Fotografía: gentileza Pablo Becerra |
En los últimos meses, la opinión pública nacional se ha visto envuelta en un debate particularmente interesante respecto de la inclusión democrática de las minorías sexo-génericas. Diversos sectores de la sociedad civil se han expresado públicamente en favor o en contra de la modificación del Código Civil argentino en materia de matrimonio. En concreto, dicha reforma supone extender los derechos y obligaciones que conlleva dicha institución civil a las parejas homosexuales. Pese a que, tras un extenso debate y una ajustada votación, fue aprobada por el Congreso Nacional y promulgada por el Poder Ejecutivo, tal modificación ha despertado el encono y la desaprobación de los sectores sociales, políticos y culturales más conservadores. Testimonio de ello es el enorme esfuerzo que realizaron diversas instituciones religiosas y organismos no gubernamentales asociados a ellas, con el objeto de evitar la sanción de la ley. Pese a tales campañas, orquestadas a lo largo y ancho del país, desde la madrugada del pasado 15 de julio, gracias a la aprobación de dichas modificaciones tenemos la fortuna de vivir en un país con una legislación un poco más igualitaria.
Hasta ese momento, el dudoso tratamiento de la cuestión en algunos medios de comunicación, las diversas muestras públicas de rechazo de dicha modificación y las mismas audiencias públicas organizadas en algunas provincias por la Comisión de Legislación General del Senado “orientadas en principio a promover una mayor deliberación de la cuestión” pueden darnos una pauta de lo que estas reformas entrañan y de la necesidad con que debían ser satisfechas tales demandas de equiparación legal. Las reacciones más o menos negativas que el proyecto de modificación suscitó son una muestra clara de un prejuicio social, gravemente extendido en nuestra sociedad, para con quienes encarnamos sexualidades al margen de los patrones heteronormativos. Tal prejuicio, la homo-lesbofobia ─ así como la transfobia ─, no sólo se hizo presente en el temor ancestral a que se ponga en peligro “el futuro de la especie humana” o “la identidad moral de nuestra nación” ─ argumentos que se oyeron hasta el cansancio en las audiencias públicas, en los debates parlamentarios y en las tribunas mediáticas ─, sino también en aquellas iniciativas, pretendidamente progresistas, que insistían en reconocer derechos y obligaciones contractuales a quienes ostentan una sexualidad diferente ─ es el caso de las “uniones civiles”─, pero se negaban a permitir la adopción conjunta de un menor a familias homoparentales. Este último punto, pone de manifiesto dos cuestiones frente a las cuales conviene estar advertidos a la hora de celebrar la aprobación del “matrimonio gay”.
Por una parte, evidencia que el “matrimonio civil” encarna una relación contractual típicamente burguesa ─ y quitemos a este calificativo todo sentido peyorativo ─, que tiene por finalidad, entre otras cosas, asegurar derechos de sucesión patrimonial entre los contrayentes y su prole. De aquí, la irrelevancia de tal modificación para amplios sectores del colectivo LGTB[1] gravemente pauperizados ─ sin trabajo, sin cobertura social, indocumentados ─ o ajenos a prácticas sexuales estables, monogámicas y reproductivas. Por tal razón, aun cuando el matrimonio gay haya sido aprobado, no supone de ningún modo la satisfacción completa de las heterogéneas demandas de las minorías sexo-genéricas en la Argentina. De hecho, nos aguarda ─ no sólo a nivel nacional, sino también en el marco de nuestros claustros universitarios ─ otro debate mucho más urgente en relación al reconocimiento de la identidad de género de travestis, transexuales y transgéneros.
Por otra parte, y esto también debe tenerse en cuenta, el rechazo de la homoparentalidad ─ presente en el proyecto de unión civil descartado por la ley de matrimonio igualitario ─, deja en claro el flagrante desconocimiento de otras formas de familia verdaderamente existentes. Aunque se acepta que las parejas homosexuales son legítimas, y que por tanto el Estado debe asegurarles cierto reconocimiento legal, equiparable al de las parejas heterosexuales, se les desconocía dicha protección en lo que respecta a la fundación de una nueva familia. Tal estrategia, fundada en el temor a formas “futuras” e “inviables” de familia que pondrían en peligro la concepción de parentesco defendida por una minoría religiosa, invisibiliza una pluralidad de maneras de “hacer familia” ─ reitero, verdaderamente existentes ─ que desmienten la clásica fórmula televisiva de la “familia tipo”. Con ello, no solo se oculta la singularidad de ciertas configuraciones familiares ─ como dice Judith Butler, otras formas de dependencia, parentesco y alianza sexual ─, sino que se priva a sus hijos e hijas del resguardo jurídico que se asegura a los de las familias “tradicionales”. A pesar de que los discursos más conservadores pretendían garantizar a los niños y niñas “hogares como Dios manda”, nada decían de aquellos otros que han nacido en familias homoparentales. De allí, la relevancia de que tales modificaciones hayan llegado a buen puerto.
Señalado lo anterior, cabe resaltar en este debate otro aspecto no menos vergonzante. En efecto, aunque la discusión en torno al derecho de gays y lesbianas a contraer matrimonio y fundar una familia haya aparecido como un ejercicio de genuina deliberación democrática, en realidad, ha reproducido con violencia y de manera extemporánea la polémica en la que se vio involucrado Bartolomé de las Casas al momento de probar que los habitantes originarios de América tenían alma. En una situación análoga se encontraron aquellos hombres y mujeres obligados a mendigar del Estado un reconocimiento civil que ya se merecían y que algunos opositores aún hoy consideran necesario desconocer. Más aún, si bien se mira, todo este debate presupone au fond que sólo para los “bien casados” está garantizado el acceso a una canasta básica de derechos tan domésticos y elementales como el cuidado de la propia pareja in extremis, la adopción conjunta de un niño o niña, o la posibilidad de heredar bienes patrimoniales cuando el cónyuge fallece. Esta “precondición matrimonial” ─ por cierto, excesiva ─ muestra cuán restrictivo puede ser el horizonte heteronormativo en el que vivimos cuando se pretende ejercer una ciudadanía plena. De ahí, la inevitable necesidad de algunos gays y lesbianas de desear “pertenecer” a un escenario jurídico que los contemple, que resguarde a sus hijos y a sus bienes, aunque tal inclusión suponga conceder al Estado la regulación del propio deseo.
Pese a todo, si admitimos tales reglas de juego, es deseable que estas últimas sean lo suficientemente flexibles como para acoger la mayor cantidad de diferencias posibles. En esto último se pone a prueba, nos guste o no, la inclusividad democrática de nuestras instituciones políticas, sociales y económicas. De allí, la importancia de que la Universidad pública exprese su voz en tales debates y aporte sus recursos teóricos y científicos a la hora de deshacer aquellos prejuicios ─ sexistas, homofóbicos, clasistas y/o xenofóbicos ─ que debilitan la hospitalidad de nuestra comunidad política.
Amén de lo dicho hasta aquí, es preciso detenerse en una última consideración. Más allá de lo deseable y necesario que resulta la equiparación legal de las parejas homosexuales, hay otras deudas pendientes ─ más urgentes, incluso ─ de toda la comunidad política, y por ello de la Universidad pública, respecto del heterogéneo y multiforme colectivo LGTB. Vale recordar que en diversos lugares de nuestro país las travestis no tienen asegurado el efectivo acceso a la salud, a la educación, a la justicia y al trabajo; las personas transexuales y transgéneros, por citar otro ejemplo, aún esperan que se les reconozca su identidad de género sin que medie patologización alguna. Mucho habría que decir también de la violencia ─ jurídica y quirúrgica ─ a las que son expuestos los niñ*s intersex por no adecuarse a los patrones corporales estandarizados. En nuestra provincia, además, como en diversos lugares del territorio nacional, los crímenes de odio y las violencias de género son una amenaza constante ─ recuérdese el reciente asesinato de la joven lesbiana Natalia Gaitán, en Bº Liceo, 2ª sección-. Otro tanto ocurre con las campañas de prevención de HIV-SIDA, prácticamente ineficaces o inexistentes; o con la educación sexual que reciben nuestros niños, niñas y adolescentes, plagada de estereotipos sexistas, misóginos y heteronormativos. No menos cruel es la situación a la que se ven expuestas las trabajadoras sexuales ─ entre ellas, las travestis ─, sujetas al poder discrecional de la policía, gracias a los Códigos contravencionales que en la mayoría de los casos son un residuo de la última dictadura militar. En un contexto político semejante, en que la precariedad de cierto colectivo queda totalmente al margen de las preocupaciones de sus dirigentes e intelectuales; en un marco el que nada se hace por reparar la vulnerabilidad de ciertos cuerpos desposeídos incluso del “derecho a tener derechos”; en dicho escenario, entiendo, la comunidad política, en general, y la Universidad, en particular, es interpelada a extremar su imaginación democrática a fin de responder a tales desafíos. Posibilitar, en suma, que aquellos sujetos que vemos diezmada nuestra ciudadanía por razones de género, sexualidad, raza y/o clase, podamos comenzar, sin más dilaciones, a vivir una vida plenamente humana.
Hasta ese momento, el dudoso tratamiento de la cuestión en algunos medios de comunicación, las diversas muestras públicas de rechazo de dicha modificación y las mismas audiencias públicas organizadas en algunas provincias por la Comisión de Legislación General del Senado “orientadas en principio a promover una mayor deliberación de la cuestión” pueden darnos una pauta de lo que estas reformas entrañan y de la necesidad con que debían ser satisfechas tales demandas de equiparación legal. Las reacciones más o menos negativas que el proyecto de modificación suscitó son una muestra clara de un prejuicio social, gravemente extendido en nuestra sociedad, para con quienes encarnamos sexualidades al margen de los patrones heteronormativos. Tal prejuicio, la homo-lesbofobia ─ así como la transfobia ─, no sólo se hizo presente en el temor ancestral a que se ponga en peligro “el futuro de la especie humana” o “la identidad moral de nuestra nación” ─ argumentos que se oyeron hasta el cansancio en las audiencias públicas, en los debates parlamentarios y en las tribunas mediáticas ─, sino también en aquellas iniciativas, pretendidamente progresistas, que insistían en reconocer derechos y obligaciones contractuales a quienes ostentan una sexualidad diferente ─ es el caso de las “uniones civiles”─, pero se negaban a permitir la adopción conjunta de un menor a familias homoparentales. Este último punto, pone de manifiesto dos cuestiones frente a las cuales conviene estar advertidos a la hora de celebrar la aprobación del “matrimonio gay”.
Por una parte, evidencia que el “matrimonio civil” encarna una relación contractual típicamente burguesa ─ y quitemos a este calificativo todo sentido peyorativo ─, que tiene por finalidad, entre otras cosas, asegurar derechos de sucesión patrimonial entre los contrayentes y su prole. De aquí, la irrelevancia de tal modificación para amplios sectores del colectivo LGTB[1] gravemente pauperizados ─ sin trabajo, sin cobertura social, indocumentados ─ o ajenos a prácticas sexuales estables, monogámicas y reproductivas. Por tal razón, aun cuando el matrimonio gay haya sido aprobado, no supone de ningún modo la satisfacción completa de las heterogéneas demandas de las minorías sexo-genéricas en la Argentina. De hecho, nos aguarda ─ no sólo a nivel nacional, sino también en el marco de nuestros claustros universitarios ─ otro debate mucho más urgente en relación al reconocimiento de la identidad de género de travestis, transexuales y transgéneros.
Por otra parte, y esto también debe tenerse en cuenta, el rechazo de la homoparentalidad ─ presente en el proyecto de unión civil descartado por la ley de matrimonio igualitario ─, deja en claro el flagrante desconocimiento de otras formas de familia verdaderamente existentes. Aunque se acepta que las parejas homosexuales son legítimas, y que por tanto el Estado debe asegurarles cierto reconocimiento legal, equiparable al de las parejas heterosexuales, se les desconocía dicha protección en lo que respecta a la fundación de una nueva familia. Tal estrategia, fundada en el temor a formas “futuras” e “inviables” de familia que pondrían en peligro la concepción de parentesco defendida por una minoría religiosa, invisibiliza una pluralidad de maneras de “hacer familia” ─ reitero, verdaderamente existentes ─ que desmienten la clásica fórmula televisiva de la “familia tipo”. Con ello, no solo se oculta la singularidad de ciertas configuraciones familiares ─ como dice Judith Butler, otras formas de dependencia, parentesco y alianza sexual ─, sino que se priva a sus hijos e hijas del resguardo jurídico que se asegura a los de las familias “tradicionales”. A pesar de que los discursos más conservadores pretendían garantizar a los niños y niñas “hogares como Dios manda”, nada decían de aquellos otros que han nacido en familias homoparentales. De allí, la relevancia de que tales modificaciones hayan llegado a buen puerto.
Señalado lo anterior, cabe resaltar en este debate otro aspecto no menos vergonzante. En efecto, aunque la discusión en torno al derecho de gays y lesbianas a contraer matrimonio y fundar una familia haya aparecido como un ejercicio de genuina deliberación democrática, en realidad, ha reproducido con violencia y de manera extemporánea la polémica en la que se vio involucrado Bartolomé de las Casas al momento de probar que los habitantes originarios de América tenían alma. En una situación análoga se encontraron aquellos hombres y mujeres obligados a mendigar del Estado un reconocimiento civil que ya se merecían y que algunos opositores aún hoy consideran necesario desconocer. Más aún, si bien se mira, todo este debate presupone au fond que sólo para los “bien casados” está garantizado el acceso a una canasta básica de derechos tan domésticos y elementales como el cuidado de la propia pareja in extremis, la adopción conjunta de un niño o niña, o la posibilidad de heredar bienes patrimoniales cuando el cónyuge fallece. Esta “precondición matrimonial” ─ por cierto, excesiva ─ muestra cuán restrictivo puede ser el horizonte heteronormativo en el que vivimos cuando se pretende ejercer una ciudadanía plena. De ahí, la inevitable necesidad de algunos gays y lesbianas de desear “pertenecer” a un escenario jurídico que los contemple, que resguarde a sus hijos y a sus bienes, aunque tal inclusión suponga conceder al Estado la regulación del propio deseo.
Pese a todo, si admitimos tales reglas de juego, es deseable que estas últimas sean lo suficientemente flexibles como para acoger la mayor cantidad de diferencias posibles. En esto último se pone a prueba, nos guste o no, la inclusividad democrática de nuestras instituciones políticas, sociales y económicas. De allí, la importancia de que la Universidad pública exprese su voz en tales debates y aporte sus recursos teóricos y científicos a la hora de deshacer aquellos prejuicios ─ sexistas, homofóbicos, clasistas y/o xenofóbicos ─ que debilitan la hospitalidad de nuestra comunidad política.
Amén de lo dicho hasta aquí, es preciso detenerse en una última consideración. Más allá de lo deseable y necesario que resulta la equiparación legal de las parejas homosexuales, hay otras deudas pendientes ─ más urgentes, incluso ─ de toda la comunidad política, y por ello de la Universidad pública, respecto del heterogéneo y multiforme colectivo LGTB. Vale recordar que en diversos lugares de nuestro país las travestis no tienen asegurado el efectivo acceso a la salud, a la educación, a la justicia y al trabajo; las personas transexuales y transgéneros, por citar otro ejemplo, aún esperan que se les reconozca su identidad de género sin que medie patologización alguna. Mucho habría que decir también de la violencia ─ jurídica y quirúrgica ─ a las que son expuestos los niñ*s intersex por no adecuarse a los patrones corporales estandarizados. En nuestra provincia, además, como en diversos lugares del territorio nacional, los crímenes de odio y las violencias de género son una amenaza constante ─ recuérdese el reciente asesinato de la joven lesbiana Natalia Gaitán, en Bº Liceo, 2ª sección-. Otro tanto ocurre con las campañas de prevención de HIV-SIDA, prácticamente ineficaces o inexistentes; o con la educación sexual que reciben nuestros niños, niñas y adolescentes, plagada de estereotipos sexistas, misóginos y heteronormativos. No menos cruel es la situación a la que se ven expuestas las trabajadoras sexuales ─ entre ellas, las travestis ─, sujetas al poder discrecional de la policía, gracias a los Códigos contravencionales que en la mayoría de los casos son un residuo de la última dictadura militar. En un contexto político semejante, en que la precariedad de cierto colectivo queda totalmente al margen de las preocupaciones de sus dirigentes e intelectuales; en un marco el que nada se hace por reparar la vulnerabilidad de ciertos cuerpos desposeídos incluso del “derecho a tener derechos”; en dicho escenario, entiendo, la comunidad política, en general, y la Universidad, en particular, es interpelada a extremar su imaginación democrática a fin de responder a tales desafíos. Posibilitar, en suma, que aquellos sujetos que vemos diezmada nuestra ciudadanía por razones de género, sexualidad, raza y/o clase, podamos comenzar, sin más dilaciones, a vivir una vida plenamente humana.
Eduardo Mattio
Profesor Asistente, Escuela de Filosofía, FFyH, UNC. Becario postdoctoral de SECyT, UNC.
Miembro de Alternativa LGTB.
Profesor Asistente, Escuela de Filosofía, FFyH, UNC. Becario postdoctoral de SECyT, UNC.
Miembro de Alternativa LGTB.
Comentarios
Publicar un comentario