Musica verde: erik Satie


En 1889 Erik Satie tenía 23 años y acababa de componer las hoy tantas veces visitadas Gymnopédies (que fueron denominadas así porque ése era el nombre de cierta danza sagrada que en la antigua Esparta ejecutaban niños desnudos, y que han servido lo mismo para momentos especialmente melancólicos de algunas películas como para anuncios publicitarios, sin olvidar los reportajes televisados sobre algún drama bélico, social, o deportivo: la última vez que escuché una, servía de fondo a una información sobre un mutilado que iba a competir en los Juegos Paralímpicos). Satie era entonces un muchacho contemplativo que se había aficionado a estudiar canto gregoriano con el propósito de remontarse a los orígenes de la música. Una mañana de ese año, quedó absorto bajo las bóvedas ojivales de Notre Dame. Cuando volvió habían transcurrido varias horas y en la cabeza sonaban limpias las notas de lo que habrían de ser sus Ogives. A pesar del carácter mítico de esas cuatro composiciones, inspiradas en el canto llano, serían editadas sin renunciar al desenfado y el humorismo. En la Linterna Japonesa, publicación patrocinada por un cabaret, se leerá este anuncio confesional de una inverosímil jornalera de Precigny-les Balayettes: "Hace ocho años que padezco un pólipo en la nariz, complicado con una afección de hígado y reuma. Tras escuchar les Ogives de Satie, se manifestó en mi estado de salud una notable mejora. Cuatro o cinco aplicaciones de la Tercera Gymnopédie han acabado de curarme completamente". Ha de ser ésa una de las constantes de la vida de Satie: las profundas experiencias que le irán inspirando sus melodías son arrojadas a la publicidad de la manera más frívola y burlona que se le ocurriera, lo cual sólo sirvió para que la mayoría de sus contemporáneos se lo tomaran a broma . Y es que un señor que en 1894, y para su pieza Vexations, pide al interprete que repita 840 veces -para que la duración de la obra alcanzara las veinte horas- los 52 compases que integran la partitura, no podía ser tomado demasiado en serio. No en vano, Claude Debussy le definió como "músico medieval y dulce, perdido en este siglo". Y él mismo declaró: "He llegado a un mundo muy joven en un tiempo muy viejo".

Como todos los que se extravían en el siglo en que les toca vivir -y no conviene ponerse pedantes ofreciendo una lista, aunque no me reprimo de nombrar a Nietszche, que dijo: la grandeza del hombre se mide por la cantidad de soledad que sea capaz de soportar- Eric Satie fue un solitario. Hizo de su soledad un feudo incólume, de su independencia una empedernida convicción. Cuando murió, el 1 de julio de 1925, con el organismo destrozado por el alcohol y la suma de privaciones con que castigó su vida, sus amigos entraron por primera vez en la habitación de Arcuell en la que había ido resistiendo los embates del tiempo durante treinta años en los que había dejado pasar más que algún perro perdido. Allí descubrieron, con asombro horrorizado, en una orgía de objetos cubiertos por el polvo, unas cuantas cajas de puros que contenían , cuidadosamente ordenados, más de cuatro mil rectángulos minúsculos de inmaculado papel, sobre los que el músico había caligrafiado meticulosas descripciones de paisajes imaginarios, inverosímiles personajes, dibujos, inscripciones burlescas, greguerías, palabras sueltas, inexistentes órdenes religiosas e imposibles instrumentos musicales que se adelantaban varías décadas a los que idearía el escultor Jacques Carelman.
En uno de esos rectángulos se leía: " me llamo Eric Satie, como todo el mundo". Para escribir una frase como ésta, una de dos: o se tiene muy alta estima del género humano, o se tiene en muy baja estima a uno mismo. Tal vez Satie era del segundo grupo. Si no, no hubiera escrito: "Cuanto más conozco a los hombres, más amo a los perros".

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