Tinelli y lo popular

Las dos semanas transcurridas desde mi columna anterior no dejaron
leer muchas novedades. Apenas el fracaso de “Bailando Kids”, que se va
lentamente a pique, con mi obvio beneplácito. No lo vi mucho, me
resultó intolerable; supe por fuentes de mucha confianza –mi mujer,
una informante magnífica para los temas televisivos porque mira con
atención cazadora– que Carmencita Barbieri le habría dicho a una de
las participantes, una pobre gurrumina, “tenés que sacar la perra de
adentro”. Digo esto con muchos condicionales porque si así fuera sería
fácil encuadrarlo en algo así como apología de la paidofilia; y
descuento que el Comfer debe tener algún abogado hábil para hacer la
denuncia (denuncia y censura que no tuvieron empacho de ejercer contra
la cumbia villera, años atrás, porque incentivaba el consumo de drogas
y el pequeño chorreo: del sexismo no decían nada, todo lo que les
preocupaba era tanto faso y tanto fierro dando vueltas por esas
letras… En fin: el Comfer está compenetrado en el debate de la nueva
Ley de Radiodifusión, de modo que poca atención puede darle a algo tan
minúsculo como la explotación infantil).

Por otro lado, tampoco hay novedad en los efectos benéficos que
Tinelli le produce a mi sueño: lo estimula de tal manera que resulta
irresistible. Los que somos trasnochadores siempre buscamos buenos
remedios naturales, un libro tedioso, una mala película. Y bien: he
descubierto a Tinelli como inductor del sueño. La clave está en bajar
el volumen, claro, porque los gritos siguen tan desaforados como en
los últimos veinte años –y quizá más: Marcelo debe estar un poquito
sordo, mal frecuente en los trabajadores de radio y televisión por el
abuso de tanto auricular, y eso lo lleva a elevar mucho el tono. Lo
cierto es que le puse garra: me empeñé en, al menos, tratar de sonreír
mientras miraba las andanzas de “Los tangueros”, un montón de tipos
merodeando los lugares comunes del chiste tinelliano pero cantado
–porque ellos admiran la comedia musical: Bob Fosse estaría verde de
envidia ante las coreografías audaces y la inventiva desbordada de las
letras picarescas (se comenta que Lloyd Weber va a contratar al
libretista para su próxima puesta). Me tocó verlos con González Oro
como invitado: ese hombre debería dedicarse al canto –y de paso
abandonar el periodismo, único beneficio que podríamos obtener. Lo
único que no pude entender es por qué perseveran con tanto empeño en
cantar mal, moverse peor, poner caras previsibles y abusar del trazo
grueso, de la guasada desaforada. Yo no reclamo humor sutil –es mucho
pedir–; pido que al menos la palabra “culo” aparezca como sorpresa, no
como muletilla disparada a repetición.

Y, por supuesto, atendí lo que pude del “Gran Cuñado”, que la crítica
insiste en calificar de gran parodia. Primera observación: hay que
leer más teoría sobre la parodia antes de descargar clasificaciones
fáciles. Segunda: el premio se lo debería llevar el maquillador,
porque todo descansa sobre las máscaras; los actores, en general
bastante mediocres, no saben construir un personaje por fuera de la
repetición obsesiva de uno o dos latiguillos. Y si bien en este tipo
de escenas es fundamental que el espectador reconozca al personaje,
eso se logra con la máscara y con algún rasgo verbal; como todo en
Tinelli es redundancia –lo dije en mi nota anterior–, los personajes
se parecen en las máscaras, usan el nombre de lo que imitan y por las
dudas repiten hasta el hartazgo, una y otra y otra vez, el mismo
enunciado –la imitación de Cristina, por lejos la mejor, podría dejar
de tocar los micrófonos alguna vez. La parodia gana cuando,
establecido el parecido, toma distancia, crea, innova: cuando señala
lo que falta, no cuando exacerba lo que se repite. Nada de eso puede
esperarse de una obra de Tinelli: sería una ilusión vana.

Pero éste es el momento en que algunos lectores y lectoras se indignan
y me acusan de elitista: de “no comprender el humor popular”. Alguno
me invitó a comer un choripán, en la suposición de que la sociología
te aleja de las “pequeñas cosas de la vida”. En realidad, el problema
es suponer que Tinelli es una representación acabada de la cultura
popular argentina. Y no lo es: como mucho, de algunos de sus
fragmentos. Tinelli representa acabadamente lo peor de la cultura de
masas, que no es lo mismo. Lo popular tiene muchos pliegues: pasa por
los medios y también por fuera de ellos, y nos habla más de lo oculto,
lo invisible y lo reprimido que de lo hegemónico. Tinelli es hoy
cultura hegemónica: con toques plebeyos, sí, pero hegemónica.

Y frente a aquellos que sostienen que “si no te gusta, cambiá de
canal”, digo: ése es el famoso argumento neoliberal de la libertad de
mercado. En la que no creo. Creo, sí, en la calidad de alguna cultura
de masas: en la música popular, en el cine, en alguna televisión, en
alguna radio. Y creo que hay que militar por ella. Para que, algún día
no muy lejano, a Tinelli no lo vean ni sus hijas –que lo acusarán de
machista y reaccionario.
Por P. Alabarces
26.05.2009
Extraìdo de Critica

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