por mi pecho, por el pecho de todos los amigos. Y no es que olvide que volverás con el sol, ya suave, ya iracundo; drástico. Imprescindible.
Me habría gustado despedirte con rosas rojas. Ausente sin querer, no fue posible. Pero tu rostro inmenso, como otra expresión de tu grandeza, presidiendo la sala en tu homenaje de la Biblioteca, nos miró a todos, nos encontró angustiados, conmovidos y nos acompañó hasta la puerta.
Hasta luego, Maestro, muchas gracias.

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