Quizás la última frase resume el humanismo pasado de moda, un suelo epistemológico desgastado si se quiere, (lo mismo puede decirse del valor rendentor de la poesía) pero por el resto, prolijo, preciso y ta bueno.
Ontología del lenguje, el lenguaje como ontología, duplas intercambiables y por cuanto interesantes. Una pregunta podría ser, junto con el publicitado pragmatismo de Rorty, puede abandonarse un lenguaje representacional que valga como reflejo de realidad, es decir, abandonar el lenguaje y su metafísica para pensarlo como lenguaje performativo de mundo, en este sentido viene este artículo.
El articulo original se puede leer y bajar de acá
La naturaleza corporal como mítica originaria del lenguaje
(O cómo hacer palabras con
cosas)
por José Calvo González
De improviso, inopinadamente, llega el día en que el lector se topa con una expresión que despega del escrito y trepa hasta el oído para percutir y trepanar al fondo de la audición interna de su lectura,para sonar como el eco de una detonación sorda bajo la superficie de letra escrita que está leyendo. Yo vine a dar hace unos días con una de ellas; fue a bocajarro.
Sucedió entonces que se me llenó el pensamiento de reflexiones excéntricas, o al menos periféricas.
Suele sucederme a menudo.
En una de ellas fui a parar donde García Márquez puso inicio a Cien años de soledad. Escribió allí:
"El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas
había que señalarlas con el dedo"1.
Así pues, el hombre, al comienzo de los tiempos, dejó su huella sobre las cosas al nombrarlas por
primera vez. El hombre carecía por entonces de cualquiera otra clase de lenguaje diferente del ostensivo, del mostrador. Señalaba las cosas con el dedo para mencionarlas. De esa huella nos hace revelación a luz ultravioleta la Teoría de la Lengua, que posee sus propias técnicas de identificación dactiloscópica, para señalando determinado número de cretas recuperar las trazas prehistóricas del lenguaje. Tienen los lingüistas una oculta vocación detectivesca, que alimentan asimismo con habilidades arqueológicas y saberes antropológicos. Entre ellos es el filólogo un rastreador que husmea en la pista idiomática de una palabra, aspirando profundamente en ella, a la búsqueda de su origen, a la caza de su etimología.
Pero no quiero perder yo el rastro de lo que iba diciendo, que era aquello del primer hombre, Adán, dejando su huella en las cosas al nombrarlas, poco antes de convertirlas en palabras. La más remota forma de lenguaje se ligaba a un proceso táctil. Es de imaginar que produciría estremecimientos sensitivos; a través de las yemas de los dedos, de sentir el tacto de las cosas, lo tangible, el nombre de las cosas se hacía perceptible. La creación del lenguaje en el índice de la mano.
Contemplando los frescos de Miguel Ángel en la capilla Sixtina nos admiramos al observar el dedo índice de Dios, que toca y crea el mundo, y a nosotros mismos. El mundo y el hombre estaban en el índice de la divinidad, que al principio era el Verbo y estaba solo, y creó al mundo y al hombre a su imagen y semejanza, por eso también mundo y hombre son indicio de Dios. Y como Dios, asimismo el hombre tocó el mundo y creó el lenguaje, y también como Él estaba solo, y también lo instituyó a su imagen y semejanza.
Me parece importante resaltar todo esto. Tocando, imponiendo sus manos sobre el mundo, palpándolo, creó el hombre su primitivo lenguaje para sentirse menos solo, y debió hacerlo del único modo que pudo, a imagen y semejanza propia, pues no veía -sólo oía el Verbo divino- a nadie más a su alrededor.
Era la edad arcaica en que un único hombre había sobre el mundo, un hombre muy joven, en un
mundo que era igualmente tan reciente que estaba del todo intacto. Ese mundo era en efecto completamente flamante, transparente, resplandeciente, sin otra huella que la dejada por el invisible índice de Dios, instrumento del lenguaje divino. Adán lo antropomorfizó con el lenguaje humano cuando tras tentarse y manosearse a sí mismo se reflejó en el mundo, en el entorno, en el panorama, en la naturaleza circundante.
Nombró todo aquel paisaje natural con su dedo instituyendo un mundo lingüístico-gestual, todavía no verbal, de equivalencias con su propio paisaje corporal.
Así, pues, ciertamente, si convenimos con Wittgenstein en que "los límites de mi lenguaje son los
límites de mi mundo"2, la demarcación del mundo natural en el primer lenguaje, en el primitivo modo de nombrar el mundo, fue al comienzo el conjunto de marcas del que el hombre disponía a través del surtido de las distintas partes de su cuerpo. Lo que estaba más próximo al hombre primitivo era su intrínseca realidad corporal, la geografía (topografía, cartografía, geodesia) de su naturaleza humana. Lo que tenía más a la mano eran sus propias manos, y la proyección de ellas en los dedos, y entre ellos el que más directamente apuntaba de todos, el dedo índice. Así pues, "el mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo" índice.
Mucho más tarde aprendió a articular sonidos y pronunciar en palabras los nombres de las cosas.
Pero para esa fecha le había quedado aquella costumbre física de nombrar el mundo a razón los límites de su mundo corporal. De ahí que la expresión lingüístico-verbal del mundo todavía mantenga huellas que se pueden seguir sin demasiada dificultad precisamente en las metáforas antropomórficas del lenguaje. Se forma con ellas algo parecido a una especie de Frankenstein verbal; expresiones formadas con pedazos de cuerpo humano, hechas con piezas corporales, compuestas de prótesis que derivan de aquel lenguaje, el más aborigen de todos, el ostensivo, de señalamiento del mundo por medio del cuerpo humano, o casi humano, del hombre primitivo.
Todavía hoy hablamos del pie del árbol, del vientre de la montana, de la garganta del desfiladero,
del ojo del huracán, de la lengua del glaciar, de la piel de la fruta y, conforme nuestra civilización ha evolucionado, también del cuello de la botella, de la boca del túnel, de los ojos del puente, del oído de la guitarra, de los dientes de sierra, del cuerpo de la letra y hasta de la cabeza del alfiler, o tantas otras…
Al hombre primitivo podemos considerarlo como el poeta del lenguaje puro, que encontraba
inspiración al elegir sus recursos expresivos a partir de lo que exhibía su propia anatomía. "El hombre es el nombrador; en eso reconocemos que desde él habla el lenguaje puro" (Ur-Sprache), dice Benjamin3. El hombre primitivo, que ante todo era un denominador indicial, fue por eso poeta del lenguaje puro. En adelante, y por extensión, quienes han continuado nombrando el mundo se hacen acreedores de ese título.
Poeta, escribe Foucault,
"es el que, por debajo de las diferencias nombradas y cotidianamente previstas, reencuen
tra los parentescos huidizos de las cosas, sus similitudes dispersas. Bajo los signos estable
cidos, y a pesar de ellos, oye otro discurso, más profundo, que recuerda el tiempo en el que
las palabras centelleaban en la semejanza universal de las cosas: la Soberanía de lo Mismo,
tan difícil de enunciar, borra en su lenguaje la distinción de los signos"4.
Merecen así título de herederos legítimos de los originarios o primigenios poetas puros, por ejemplo, aquellos que al nombrar unidades de longitud utilizan medidas antropométricas; los británicos tienen en su sistema métrico nombres como el pie, equivalente a doce pulgadas. Claramente, pues, "los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo", y no por otro mejor motivo que aquel que revela el limite del mundo calculado, en efecto, a la medida del límite del propio mundo corporal. Más aún, si fuere preciso acudir a una referencia más universal, válida en cualquier lugar y cultura mundial, también existe. Es el codo, unidad que medía la distancia entre el codo y el final de la mano abierta. "Unidades de medida táctil" las llama Georges Braque5, quien igualmente afirma que "el lenguaje es el firme testigo de una época"6. El originario y primigenio daba testimonio del tiempo en que el hombre se expresaba con y desde su corporalidad.
Así fue, por tanto, como el hombre puso nombre al mundo, valiéndose de su propio cuerpo para instituirlo de un lenguaje que al principio carecía de sonoridad, que era sólo gestual. Aparecerían luego, mucho después, los sonidos que poco a poco fueron dulcificándose en palabras, y más tarde aún el sistema sígnico que las transformó en escritura, en palabra escrita. Y de nuevo al cuerpo, y en concreto a la mano, correspondió una función principalísima. No únicamente porque se escribiera con la mano, pues esto parece evidente, sino porque lo escrito con ella era también leído con apoyo en ella, y en particular otra vez con el dedo índice. En efecto, las palabras que habían salido del mundo corporal del hombre para nombrar el mundo exterior sustituyeron al mundo mediante su representación escritural. Las palabras fueron finalmente el mundo, y otra vez, como digo, devino fundamental el contacto físico con la palabra, ahora ya, puesta por escrito.
Todos, en el momento más párvulo de nuestro aprendizaje del mundo a través de la comprensión de la escritura, esto es, mediante la lectura, hemos recurrido al dedo índice. Sucedía cuando frente al mundo de la letra escrita, que era tan reciente, carecíamos de habilidad para nombrarlo, y para mencionarlo, para pronunciarlo, había que letrear las palabras con el dedo. El dedo que al leer señalaba las palabras, que seguía la letra de la palabra, el dedo que tocaba la palabra que era representación del mundo, el dedo que hacía contacto con la grafía, nos acercaba al mundo. Los límites de mi mundo corporal, la yema del dedo que recorría la palabra, marcaba el límite del mundo comprensible. Muchos creen un hábito a corregir esa forma de leer; yo, sin embargo, nunca ha reprendido a un niño señalar con el dedo la letra impresa. Pienso en ese gesto absolutamente natural, con independencia de que luego se abandone, como el momento feliz en que por primera vez todo el mundo, el real e igualmente el imaginado, contenido en la letra escrita, y acaso también sobrepuesto en impresa, quedaba al alcance de la punta de los dedos. Palpar el mundo tocando físicamente la palabra en cada una de sus letras y sílabas me abrió todos los imaginables límites del mundo.
En lo demás, uno de los episodios a los que cuando se aborda el tema del lenguaje suele hacerse inexcusable alusión es el del embrollo babélico. Como todos sabemos, en la fábrica de la Torre de Babel tuvo lugar un tan extraordinario barullo entre operarios, oficiales y maestros que acabó desembocando en un fenomenal galimatías, y su construcción quedó inacabada y la especie humana se dispersó por toda la faz de la tierra.
Y aquel fue tiempo de confusión y diseminación. Todo un ejemplo de que "el lenguaje es el firme testigo de una época". En Babel sucedió algo paradójico: la lengua originaria ("el labio único" del que habla el Génesis XI, 1-9) se enmaraña, se enreda, y los hablantes se esparcen y desperdigan. La fabula docit de la leyenda es, por lo demás, desoladora: en adelante, a los hombres no les queda más posibilidad de entenderse que alejarse unos de otros y constituir grupos aislados. "Aclararse" pasa ineludiblemente por apartarse y disgregarse.
El lenguaje moderno, impuro como confundido, que surge en la desintegración es, por tanto, razón del distanciamiento entre los hombres. De las varias conclusiones extraíbles una es, no insignificante, también el alejamiento entre die Kultur y die Natur.
Después de Babel7, en la situación babélica de nuestro presente, parece el único remedio recobrar lo que también parecería irrecobrable, die reine Sprache. De ello sólo los poetas son capaces. Se precisan nuevospoetas. Poeta, pensaba Borges, es "aquel hombre/ Que, como el rojo Adán del paraíso/ Impone a cada cosa su preciso/ Y verdadero y no sabido nombre"8.
Una nueva nominación, una redenominación. La Poesía, después de Babel, debería intentar
trasladarnos desde nuestro envejecido mundo hacia el que "era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo". Llevar su mensaje desde la desintegración cultural a la reintegración natural. Ese esfuerzo de traslado y devolución exige comprender aquello que el lenguaje de unos hombres tiene y tendrá siempre en común con el de otros; y es percibir lo que un hombre, cualquier hombre, tiene en común con el resto de los hombres, en cualquier lengua: su humanidad.
Reencontrar ese parentesco consiste en reconstruir una imbricación, a veces una hibridación más bien, de naturaleza y lenguaje; más aún, pues la naturaleza no se explica lingüísticamente sin el hombre y su lengua, sea la que fuere, sin ese lenguaje antropomórfico, lenguaje puro del primer poeta.
Y es verdad que después de Babel únicamente los poetas han desandado el largo camino de la dislocación entre Naturaleza y Cultura y procurado reunir la legendaria desbandada.
¿Cómo?
"Un poema es y seguirá siendo -sostiene Gadamer- una recolección de sentido, incluso cuando sólo es recolección de fragmentos de sentido", y añade: "La pregunta por la unidad del sentido queda como una última pregunta por el sentido y encuentra su respuesta en el poema"9.
Del propósito de devolución de la Cultura a la Naturaleza, del retorno a la Soberanía de lo Mismo,
hace prueba la poética de las metáforas naturalistas. Se produce al nombrar el llanto como un río de lágrimas y la vida como ríos que van a parar al mar, la maledicencia como venenosa lengua de víbora, al hablar de la imaginación como un potro desbocado, o de dar rienda suelta a la imaginación, del amanecer o la primavera del amor, del invierno de los sentimientos, de la esbeltez de una cintura de avispa, del volcán de la pasión, de la humedad de un beso como la del océano todo cuando la lengua de la amada llena la boca de olas, de la menta de tu mirada, de la manzana de tu hombro...
Los versos del poeta Octavio Paz en Piedra de sol expresarán siempre mejor la idea:
realidad, soy jurista, y ello refuerza esta convicción. Siquiera porque, como escribiera Giraudoux para el parlamento de uno de sus personajes, "el derecho es la más potente de las escuelas de la imaginación: ningún poeta ha interpretado la naturaleza tan libremente como un jurista la realidad"11. Y más: "No por casualidad -explica asimismo Magris- muchos mitos dicen que los poetas fueron, también, los primeros legisladores"12. No parece, por tanto, que debamos renunciar a la esperanza de que una metáfora logre cambiar el mundo.
Notas:
1. G. García Márquez, Cien años de soledad (1967), ed. de Jacques Joset, Cátedra, 1994, p. 79(O cómo hacer palabras con
cosas)
por José Calvo González
Hacer un poema como la naturaleza hace un árbol
Vicente Huidobro
Vicente Huidobro
Todas nuestras ideas provienen del mundo natural: Árboles=Paraguas
Wallace Stevens
Wallace Stevens
De improviso, inopinadamente, llega el día en que el lector se topa con una expresión que despega del escrito y trepa hasta el oído para percutir y trepanar al fondo de la audición interna de su lectura,para sonar como el eco de una detonación sorda bajo la superficie de letra escrita que está leyendo. Yo vine a dar hace unos días con una de ellas; fue a bocajarro.
Sucedió entonces que se me llenó el pensamiento de reflexiones excéntricas, o al menos periféricas.
Suele sucederme a menudo.
En una de ellas fui a parar donde García Márquez puso inicio a Cien años de soledad. Escribió allí:
"El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas
había que señalarlas con el dedo"1.
Así pues, el hombre, al comienzo de los tiempos, dejó su huella sobre las cosas al nombrarlas por
primera vez. El hombre carecía por entonces de cualquiera otra clase de lenguaje diferente del ostensivo, del mostrador. Señalaba las cosas con el dedo para mencionarlas. De esa huella nos hace revelación a luz ultravioleta la Teoría de la Lengua, que posee sus propias técnicas de identificación dactiloscópica, para señalando determinado número de cretas recuperar las trazas prehistóricas del lenguaje. Tienen los lingüistas una oculta vocación detectivesca, que alimentan asimismo con habilidades arqueológicas y saberes antropológicos. Entre ellos es el filólogo un rastreador que husmea en la pista idiomática de una palabra, aspirando profundamente en ella, a la búsqueda de su origen, a la caza de su etimología.
Pero no quiero perder yo el rastro de lo que iba diciendo, que era aquello del primer hombre, Adán, dejando su huella en las cosas al nombrarlas, poco antes de convertirlas en palabras. La más remota forma de lenguaje se ligaba a un proceso táctil. Es de imaginar que produciría estremecimientos sensitivos; a través de las yemas de los dedos, de sentir el tacto de las cosas, lo tangible, el nombre de las cosas se hacía perceptible. La creación del lenguaje en el índice de la mano.
Contemplando los frescos de Miguel Ángel en la capilla Sixtina nos admiramos al observar el dedo índice de Dios, que toca y crea el mundo, y a nosotros mismos. El mundo y el hombre estaban en el índice de la divinidad, que al principio era el Verbo y estaba solo, y creó al mundo y al hombre a su imagen y semejanza, por eso también mundo y hombre son indicio de Dios. Y como Dios, asimismo el hombre tocó el mundo y creó el lenguaje, y también como Él estaba solo, y también lo instituyó a su imagen y semejanza.
Me parece importante resaltar todo esto. Tocando, imponiendo sus manos sobre el mundo, palpándolo, creó el hombre su primitivo lenguaje para sentirse menos solo, y debió hacerlo del único modo que pudo, a imagen y semejanza propia, pues no veía -sólo oía el Verbo divino- a nadie más a su alrededor.
Era la edad arcaica en que un único hombre había sobre el mundo, un hombre muy joven, en un
mundo que era igualmente tan reciente que estaba del todo intacto. Ese mundo era en efecto completamente flamante, transparente, resplandeciente, sin otra huella que la dejada por el invisible índice de Dios, instrumento del lenguaje divino. Adán lo antropomorfizó con el lenguaje humano cuando tras tentarse y manosearse a sí mismo se reflejó en el mundo, en el entorno, en el panorama, en la naturaleza circundante.
Nombró todo aquel paisaje natural con su dedo instituyendo un mundo lingüístico-gestual, todavía no verbal, de equivalencias con su propio paisaje corporal.
Así, pues, ciertamente, si convenimos con Wittgenstein en que "los límites de mi lenguaje son los
límites de mi mundo"2, la demarcación del mundo natural en el primer lenguaje, en el primitivo modo de nombrar el mundo, fue al comienzo el conjunto de marcas del que el hombre disponía a través del surtido de las distintas partes de su cuerpo. Lo que estaba más próximo al hombre primitivo era su intrínseca realidad corporal, la geografía (topografía, cartografía, geodesia) de su naturaleza humana. Lo que tenía más a la mano eran sus propias manos, y la proyección de ellas en los dedos, y entre ellos el que más directamente apuntaba de todos, el dedo índice. Así pues, "el mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo" índice.
Mucho más tarde aprendió a articular sonidos y pronunciar en palabras los nombres de las cosas.
Pero para esa fecha le había quedado aquella costumbre física de nombrar el mundo a razón los límites de su mundo corporal. De ahí que la expresión lingüístico-verbal del mundo todavía mantenga huellas que se pueden seguir sin demasiada dificultad precisamente en las metáforas antropomórficas del lenguaje. Se forma con ellas algo parecido a una especie de Frankenstein verbal; expresiones formadas con pedazos de cuerpo humano, hechas con piezas corporales, compuestas de prótesis que derivan de aquel lenguaje, el más aborigen de todos, el ostensivo, de señalamiento del mundo por medio del cuerpo humano, o casi humano, del hombre primitivo.
Todavía hoy hablamos del pie del árbol, del vientre de la montana, de la garganta del desfiladero,
del ojo del huracán, de la lengua del glaciar, de la piel de la fruta y, conforme nuestra civilización ha evolucionado, también del cuello de la botella, de la boca del túnel, de los ojos del puente, del oído de la guitarra, de los dientes de sierra, del cuerpo de la letra y hasta de la cabeza del alfiler, o tantas otras…
Al hombre primitivo podemos considerarlo como el poeta del lenguaje puro, que encontraba
inspiración al elegir sus recursos expresivos a partir de lo que exhibía su propia anatomía. "El hombre es el nombrador; en eso reconocemos que desde él habla el lenguaje puro" (Ur-Sprache), dice Benjamin3. El hombre primitivo, que ante todo era un denominador indicial, fue por eso poeta del lenguaje puro. En adelante, y por extensión, quienes han continuado nombrando el mundo se hacen acreedores de ese título.
Poeta, escribe Foucault,
"es el que, por debajo de las diferencias nombradas y cotidianamente previstas, reencuen
tra los parentescos huidizos de las cosas, sus similitudes dispersas. Bajo los signos estable
cidos, y a pesar de ellos, oye otro discurso, más profundo, que recuerda el tiempo en el que
las palabras centelleaban en la semejanza universal de las cosas: la Soberanía de lo Mismo,
tan difícil de enunciar, borra en su lenguaje la distinción de los signos"4.
Merecen así título de herederos legítimos de los originarios o primigenios poetas puros, por ejemplo, aquellos que al nombrar unidades de longitud utilizan medidas antropométricas; los británicos tienen en su sistema métrico nombres como el pie, equivalente a doce pulgadas. Claramente, pues, "los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo", y no por otro mejor motivo que aquel que revela el limite del mundo calculado, en efecto, a la medida del límite del propio mundo corporal. Más aún, si fuere preciso acudir a una referencia más universal, válida en cualquier lugar y cultura mundial, también existe. Es el codo, unidad que medía la distancia entre el codo y el final de la mano abierta. "Unidades de medida táctil" las llama Georges Braque5, quien igualmente afirma que "el lenguaje es el firme testigo de una época"6. El originario y primigenio daba testimonio del tiempo en que el hombre se expresaba con y desde su corporalidad.
Así fue, por tanto, como el hombre puso nombre al mundo, valiéndose de su propio cuerpo para instituirlo de un lenguaje que al principio carecía de sonoridad, que era sólo gestual. Aparecerían luego, mucho después, los sonidos que poco a poco fueron dulcificándose en palabras, y más tarde aún el sistema sígnico que las transformó en escritura, en palabra escrita. Y de nuevo al cuerpo, y en concreto a la mano, correspondió una función principalísima. No únicamente porque se escribiera con la mano, pues esto parece evidente, sino porque lo escrito con ella era también leído con apoyo en ella, y en particular otra vez con el dedo índice. En efecto, las palabras que habían salido del mundo corporal del hombre para nombrar el mundo exterior sustituyeron al mundo mediante su representación escritural. Las palabras fueron finalmente el mundo, y otra vez, como digo, devino fundamental el contacto físico con la palabra, ahora ya, puesta por escrito.
Todos, en el momento más párvulo de nuestro aprendizaje del mundo a través de la comprensión de la escritura, esto es, mediante la lectura, hemos recurrido al dedo índice. Sucedía cuando frente al mundo de la letra escrita, que era tan reciente, carecíamos de habilidad para nombrarlo, y para mencionarlo, para pronunciarlo, había que letrear las palabras con el dedo. El dedo que al leer señalaba las palabras, que seguía la letra de la palabra, el dedo que tocaba la palabra que era representación del mundo, el dedo que hacía contacto con la grafía, nos acercaba al mundo. Los límites de mi mundo corporal, la yema del dedo que recorría la palabra, marcaba el límite del mundo comprensible. Muchos creen un hábito a corregir esa forma de leer; yo, sin embargo, nunca ha reprendido a un niño señalar con el dedo la letra impresa. Pienso en ese gesto absolutamente natural, con independencia de que luego se abandone, como el momento feliz en que por primera vez todo el mundo, el real e igualmente el imaginado, contenido en la letra escrita, y acaso también sobrepuesto en impresa, quedaba al alcance de la punta de los dedos. Palpar el mundo tocando físicamente la palabra en cada una de sus letras y sílabas me abrió todos los imaginables límites del mundo.
En lo demás, uno de los episodios a los que cuando se aborda el tema del lenguaje suele hacerse inexcusable alusión es el del embrollo babélico. Como todos sabemos, en la fábrica de la Torre de Babel tuvo lugar un tan extraordinario barullo entre operarios, oficiales y maestros que acabó desembocando en un fenomenal galimatías, y su construcción quedó inacabada y la especie humana se dispersó por toda la faz de la tierra.
Y aquel fue tiempo de confusión y diseminación. Todo un ejemplo de que "el lenguaje es el firme testigo de una época". En Babel sucedió algo paradójico: la lengua originaria ("el labio único" del que habla el Génesis XI, 1-9) se enmaraña, se enreda, y los hablantes se esparcen y desperdigan. La fabula docit de la leyenda es, por lo demás, desoladora: en adelante, a los hombres no les queda más posibilidad de entenderse que alejarse unos de otros y constituir grupos aislados. "Aclararse" pasa ineludiblemente por apartarse y disgregarse.
El lenguaje moderno, impuro como confundido, que surge en la desintegración es, por tanto, razón del distanciamiento entre los hombres. De las varias conclusiones extraíbles una es, no insignificante, también el alejamiento entre die Kultur y die Natur.
Después de Babel7, en la situación babélica de nuestro presente, parece el único remedio recobrar lo que también parecería irrecobrable, die reine Sprache. De ello sólo los poetas son capaces. Se precisan nuevospoetas. Poeta, pensaba Borges, es "aquel hombre/ Que, como el rojo Adán del paraíso/ Impone a cada cosa su preciso/ Y verdadero y no sabido nombre"8.
Una nueva nominación, una redenominación. La Poesía, después de Babel, debería intentar
trasladarnos desde nuestro envejecido mundo hacia el que "era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo". Llevar su mensaje desde la desintegración cultural a la reintegración natural. Ese esfuerzo de traslado y devolución exige comprender aquello que el lenguaje de unos hombres tiene y tendrá siempre en común con el de otros; y es percibir lo que un hombre, cualquier hombre, tiene en común con el resto de los hombres, en cualquier lengua: su humanidad.
Reencontrar ese parentesco consiste en reconstruir una imbricación, a veces una hibridación más bien, de naturaleza y lenguaje; más aún, pues la naturaleza no se explica lingüísticamente sin el hombre y su lengua, sea la que fuere, sin ese lenguaje antropomórfico, lenguaje puro del primer poeta.
Y es verdad que después de Babel únicamente los poetas han desandado el largo camino de la dislocación entre Naturaleza y Cultura y procurado reunir la legendaria desbandada.
¿Cómo?
"Un poema es y seguirá siendo -sostiene Gadamer- una recolección de sentido, incluso cuando sólo es recolección de fragmentos de sentido", y añade: "La pregunta por la unidad del sentido queda como una última pregunta por el sentido y encuentra su respuesta en el poema"9.
Del propósito de devolución de la Cultura a la Naturaleza, del retorno a la Soberanía de lo Mismo,
hace prueba la poética de las metáforas naturalistas. Se produce al nombrar el llanto como un río de lágrimas y la vida como ríos que van a parar al mar, la maledicencia como venenosa lengua de víbora, al hablar de la imaginación como un potro desbocado, o de dar rienda suelta a la imaginación, del amanecer o la primavera del amor, del invierno de los sentimientos, de la esbeltez de una cintura de avispa, del volcán de la pasión, de la humedad de un beso como la del océano todo cuando la lengua de la amada llena la boca de olas, de la menta de tu mirada, de la manzana de tu hombro...
Los versos del poeta Octavio Paz en Piedra de sol expresarán siempre mejor la idea:
"El mundo ya es visible por tu cuerpo
(…)
Voy por tu cuerpo como por el mundo,
Tu vientre es una plaza soleada,
(…)
voy por tu talle como por un río,
voy por tu cuerpo como por un bosque"10
Aún sabiéndome no poeta, sé que esa restitución, esa reposición, esa reintegración es posible. En(…)
Voy por tu cuerpo como por el mundo,
Tu vientre es una plaza soleada,
(…)
voy por tu talle como por un río,
voy por tu cuerpo como por un bosque"10
realidad, soy jurista, y ello refuerza esta convicción. Siquiera porque, como escribiera Giraudoux para el parlamento de uno de sus personajes, "el derecho es la más potente de las escuelas de la imaginación: ningún poeta ha interpretado la naturaleza tan libremente como un jurista la realidad"11. Y más: "No por casualidad -explica asimismo Magris- muchos mitos dicen que los poetas fueron, también, los primeros legisladores"12. No parece, por tanto, que debamos renunciar a la esperanza de que una metáfora logre cambiar el mundo.
Notas:
2. L. Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, con introd. de Bertrand Russell, ver. española de E. Tierno Galván,
Alianza, Madrid, 1973, § 5.6.
3. W. Benjamin, "Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los humanos" (1916), trad. de R. Blatt, en Id., Para
una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV, Taurus, Madrid, 1991, p. 63.
4. M. Foucault, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, trad. de E. C. Frost, Siglo XXI de España, México, p. 56.
5. G. Braque, El día y la noche. Cuadernos 1917-1952. Seguidos de Pensamientos y reflexiones sobre la pintura (1917),
trad. de R. Andrés y R. Rius, El Acantilado, Barcelona, 2001, p. 37.
6. Ibid., p. 31.
7. G. Steiner, Después de Babel. Aspectos del lenguaje y la traducción (1975), trad. de A. Castañón, FCE de España, Madrid, 1981.
8. J. L. Borges, "La Luna", en El hacedor, Emecé, Buenos Aires, 1960.
9. H. G. Gadamer, Poema y diálogo, trad. de D. Nasmias y J. Navarro, Gedisa, Barcelona, 1993, p. 148.
10. O. Paz. Piedra de sol, con Lectura de Pere Gimferrer, Mondadori, Barcelona, 1998, p. 56 y 58.
11. J. Giraudoux, La guerre de Troie n´aura pas lieu, 1935), Librairie Générale Française, Paris, 1963, p. 111.
12. Vid. C. Magris, "Los poetas y los legisladores", en La Nación (Buenos Aires) 12 de marzo, 2006, Cultura, p. 1
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