Desorganizar el cuerpo hetero: prácticas de saber/coger como experiencia política

por Valeria Flores

¿De qué modo las formas de coger son prácticas que construyen cuerpos? ¿Qué implicancias políticas tienen las prácticas de coger como efectos del saber? ¿Podrían las experiencias del coger producir desplazamientos y disrupciones en el régimen genérico heterocentrado? ¿Qué relaciones se pueden establecer entre modos de conocer, formas de coger y experiencia política?

Estas preguntas pulsan la apertura de reflexiones críticas sobre tres prácticas como un modo de articular posibles relaciones entre experiencia, cuerpo y política, que son: la construcción heterocentrada del cuerpo en la modernidad; las prácticas de coger como actos performativos que constituyen y desorganizan los cuerpos; así como la producción de placeres como práctica política que posibilite cuestionar la economía erótica heterosexual, un tropo poco explorado de las narrativas feministas.

Siguiendo a Beatriz Preciado, podemos afirmar que el sexo, como órgano y como práctica, no es ni un lugar biológico preciso ni una pulsión natural. “El sexo es una tecnología de dominación heterosocial que reduce el cuerpo a zonas erógenas en función de una distribución asimétrica del poder entre los géneros (femenino/masculino), haciendo coincidir ciertos afectos con determinados órganos, ciertas sensaciones con determinadas reacciones anatómicas” (2002; 22). En este sentido, usufructuando de la performatividad queer cuya fuerza política reside en la citación descontextualizada de la injuria homofóbica, el empleo del significante “coger”[1] en este escrito opera del mismo modo al hacer hablar un término de la lengua vernácula en un contexto inusual como es el ambiente académico, produciendo a su vez, un lugar de enunciación implicado en el régimen de la escritura de los cuerpos. 

En consonancia con la estrategia de las teorías queer de reapropiarse de nociones abyectas para desenmascarar los dispositivos de poder de la hegemonía sexo-génerica e interrogar tanto los regímenes de saber y verdad como su funcionamiento performativo, este pretende ser un intento de aportar a una política de “reorganización de las relaciones entre actos sexuales, identidades eróticas, construcciones de género, formas de conocimiento, regímenes de enunciación, lógicas de representación, modelos de constitución de sí y prácticas comunitarias” (Halperin, 2004).

Si la identidad sexual es performativa, es decir, un efecto de la repetición sistemática de prácticas y discursos de la ley heterosexual que construye la materialidad de los cuerpos ¿qué relevancia tienen nuestros modos de coger en la construcción identitaria? Si esas prácticas sexuales son actos performativos ¿qué economías corporales construyen? ¿qué experiencias políticas se derivan de modos de coger que se desplazan de la práctica coito penetrativa organizada sobre el eje pene –vagina?

El cuerpo es el espacio político màs intenso donde llevar a cabo operaciones de contra-producción de placer y para desarrollar formas de contradisciplina sexual es preciso un desprendimiento epistémico de la colonialidad del saber hetero, que requiere poder pensar las prácticas del coger como uno de los modos por los que el cuerpo es construido y se construye como identidad (Preciado, 2002; 76). 

En este sentido, Michel de Certeau (1982) afirma que el cuerpo es “un teatro de operaciones: dividido de acuerdo con los marcos de referencia de una sociedad, provee un escenario de las acciones que esta sociedad privilegia: maneras de mantenerse, hablar, bañarse, hacer el amor, etcétera… En una palabra, cada sociedad tiene -su cuerpo-, igual que su lengua, constituida por un sistema más o menos refinado de opciones entre un conjunto innumerable de posibilidades fonéticas, léxicas y sintácticas. Al igual que una lengua, este cuerpo está sometido a una administración social. Obedece a reglas, rituales de interacción y escenificaciones cotidianas”.

La modernidad y sus sociedades disciplinarias instituyeron su propio cuerpo “normal”: el cuerpo hetero. Siguiendo los análisis de Preciado, el modelo de producción del sexo que data del siglo XVIII y corresponde al período del capitalismo industrial, se fundó sobre la división del trabajo sexual y del trabajo reproductivo, identificando el sexo con la reproducción sexual.

El cuerpo normal, una producción heteronormativa

“La certeza de ser hombre o mujer es una ficción somaticopolítica producida por un conjunto de tecnologías de domesticación del cuerpo, por un conjunto de técnicas farmacológicas y audiovisuales que fijan y delimitan nuestras potencialidades somáticas funcionando como filtros que producen distorsiones permanentes de la realidad que nos rodea”, afirma Preciado (2008; 89). En su “Manifiesto contrasexual”, en el que realiza una operación de deconstrucción del cuerpo moderno, esta filósofa queer sostiene que el sistema heterosexual es un aparato de producción de feminidad y masculinidad que opera por división y fragmentación del cuerpo: recorta órganos y genera zonas de alta intensidad sensitiva y motriz (visual, táctil, olfativa) que después identifica como centros naturales y anatómicos de la diferencia sexual (2002; 22).

De este modo, el sistema de sexo-género es un sistema de escritura del cuerpo, en la que ciertos códigos se naturalizan, otros quedan elípticos y otros son sistemáticamente eliminados o tachados. La heterosexualidad, lejos de surgir espontáneamente de cada cuerpo recién nacido, debe reinscribirse o re-instituirse a través de operaciones constantes de repetición y de re-citación de los códigos (masculino y femenino) socialmente investidos como naturales (2002; 23). Así, queda de manifiesto que la homosexualidad y la heterosexualidad son ficciones somáticas, inventos políticos que toman la forma de cuerpos, la consistencia de la vida. 

Entonces, se revela la politicidad de la arquitectura corporal, en la que se reduce la superficie erótica a los órganos sexuales reproductivos y se privilegia el pene como único centro mecánico de producción del impulso sexual. De ahí, que los órganos que reconocemos como naturalmente sexuales, son ya el producto de una tecnología sofisticada que prescribe el contexto en el que los órganos adquieren su significación -relaciones sexuales- y se utilizan con propiedad, de acuerdo a su “naturaleza” -relaciones heterosexuales- (Preciado, 2002; 27). 

Por lo tanto, la heterosexualidad como tecnología sexual es una mesa de operaciones, donde se lleva a cabo el recorte de ciertas zonas corporales y se define la identidad sexual, de acuerdo a un a priori anatómico-político, una especie de imperativo que impone la coherencia del cuerpo como sexuado. De este manera, el cuerpo se vuelve inteligible gracias a esta fragmentación o disección de los órganos mediante un conjunto de técnicas visuales, discursivas y quirúrgicas que se esconden bajo el nombre de asignación de sexo, indica Preciado.

Este trabajo de desmantelamiento de la construcción tecnológica de la verdad natural de los sexos, la cual se instituye bajo el soporte de un régimen epistemológico binario y visual de la concepción heterocentrada de lo humano, nos permite comprender que los contextos sexuales se establecen por medio de delimitaciones espaciales y temporales sesgadas. En esta desnaturalización del cuerpo normal y del sistema de género, las prácticas de coger son consideradas como una citación performativa del código sexual imperante. 

En este sentido, cuando el género, que históricamente estimuló toda una producción teórica para denunciar la construcción cultural de la asimetría entre hombres y mujeres, es restituido en su genealogía conceptual como tecnología bio-médica que fabrica cuerpos sexuados, se le reintegra la violencia con que se encarna en los cuerpos. Lejos de ser una creación de la agenda feminista de la década de 1960, la categoría de género pertenece al discurso médico de fines de los años ‘40. El Dr. John Money utiliza ese concepto para hablar de la posibilidad de modificar hormonal y quirúrgicamente el sexo de l*s niños intersexuales nacidos con órganos genitales que la medicina considera indeterminados. Para Money, el término género designa la posibilidad de usar la tecnología para modificar el cuerpo según un ideal regulador preexistente de lo que un cuerpo humano -femenino o masculino- debe ser. 

Será el activismo intersex el que cuestionará el carácter prescriptivo de la diferencia sexual, articulando de forma notable saberes acerca de “cómo el cuerpo no aparece genéricamente codificado como marcador inaugural del género, sino como condición imprescindible para una biografía que se despliega anticipadamente en términos genérico-sexuales heteronormativos”[2] (Cabral y Benzur, 2005; 290).

Los protocolos atencionales vigentes de niñ*s intersex, que están atravesados por un profundo sesgo misógino y homofóbico, revelan cómo la construcción quirúrgica de un cuerpo “normal”, de acuerdo a la racionalidad biomédica, se sostiene sobre premisas acerca del deseo heterosexual y su forma correcta y adecuada de materializarse: la práctica coito-penetrativa. Bajo el despotismo de la lógica del centímetro, en ausencia de un pene bien formado y del tamaño mínimo exigible, se feminizan l*s bebés intersexuales. Para la medicina, es más fácil hacer una mujer que un hombre, puesto que la femineidad es frecuentemente reducida a la combinación de un clítoris que no pueda ser confundido con un pene por su tamaño, y la capacidad de ser penetrada vaginalmente en una relación heterosexual “normal”. Los procesos de construcción del canal vaginal en las niñas intersexuales no están simplemente destinados a la producción de un órgano; se dirigen sobre todo a la prescripción de las prácticas sexuales, puesto que se define como vagina única y exclusivamente aquel orificio que puede recibir un pene adulto (Preciado; 2002; 109). Por el contrario, la masculinidad es cuidadosamente reservada sólo para aquellos individuos capaces de conformar el estereotipo peneano de nuestra cultura.

Se feminizan los cuerpos que no dan con la talla adecuada de un pene estándar, aquel que llevará adelante la penetración no sólo sexual y social, sino también epistémica. Nunca más naturalizada la violencia que en el mismo proceso de re-naturalización del cuerpo. De este modo, queda claro que “el ansiado cuerpo normal es el efecto de un violento dispositivo de representación, control y producción cultural” (Preciado, 2007).

Prácticas de saber/coger, efectos identitarios

Es imprescindible volver sobre las prácticas, al conjunto de los modos de hacer sexo, a los modos en que el cuerpo es construido como identidad para tomar conciencia del papel fundamental que juega la imaginería del coger para la visión del mundo y, por lo tanto, para el lenguaje político. Las formas del coger producen saberes subjetivantes, es decir, saberes afectivos que gobiernan el comportamiento. A su vez, el orden socio-sexual del saber y sus efectos en la construcción de las identidades impactan en las prácticas corporales y en las disposiciones de la subjetividad. En este orden político-visual, la verdad del sexo se decide en función de la adecuación a los criterios heterosociales normativos según los cuales la producción de un individuo se hace en función de ser capaz de tener relaciones hetero-sexuales genitales. Son los órganos sexuales como zonas generativas de la totalidad del cuerpo, los productores de lo humano porque sólo como sexuado un cuerpo tiene sentido. De allí es posible afirmar que la interpelación performativa tiene efectos prostéticos, es decir, que la repetición de actos, prácticas y discursos de la ley heterosexual hace cuerpos.

Si el género fabrica cuerpos sexuados ¿qué sucede cuando la práctica coito-penetrativa, cuya dinámica está direccionada por un bio-pene con capacidad de penetrar y una bio-vagina con capacidad para recibir, es repetida hasta el infinito en toda producción cultural, científica y social, convirtiéndose en modelo del “coger” normal? ¿qué inscripciones identitarias produce en los cuerpos? ¿qué economías eróticas articula? ¿qué posibles desarticulaciones de este régimen de saber-poder estimulan aquellas prácticas que se desplazan de este modelo normativo del coger?

Sólo a modo de ejercicio especulativo podemos interrogarnos y pensar que, si la impenetrabilidad del ano del varón heterosexual es constitutiva de su subjetividad, ¿qué efectos identitarios produciría una mujer cuya perfomance sexual incluyera en su repertorio la práctica de penetrar hombres? ¿cómo configurar economías eróticas no-reproductivas en las que esa práctica sea deseable para varones y mujeres? ¿qué efectos produciría en los cuerpos la expropiación de la penetración como práctica monopólica de los varones? ¿cuán amarradas está la práctica coito-penetrativa a las configuraciones identitarias de mujeres y varones?¿qué saberes y experiencias precisamos articular para descolonizar nuestros imaginarios sexuales que establece la penetración como instituyente del estatuto de lo sexual? ¿qué silencios y deseos nos obliga a desarmar? 

Preciado nos dirá que dada la relación causa-efecto que liga los órganos y las prácticas sexuales en nuestras sociedades heteronormativas, la transformación radical de las actividades sexuales de un cuerpo implica, de algún modo, la mutación del órgano y la producción de un nuevo orden anatómico-político (2002; 109) . Por lo tanto, de lo que se trata aquí es de cambiar la relación lenguaje-cuerpo-lugar que no sólo afecte el lugar que a cada cual se le asigna, sino que también afecte a la disposición de esos propios lugares asignados que limita ciertas prácticas y formas de saber y desear, impidiendo que puedan ser examinados y transformados. 

En esta dirección, es sumamente provocativa la frase atribuida a Monique Wittig, “yo no tengo vagina”, en continuidad con aquella de “las lesbianas no somos mujeres”. Estas sentencias de índole disruptiva abren puntos de fuga en la máquina biopolítica heterosexual, desplazando la centralidad de un órgano que instituye el sexo femenino. 

“Si yo no tengo vagina es porque la vagina, en tanto que órgano sexual femenino, se define como receptáculo apropiado para un pene natural…y como cavidad natural para la fertilización. Una vagina que no se deja territorializar por el follar hetero es anatural, deficiente e incluso malsana”, afirma Preciado releyendo a Wittig (2005: 128). “Yo no tengo vagina” es un modo de deshacerse de la vagina como órgano heterocentrado, un anuncio de la deconstrucción del cuerpo hetero-moderno, una declaración de guerra a las ficciones naturalizantes. La vagina que aparece como un órgano clave, pues permite el vínculo institucional entre el trabajo (hetero)sexual y el trabajo de la reproducción, al ser desplazada de estas funciones, permite desterritorializar el cuerpo lesbiano del proceso de “hacerse mujer”. De esta manera, la vagina es extraída de la máquina heterosexual y deja de ser una “víscera hueca” que busca ser “llenada”.

Esta afirmación -casi axiomática- indica que el cuerpo aparece en el centro de un trabajo de desterritorialización de la heterosexualidad, porque los órganos que constituyen el cuerpo sexual han sido reestructurados en el interior de un nuevo sistema de producción de afectos y placeres. 

Disturbio somático como experiencia política

Si el desplazamiento que lleva a cabo Judith Butler, desde una ontología del sexo (sexo como anatomía y esencia) a un género performativo (género como práctica cultural e histórica), invita a pensar la identidad de género y sexual como efectos de un proceso de incorporación de normas a través de repeticiones coercitivas que ocultan su dimensión histórica y contingente y que se afirman como naturales ¿qué trabajo sobre los modos de coger nos queda realizar a activistas feministas y de la disidencia sexo-genérica?

Diseñar perturbaciones en el proceso de producción y normalización de los cuerpos para constituirnos en posibles sujetos de un nuevo devenir político-sexual, requiere comprender los efectos de inscripción sobre el cuerpo que acompañan a toda perfomance sexual. Y aquí la experiencia se inserta como un campo político que se trama en los cuerpos. Joan Scott nos señala que “la experiencia ya es de por sí una interpretación y al mismo tiempo algo que requiere ser interpretado” (1999; 112), por lo cual, poner en marcha un proceso de desjerarquización y descentralización de los órganos, como una operación de desterritorialización del cuerpo heterosexual, o dicho de otro modo, de desgenitalización de la sexualidad reducida a penetración pene –vagina, precisa estimular un lenguaje que haga colapsar las cadenas normativas que prescriben la estabilidad y coherencia entre cuerpo, sexo, género, deseo. Esto supone desplegar un conjunto de prácticas irreductibles a la identidad. 

Un activo proceso de des-identificación de la producción cartográfica del cuerpo moderno, que implique la modificación de la distribución del trabajo sobre el cuerpo heterocentrado constituye una experiencia política porque desbarata un orden de posiciones establecido a priori: posición del sujeto en la estructura social, posición del sujeto en la práctica sexual, posición de un órgano en la topografía corporal. 

En este sentido, las experiencias corporales, aunque parecen evidentes y automáticamente perceptibles, siempre están socialmente mediatizadas advierte Diana Fuss, y agrega “incluso si tuviéramos que aceptar que la experiencia no es simplemente algo construido sino que también ella misma construye, todavía tendríamos que reconocer que hay poco acuerdo entre las mujeres sobre lo que exactamente constituye ‘la experiencia de una mujer’” (1999; 130). 

“¿qué otras trazas de sentido se pueden diseñar en un cuerpo de órganos que desertan de las funciones establecidas por las normativas biopolíticas del género?”, se preguntaban las lesbianas de fugitivas del desierto. Sacudir las tecnologías[3] de escritura del sexo y del género, así como sus instituciones, mediante la interrupción y el desvío de los circuitos de producción y distribución del placer-saber que socaven el monopolio de la práctica coito-penetrativa como definición del estatuto de lo sexual y, por ende, como premisa de la ley heterosexual, necesita de la puesta en práctica de dos operaciones corpo-políticas: la inversión y la investidura. Invertir en el sentido económico del término, que lo pone en marcha, que lo fuerza a producir en espera de un cierto contra-beneficio; e investir en el sentido político del término, que confiere la autoridad de hacer algo, que está cargado de fuerza performativa. Esta operación de citación protésico-textual desplaza la fuerza performativa del código heterocentrado para provocar una per-versión, un giro en la producción habitual de los efectos de la actividad sexual (Preciado, 2002; 49).

Si la política es un hacer, un entramado de un conjunto heterogéneo de prácticas de creación de mundos posibles, cuyos escenarios son no sólo el Estado, la Iglesia, el capital trasnacional, sino fundamentalmente nuestros propios cuerpos y relaciones, este saber de la experiencia del coger, forzosamente colectivo y político, precisa articularse –también- en primera persona, como forma de sustracción a las narrativas monológicas de toda identidad, porque tal como señala Segdwick, la "identidad sexual" es un espacio complejo, de dimensiones múltiples, rara vez coherentes entre sí y, por lo mismo, más un vector de diferencias y diferenciaciones que un sitio de homogeneización.

Ya Carole Vance reparaba en que “el feminismo debe aumentar el placer y la alegría de las mujeres, no sólo disminuir nuestra desgracia. A los movimientos políticos les es difícil hablar durante un cierto período de tiempo de las ambigüedades, ambivalencias y complejidades que componen la experiencia humana. Sin embargo, los movimientos permanecen vitales y fuertes sólo en la medida en que son capaces de recurrir a ese manantial de experiencia humana. Sin él, se vuelven dogmáticos, secos, controladores, e ineficaces” (1989, 48).

Entonces, tal vez empecemos a comprender y promover que las formas del coger, como cita performativa de la ley heterosexual y sus desencajes enunciativos queer, constituyen una experiencia política en tanto intervención creativa en términos de proyecto de conocimiento, de sensibilidad política y erótica. 


Texto presentado en la Mesa: “Experiencia, cuerpo y política”, durante las X Jornadas Nacionales de Historia de las Mujeres y V Congreso Iberoamericano de Estudios de Género “Mujeres y Género: Poder y Política”, Universidad Nacional de Luján – setiembre del 2010


Notas:
[1] En Argentina, este término es de uso común para referirse al acto sexual, a tener relaciones sexuales.
[2] “El género, tal y como los feminismos lo proponen, no es solo emancipación: el género hiere, el género mata, el Género – que hablamos y que nos habla, el que nos hace sujetos. La diferencia sexual no solo se celebra, también se construye, laboriosamente se construye, con tijeras, con hilos de sutura, con carne; el cuerpo se hace, no se nace un cuerpo, se llega a serlo, dolorosamente, mutiladamente – como afirman Beatriz Preciado y Monique Wittig, a través de una primera cirugía plástica de inscripción, la de la carne en cuerpo” (Cabral y Benzur, 2005; 301)
[3] Tecnología entendida “como un dispositivo complejo de poder y de saber, que integra los instrumentos y los textos, los discursos y los regímenes del cuerpo, las leyes y las reglas para la maximización de la vida, los placeres del cuerpo y la regulación de los enunciados de verdad” (Preciado, 2002, 24)




Bibliografía:

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