Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances

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Agradezco a todas las instituciones que establecieran el Premio de Literatura Interamericano y del Caribe Juan Rulfo, a la comisión organizadora de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y sobre todo a los jurados, entre los cuales cuento al mismo Juan Rulfo, que ha de haber intervenido desde su Comala celestial, dada la veneración y la frecuencia y la proximidad que su obra y su imagen encuentran en mi vida. Si bien premios, honores y recompensas son para un poeta lujosas alegrías, ya que sabemos que la poesía espera para sí misma la misteriosa gratificación de asir lo inasible y expresar lo inexpresable, no deja de ser altamente halagüeño y reconfortante que se traduzca en una concreta distinción el vínculo impalpable, y casi siempre secreto, que existe entre el poeta y el mundo en que habita. Porque un premio, más que un estímulo o una consagración, es un documento sobre la poesía, que no es un hecho aislado en sus consecuencias, sino que se proyecta y establece una subterránea, estrecha comunicación, entre sus extraños adictos y los que vivimos la extraña aventura de internarnos permanentemente, por los abismos o las alturas, en los territorios de lo improbable, en las colonias de lo absoluto.
Insisto en que tal reconocimiento no es común, porque a partir del momento en que Platón nos expulsó de su república por tergiversar el carácter de los dioses, por hacer torpes imitaciones de sus actos y palabras, y por no exaltar las virtudes edificantes ni hacer el elogio de los hombres esclarecidos, quedó decretada nuestra conclusión. Muchos son los que han seguido contemplando a los poetas con cierta suspicacia, desdén o estupor, o al menos con indiferencia o tolerancia. Son reacciones bastante habituales frente a un personaje extravagante, ensimismado, inconsistente, que farfulla a solas, que apuesta su destino a visiones ilusorias y que habita un tablón suspendido entre enigmas. Así somos. Somos además transgresores. No aceptamos las leyes de causa y efecto, la sucesión lineal del tiempo, el disponer de un solo yo, de un solo aquí y de un solo ahora. Alteramos además la organización razonable, porque nuestro orden de valores no es de la generalidad, porque atesoramos palabras inválidas en lugar de monedas de oro y exploramos y sembramos en terrenos que no son de nuestro mundo. Sería oportuno subrayar que el auténtico poeta no le interesa que la poesía sea grata o provechosa para los regímenes políticos. Ni que sea apta o adecuada para requerir sucesos amables y aplaudir celebraciones placenteras. La poesía no es complaciente. No paga derechos por su existencia ni hace canjes de bienes por palabras. Más bien obra de manera inquietante y turbadora. No se vende porque se vende, ha dicho un joven poeta actual.
Resumiendo: la poesía no admite otros compromisos ni otras presiones que los que la ley impone a su existencia o a su naturaleza misma, y que varían de acuerdo con los reglamentos interiores de cada poeta. En cambio, sus posibilidades de liberación son incalculables.
"La posibilidad de una tentación que la realidad termina por aceptar", dice Gastón Bachelard. Que la posibilidad sea un desafío para la realidad, como promesa o como amenaza, exige, para su efectivo cumplimiento, el acuerdo de mil contingencias, simultaneidades, coincidencias y azares. Otra cosa sucede en el territorio de la poesía donde todo es posible. Nosotros, que nos sentimos aprisionados por nuestras propias limitaciones y las que nos impone la estructura del mundo, podemos, por el poder de la creación, encarnar en otros cuerpos, acercar lo distante y hasta lo inabordable, crear otros mundos, vivir otras vidas, ser reyes y hormigas, tergiversar el orden del tiempo en todas direcciones. Inclusive la posibilidad es más poderosa que la realidad porque la establece y la funda el lenguaje. Y si bien el territorio de la poesía no es el territorio de lo probable, tampoco lo es el de la realidad, que no puede someterse por entero a verificaciones de laboratorio ni cumple sumisamente con las leyes establecidas.
La fundación por el lenguaje, que se produce en lo improbable, como acabo de decir, es un fenómeno común para explicar el comienzo del mundo de las diversas cosmogonías. "En el comienzo era el Verbo": indica que crea nombrando. El verbo desciende desde el origen y genera encadenamientos de sustancias y de especies surgidas de sucesivo encadenamiento de palabras, a medida que desciende, hasta dejar establecidos los distintos planos objetivos de la realidad. Hay, pues, una progenitura de palabras y de subsiguientes creaciones que atestiguan el origen divino del lenguaje, por una parte; por la otra, nombre y cosas parecen absolutamente identificados de manera indisoluble. El poeta también cree que nombrando realiza una conversión simbólica del universo, pero a la inversa, desandando el camino descendente del vocablo. Cree así remontar la corriente de lo creado, para llegar al descubrimiento de una imagen esencial, se llegará también a la unidad primordial, al momento en que éramos uno con el todo. El Verbo estaría entonces no sólo al comienzo sino también al final de la creación. En este sentido que Valery ha escrito con respecto a Mallarmé: "Se podría decir que él ubica el verbo al final, detrás de cada cosa". No en vano Mallarmé piensa que el mundo entero es un texto desconocido que ha de descifrar, que el secreto del significado está en una correlación íntima entre el lenguaje y el universo. Pero, ¿de acuerdo con qué modelo previo comprobaríamos la exactitud de nuestra lectura? Solamente Dios conoce las claves. Sólo podríamos arriesgar que el lenguaje es una metáfora de Dios, y seguir el vuelo del espíritu sobre página en blanco.
El hecho de que no podamos comprobar si nuestras interpretaciones son exactas no nos descorazona para continuar leyendo nuestra versión del universo. Cumplimos con nuestra misión como con un mandato sagrado.
Recuerdo ahora un relato jasídico: el maestro Baal-Ckem-Tov, cuando tenía una tarea difícil que cumplir, iba a cierto lugar del bosque, encendía un fuego, rezaba una plegaria, y lo que tenía que hacer ya estaba hecho. Una generación más tarde, otro maestro iba al mismo lugar del bosque y decía: "No sé encender el fuego. Pero conozco la plegaría secreta", y lo que deseaba se cumplía. Más adelante aún su sucesor iba al bosque y decía: "No sé encender el fuego y no conozco la plegaria del maestro, pero conozco el lugar donde oraba, y eso debe bastar", y bastaba realmente. El maestro de la siguiente generación decía: "no sé encender el fuego, no conozco la plegaria secreta, tampoco el lugar del bosque, pero puedo contar la historia", y aun eso era suficiente. Creo que los poetas somos como el primer maestro: vamos al bosque, encendemos el fuego y rezamos nuestra plegaria, aunque nuestros deseos no se cumplan. Otros repiten las plegarias, o investigan el lugar, o cuentan la historia, la poesía intenta dar señales.
Introduce para ello, con el acto creador, un intervalo en la duración, e inaugura otro tiempo, complejo, colmado de simultaneidades en el que se puede revivir la unidad perdida y ser uno con todos los otros, con el otro. Gastón Bachelard dice acerca de esto en La intuición del instante: "En toda verdad o poema es posible encontrar elementos de un tiempo detenido [...] y que llamaremos vertical" lo distingue así de la prosa, que sería el tiempo horizontal, el de la vida corriente, de la vida que se desliza lineal, continuamente. Y agrega: "El objetivo de la poesía es la verticalidad: la profundidad o la altura. El instante estabilizado o las simultaneidades prueban, ordenándose, que el instante poético tiene una perspectiva metafísica". Continuando el trayecto del poeta. Yo digo que desde ese tiempo vertical, detenido en una movilidad y una vibración únicas, el poeta planea hacia lo alto o escarba en las profundidades interiores a través de la palabra que interroga. Porque yo creo que la poesía es una interrogación permanente, aunque tenga la forma de una aseveración. Y cada palabra que interroga encuentra como respuesta otra pregunta que busca, que explota, y que tropieza a su vez con otra interrogación enmascarada, y así sucesivamente, sin que podamos alcanzar casi nunca el fondo total o la máxima altura, en nuestra exploración hacia abajo. Porque antes de alcanzar el punto más hondo se produce la sofocación y antes del más alto, la caída. Mientras que cada pregunta lleva a otra, abordamos lo oscuro, lo desconocido, a través de tanteos, de opciones, de aproximaciones, de vocablos dispersos que giran magnéticos prometiendo un advenimiento, una revelación inminente. Tenemos que elegir, que optar, que mutilar, a veces, para pasar a la interrogación siguiente. Pero la última pregunta, la que las incluye a todas, la que reduciría a una las infinitas posibilidades de las respuestas, es insatisfactoria, o es informulable y se disuelve en el lenguaje mismo y nos arroja en el vacío y sin remedio. La remisión a un más allá fulgurante y prometedor nos ha llevado a la no significación indecible o vedada para nosotros.
No en vano Maurice Blanchot dice: "La pregunta es el deseo del pensamiento", pero agrega: "La respuesta es la desgracia de la pregunta". Y lo es, porque es la muralla que en muchísimos casos no nos deja continuar, porque ha encarnado en el mundo final en la serie de posibilidades. Esto nos sucede, naturalmente, a los que nos fijamos siempre un objetivo que está más allá, en la zona reveladora, que sólo alcanzan unos pocos privilegiados. A los demás el poema no vale simplemente por el acto creador, por la tentativa afiebrada, el exaltado fervor, la inquebrantable fe.
La situación se asemeja a un cuento de Lord Dunsay. El protagonista intentó subir al cielo. Supone encontrarlo al final de una escalera, pero después de esa escalera comienza otra y luego otra, hasta que exclama desalentado, dirigiéndose a un compañero que sube detrás: "No hay cielo, Bill".
Sólo que no nos desalentamos. Seguimos creyendo que al final de la próxima escalera está el cielo del encuentro, del cierto pleno, el de la presencia buscada que fue ausencia.


No importa. Contra toda esperanza y toda desesperanza iremos otra vez al bosque —que tal vez sea "la oscura noche del alma" de la que habla San Juan de la Cruz—, encenderemos otra vez el fuego sagrado y otra vez diremos la plegaria.
Olga Orozco (Argentina, 1920-1999)

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