Zamartel


MAGAZINE
Tendencias en la red, por Pablo Natale (especial para HDC)
Antes del estreno, los especialistas y repartidores de estrellas ya anunciaban que Zama era una película excelsa. Después del estreno las aguas se dividieron
1. Antes del estreno, los especialistas y repartidores de estrellas ya anunciaban que Zama era una película excelsa. Después del estreno las aguas se dividieron: hay quienes salieron asombrados y que incitaron a asistir a tal prodigio y hay quienes salieron disconformes, zamaburridos, molestos ante las pretensiones de grandeza que se le habían adjudicado a la cuarta película de Lucrecia Martel. Antes de Zama (la película) estuvo Zama, el libro (intempestivo) de un mendocino de treinta años que se puso a mascullar un lenguaje añejo, a imaginar la vida en decadencia de un funcionario (¡) de la corona española (¡!) en tierras latinoamericanas a fines del Siglo XVIII (¡?!). Ese libro es menos una historia con inicio-medio-final que el lento sumergirse en el estado de espera-desolación-extrañeza de su protagonista. ¿Está la película a la altura del libro? ¿Cómo llevó Martel al lenguaje audiovisual esa lengua inventada por Di Benedetto, ese asco, esa desesperación, esa abulia? De uno u otro modo: quién, sino Martel, podía reversionar Zama. ¿Quién trabajaba con el silencio como elemento primordial; quién con la decadencia, quién construyendo un particular estado de opresión en sus películas? Eran parientes fuera de la sangre y fuera del tiempo: aún antes de que la película hubiera empezado (y a diferencia de ese film frustrado que fue “El Eternauta”), Martel ya estaba en las páginas de Di Benedetto y Di Benedetto en la filmografía de Martel.
2. Como el libro, la película está dividida (aunque de manera menos explícita) en tres partes. La primera sirve de presentación y entrada en ese siglo XVIII paralelo; la segunda de repetición y confirmación de lo que se venía viendo (cambian el acompañante, el gobernador, el lugar de residencia, pero no las aspiraciones de Zama ni su protagonismo). La tercera parte deja los espacios interiores y se mete en la selva: esa tercera parte es la locura y, como en el libro, es la gran culminación: aparecen esos aborígenes “fantaseados”, un ritual extraño e incomprensible teñido de sangre, un caballo ridículamente robado y extrañamente devuelto, la persecución de Vicuña Porto, una caminata fotogénica bajo las palmeras, una siesta encima de un caballo, en la playa. Hasta esa tercera parte la película corre ciertos riesgos: deja personajes y cabos sueltos, centrándose en la construcción paulatina, sutil y agobiante de un estado de ánimo. El libro tenía ese ritmo también. Había que llegar a esa tercera parte, contemplar la desesperación hecha polvo y a Zama convertirse en un miembro más de esa gran tradición: Kafka, Beckett, Buzzati, Aguirre, Meursault: Zamartel.
3. En la primera escena vemos al protagonista, mirando el mar, contemplando la distancia, pensando en lo que está lejos y no llega. En una de las escenas siguientes vemos a un niño llevado en andas, diciéndole a Zama algo a medias comprensible, a medias espiritual, profético, haciéndolo sentir dislocado, extranjero, adentrándolo en su ciénaga interior. Luego hay un negro que abanica una habitación: su rostro cansado, terco, mudo, de fondo, mientras el sonido del abanico-ventilador (la industria, el ruido) queda en primer plano. Antes o después hay una especie de danza de tres muchachas en una alcoba mientras el padre le pide a Zama que las proteja; un negro usando solo la parte de arriba de un traje, confundiendo las palabras, a Zama y al espectador en un minigag; un caballo mirando a cámara, aborígenes ciegos caminando por la noche, cazadores acechando en el pastizal. Una crítica de Zama podría consistir solo en una recopilación de momentos minúsculos y memorables, como si fuese ese zumbido que se entromete en los oídos de Zama, centuplicado. Pero mejor centrarse en una escena que está casi a la mitad de la película: cuando Zama va por enésima vez a pedirle al gobernador que lo saquen de ahí, que lo asciendan y cuando la ironía y la postergación lo golpean de nuevo: en ese momento hace su entrada majestuosa una llama (esa llama merece el oscar a mejor interpretación animal) que con  actitud bufonesca y alienada mira a cámara, rompe el tiempo, subraya el absurdo, desconcierta y alucina todo, quita la pantalla: sacándonos, nos mete ahí, en ese ridículo humano donde Zama está atascado.
4. Sólo basta con ver esa foto de Martel que anda dando vueltas para sintetizar la película: en esa foto está soltando una voluta de humo, semidespeinada, arrugada, con la mirada agotada y agujereando el sonido. El artificio y la hipnosis: esa foto, como la película, parece clásica, precisa e hipercalculada, con Martel en un mundo aparte pero mirando hacia este. La mujer sin cabeza, el hombre sin manos. ¿Alguien escuchó lo que, a través del cine, un niño le preguntó a un hombre en una canoa? ¿Alguien escuchó lo último que dice la película y cómo? Mejor retirarse con tres detalles: un hombre que primero mira el mar y luego navega en un lodazal, llevado por un niño santo junto a unas algas tan bellas como estancadas. Segundo, todas esas lenguas desconcertantes y ese estado hipnótico-pesadillesco, ese “fantaseo” que constituye la trama y el “efecto Zama”. Tercero: esa música que se mete en la película, que llega desde otros tiempos y se entromete: qué es Zama sino la invasión de un personaje en nuestro presente, la arqueología de un modo de ser (de esperar, de habitar), una mirada manca y, finalmente, la soledad, esa soledad inagotable, presa en una historia contada con las reglas de otros.

Comentarios