TODO EL PESO DE DIOS

 POR SERGIO CHEJFEC

Mi personaje sabe que cada miércoles la vereda de la calle 112 se llena de trastos. Esto ocurre al comienzo de la tarde, a metros de la avenida. Un camión pasará luego, al anochecer, para recogerlos. En el lapso entre ambos hechos –la aparición del cúmulo y la llegada del camión—, puede ocurrir que la gente visite el lugar a la búsqueda de algo útil para llevarse. Se acercan de casualidad o a propósito; la mayoría lo hace caminando pero algunos llegan en auto, en camioneta o con algún carro precario. Hay casos en los que llegan dos personas juntas, en auto o no. Estudian el conjunto: calculan, debaten, bromean, se alejan para apreciar mejor, tocan, etc., acciones que cumplen antes de sumar la parte del botín que llevarán, o no.
A veces un objeto se destaca por sus dimensiones, como ser el elástico de una cama, una heladera, un colchón o algún ropero. Todas cosas que de lejos parecen efigies pensantes con su equilibrio como único atributo, pero inestable, que depende a su vez del equilibrio del conjunto. Mi personaje considera esos grandes objetos y piensa en ellos como estatuas más o menos imponentes que sin embargo no llaman la atención de nadie, excepto de quienes las precisan por su uso habitual, previo a ese destierro del mundo que les han impuesto, y de la mirada de algunos artistas, que sienten debilidad por las cosas inútiles, estropeadas, fuera de uso, descubiertas en su desolación material más olvidada.
Más de una vez se ha llevado cosas del cúmulo, pero sobre todo le gusta pasar los miércoles por ahí, por el placer de observarlo. Al contrario de los artistas, no cree que esos racimos de objetos expresen algo consistente, y sin embargo admite que, a su modo, en conjunto se tornan fascinantes por el azar que los gobierna, una mezcla que casualidad y destino. Ese gobierno ajeno recubre las individualidades, y por este motivo cada objeto se expresa con dificultad, como si no supiera o pudiera decir todo aquello que sabe sobre su condición o su pasado.
Debido a la geometría de las transversales, esa cuadra de la 112 tiene una longitud inaudita; y por el mismo motivo, muy poco tránsito: cada auto que se acerca desde la otra esquina parece llegar desde un lejano confín. Si mi personaje tuviera que describir las pilas acumuladas de los miércoles, diría que parecen manojos de miniaturas que una mano gigante soltó sobre la vereda de una sola vez. Hay almohadas que sobresalen de cajas de cartón previstas para otro uso, perchas viejas, sucias o torcidas, agrupadas en desorden y apuntando hacia direcciones opuestas, muebles de plástico o de madera, toallas, sábanas de diferente condición, restos de vajilla, algún microondas u otro aparato –a primera vista– inútil, algún adorno sin gracia, sillas, etc.
Cuando el tiempo se lo permite, mi personaje se instala a un costado de los trastos y recapitula una y otra vez lo que ve. Observa como si estuviera frente a un panorama de signos estáticos pero en desorden, cosas que no reclaman ser entendidas como totalidad y sólo sugieren el uso particular del que se las ha rescatado, a costa de su condición. Piensa entonces en disputas silenciosas, algo así como batallas mentales entre objetos mudos –no sabría cómo llamarlas– en los que cada utensilio, mueble o artefacto intenta conservar su identidad frente a lo impuesto por el apiñamiento callejero; como si un color demasiado uniforme los desdibujara, y ahora todos esos objetos, mudos y solidarios a la fuerza, se lamentaran por la mala jugada del destino (la mano gigante, como se mencionó) que los reunió sobre el costado de la calle.
Su más reciente trofeo es un mueble bastante esquelético, mesita de teléfono y revistero a la vez; que, sin embargo, debido a un diseño anticuado o sencillamente estrafalario, o a que ha perdido el paño de vidrio que hacía las veces de tapa o apoyo, parece impropio para cualquiera de sus funciones originales, funciones que considera asociadas a objetos ya también demasiado anacrónicos. Todo esto sin considerar la madera, en general, bastante deteriorada.
Recogió el revistero una tarde de invierno, esos días cuya luz apagada dura muy poco. La calle estaba vacía, como es habitual; todo parecía más detenido a causa del frío, y el rumor proveniente de las cercanías insinuaba la actividad que se desarrollaba más allá, en cualquier dirección. A medias escondido en la pila de trastos, el mueble se veía menos exótico y más misterioso de lo que en verdad era. Pero por sobre todo, se veía inocuo, ajeno a todo riesgo gracias a su inútil y aparatosa presencia. Alguno que otro anciano caminaba sin apuro. Se detenía de a ratos, por cansancio o distracción, y luego retomaba la marcha. Mi personaje llevó hasta su casa el revistero, sin esfuerzo. Lo puso en el primer lugar que se le ocurrió, donde no complicara el paso. Pensó que esa ubicación podía convertirse en definitiva, gracias al simple paso del tiempo, como una secuela detenida de la casualidad que había significado encontrarlo primero y dejarlo después en cualquier rincón.
Ese miércoles por la noche el mueble comenzó a irradiar unos reflejos bastante inesperados. No eran propiamente reflejos, ya que no le pegaba ninguna luz directa. Más bien parecía una forma interior luminosa, como si algunas vetas hubiesen decidido brillar por sí mismas para beneficiar, así, parte de la materia castigada de la que formaban parte. Las rayas de luz no delineaban el mueble por completo: había segmentos o partes que en la penumbra apenas podían intuirse, y que desde luego quedarían definitivamente ocultos cuando se instalara la noche.
Precisamente, durante las noches muy cerradas esta curiosa luz selectiva componía un dibujo inconexo cuyas formas resultaban bastante inusuales, aún más que la presencia del mueble a la luz del día. A modo de compensación, sin embargo, todas las rayas iluminadas tenían un mismo color y densidad, parecían líneas dibujadas por un delgado trazo manual, acaso algo inseguro; y en la sencillez de su presencia recortada sobre la oscuridad podía tomárselas como portadoras de un código a punto de ser descifrado. A esa sencillez debía sumarse cierta constancia, incluso imperturbabilidad, porque tenían esa frialdad medio sonámbula propia de las luces LED.
Influido por estas primeras impresiones, mi personaje sintió que el mueble oscilaba entre dos actitudes: una presencia pasiva, de silenciosa y reconcentrada apariencia; y otra proactiva, autosuficiente y de dinámica extroversión. No es que estas presencias fueran excluyentes y se anularan –al contrario, si el objeto buscaba destacarse sobre las condiciones circundantes resultaban esenciales, como lo precisaría cualquier otra cosa con vida propia–, sino que ambas eran demasiado abstractas o limitadas para una descripción precisa del revistero como objeto.
Se preguntó por los reflejos, la causa o sentido secretos que los producía. Sólo más tarde advirtió que probablemente respondieran a un proceso continuo. Esos hilos de luz, carentes de intensidad e incandescencia, aludían a una fuente que operaba al mínimo, probablemente para evitar picos y desperdicios. Y esa preferencia por el funcionamiento controlado –aun cuando se tratara de un objeto físico y por lo tanto bastante inexpresivo, como cualquier otro, por lo menos hasta ese momento– lo llevaron a entrever una voluntad precisa y deliberada; una conciencia misteriosa que, acaso incapaz de manifestarse de otro modo, recurría a las luces para hacerse visible y lanzar advertencias. No se le ocurría describir esas líneas de luz como un latido, la idea de fluido o vibración también le parecía impropia; por otra parte, como en toda luz LED cualquier efecto de disipación quedaba descartado: era como una forma definitivamente remanente y sin temperatura, condenada a una débil constancia y activa gracias a cantidades cada vez más dosificadas de energía.
Al cabo de varias noches, cuando los reflejos se habían naturalizado y casi no los tenía en cuenta, mi personaje comprobó que el revistero emitía también un silbido. Primero sintió algo fuera de lo común y se inclinó hacia el mueble; entonces, escuchó mejor y acercó el oído. Era un tono apenas elevado, que parecía ir y venir, acercarse y alejarse. Se mantuvo un rato agachado y una vez que lo aisló de los otros ruidos conocidos ya no pudo dejar de sentirlo, y lo consideró cierto como cualquier cosa evidente. Un tono continuo, de tal modo homogéneo y sin modulaciones que llevaba a pensar en la misma fuente que sostenía las luces, traducida ahora a una dimensión aún más sublime. Y también le pareció que ese sonido, aun cuando pareciera abstracto o inmaterial, reverberaba inerme o desvalido como un quejido.
Mi personaje pensó que una posible explicación a todo esto debía buscarse en la oportunidad, el contexto; y que a partir del contexto se podrían tejer hipótesis sobre las causas. Luces y sonido provenían de una voluntad que quería ser escuchada, el problema consistía en que resultaba demasiado genérica para asignarle una forma. Era fácil pensar en el antiguo huésped del asilo y propietario del mueble como la entidad espiritual que movía sus hilos desde la distancia. ¿Pero si no se trataba de una persona en particular, sino, por ejemplo, del revistero mismo, desterrado de su uso? ¿Y si acaso había quedado del dueño una mínima huella de vida de la que el revistero se apropiaba, por automatismo, solidaridad o indolencia, y la transmitía como propia? Aunque asistiera a estos efectos y tuvieran para él una calidad de presencias, mi personaje pensó que tanto las luces como el quejido eran fenómenos difíciles de admitir; y más todavía si se los consideraba asociados. Por ello, en lugar de sumergirse en lo incomprensible y dar la espalda a lo que ocurría, prefirió la hipótesis más sencilla, pensar que alguien debía estar expresando algunos de sus motivos, o por lo menos debía estar tratando de ponerse de manifiesto.
***
La historia ocurre en Nueva York, en una silenciosa zona que hace mucho tiempo era llamada la Akrópolis. El silencio se debe a los escasos comercios y a las calles truncas, y también al buen número de ancianos –débiles, callados, de escasa movilidad y vida tranquila, lentos, enfermos muchos de ellos, y humedecidos en general por la edad— que reside en dos grandes albergues levantados uno junto al otro. Silencio relativo, es verdad, porque también se escucha el zumbido incesante de los gigantescos sistemas de aire por los cuales esos edificios respiran.
En su momento, el nombre de “Akrópolis” no sólo aludía a la altura del terreno sino también a los estilos arquitectónicos antiguos de casas y edificios, y sobre todo a las dimensiones monumentales de varias entidades públicas, sólidas e imponentemente edificadas en la prominencia. Una de ellas, la catedral Saint John The Divine, considerada entre las más grandes del mundo, de morfología constructiva un poco inexplicable, medio gótica, estructura inconclusa, con su lateral ruinoso y eternamente chamuscado desde que un gran incendio casi la destruye por completo. Frente a la catedral, en cierto momento, se levantaron esos dos grandes y elevados centros para vivienda permanente de personas mayores, antes mencionados.
Como es fácil de imaginar, la muerte visita con frecuencia estos edificios. Las habitaciones son pequeñas pero ofrecen un espacio relativamente confortable para la mayoría de los ancianos, de modo que muchos pueden rodearse de aquello que por uno u otro motivo precisan. Y cuando un ángel toca a la puerta de alguno de estos silenciosos residentes porque lo ha venido a buscar, los empleados del hogar limpian la habitación, consultan con los eventuales dolientes del fallecido, y llegado el caso apartan sus pertenencias para llevarlas a la vereda el próximo miércoles, a la espera de que el servicio de recolección las levante o de que antes, si alguien pasa por allí, se apropie de lo que le haga falta.
Ninguna exaltación atesora el revistero. Puede seguir exhibiendo sus reflejos en la oscuridad y propalando su música que no reverbera, hasta el fin de los tiempos. Convencido de que se trata de un objeto bastante particular, mi personaje lo cambia de lugar un par de veces dentro de la casa –no porque moleste, sino por curiosidad: para ver si las emisiones cambian–. Su intuición es que ha pertenecido a algún huésped del asilo, y que desde un punto invisible del cielo, o desde el sitio que le ha tocado habitar, se sirve de este pequeño mueble –de cotidiano uso durante su vida pasada– para expresarse. Al fin y al cabo, pocas cosas más protocolarias que hablar por teléfono y guardar revistas para luego hojearlas. Piensa que el antiguo dueño siente una nostalgia hogareña de largas conversaciones y de revistas viejas; o mejor: de abrirlas distraídamente mientras conversaba por teléfono.
Baraja los motivos que podría tener alguien para intentar comunicarse a través del mueble: inquietud, un remordimiento, algo que se le olvidó decir, una advertencia que considera esencial y se esfuerza por transmitir. Mi personaje pasa largas horas cerca del revistero, muchas de ellas agachado hacia él. Busca descubrir los cambios de fuerza o de ritmo que le permitan tejer hipótesis sobre el idioma que se le ofrece. Si bien advierte que los reflejos están sometidos a una pulsación casi insignificante –tan insignificante que la considera derivada de su observación híper concentrada o de la propia naturaleza del aire–, el sonido se sostiene en el mismo tono durante todo momento, independientemente de su guardia junto al revistero a la espera de algún cambio.
Los albergues de los ancianos son altos como torres de departamentos. Uno de ellos tiene en la planta baja un comedor, que puede verse discretamente desde la calle, por detrás de unas balaustradas de hormigón y de una hilera de arbustos decorativos. Es la misma cuadra de la 112 donde, en la vereda de enfrente, la mano gigante deposita sobre la vereda las prendas que los deudos de quienes se han ido no conservaron. A mi personaje no le gusta espiar a los ancianos, mucho menos cuando están comiendo. Pero a veces alcanza a observarlos y se sorprende ante lo metódicos que parecen. Movimientos que tienen como primer objetivo preservar el propio cuerpo y alejarlo de cualquier cosa que pueda ocurrir. En ocasiones, se cruza con traslados: cuando algún huésped con problemas de movilidad llega o se va de la residencia. Unas busetas blancas estacionan lo más cerca posible de las puertas; también pueden llegar ambulancias. Estas busetas despliegan montacargas anexos que suben o bajan a los enfermos sentados en sus sillas de ruedas, o acostados en las camillas.
Ve a los huéspedes. Los ve todos los días. A veces caminando muy despacio, con dificultad, o recibiendo visitas. Llegando o yéndose. O comiendo. O sencillamente absortos, mirando el cielo con los ojos vacíos. Los ve, pero ha dejado de verlos. Cree que ha dejado de verlos no sólo debido a que forman parte del paisaje más habitual de esa antigua Akrópolis, sino porque pertenecen a otro paradigma de velocidad. Le ha ocurrido comprobar que los ancianos son más visibles cuando están en la 112, que casi no tiene tránsito, que cuando están sobre la avenida, donde pasan más autos a cierta velocidad y por donde la gente camina más rápido. Piensa que el ritmo del tránsito aparta a los ancianos de esferas enteras de la realidad física.
Nunca se fija en la ropa que llevan, y no solamente porque lleven ropa que no señala que hagan o sean algo en especial. Visten ropas muy usadas, en general bastante ceñidas, baratas pero no tanto, aunque sin duda tampoco caras. Le resulta difícil describir las ropas que llevan, quizá por las mismas causas que los tornan poco visibles en las calles. Porque sus ropas también pertenecen a otra velocidad –es una manera decir: cree que por una serie de hábitos o condiciones, esas ropas no pertenecen al paradigma visual más cotidiano–. Ello se debe a que son ropas pertenecientes a modas en desuso, confeccionadas por otra parte, para cuerpos más definidos o esbeltos. Siente empatía por ese grado elemental de la indumentaria que muestran los ancianos internados en los albergues.
Mi personaje está tentado de pensar en términos de austeridad. La austeridad para vivir, para vestirse, para moverse; la austeridad como consumación de la sabiduría, etc. Pero en general, no son austeros para comer; y por otra parte, son los seres más sometidos al trabajo silencioso de las emociones y de los sentimientos, los reconcomios, las pesadumbres y la nostalgia, situaciones frente a las cuales pueden hacer poco. Y también, son máquinas de pensamientos, no dejan de pensar y pensar; a veces de un modo vano, pero indetenible. “La cabeza les trabaja”, como mi personaje escuchó en una oportunidad. Añoran el pasado, y a la vez lo profesan con amargura; predican las enseñanzas de la memoria, y sin embargo se niegan a obedecerla; recelan del futuro, pero lo veneran como si fuera una deidad temible.
***
Todo vecino de la Akrópolis conoce en detalle la hipótesis de Lihn, según la cual la gran catedral dedicada a San Juan, antes mencionada, ha sido construida con tan pesadas piedras y es de tan grandes dimensiones para permitir, en un movimiento de balanza desequilibrada, a los ancianos de los albergues subir más fácilmente al cielo una vez que se mueren. De un lado de la avenida, está la Catedral; del otro lado, los edificios de los ancianos. Lihn, Enrique, el famoso poeta chileno. Para el tiempo que expuso su hipótesis, existía uno solo de esos edificios. Luego se levantó el otro, y después siguieron unos más que parecen medio irresolutos en cuanto a la actividad que desarrollan. Muy probablemente esta proliferación de hogares de ancianos sea la mejor prueba a favor de la hipótesis mecánica de Lihn.
Frente a la Catedral el Asilo de Ancianos:
se necesita todo el peso de Dios
para que al otro lado del fiel de la balanza
vayan subiendo al cielo esos pobres espíritus
que, humedecidos por la edad, no prenden
bien ni podrían soplar por donde quieren
si pudieran querer el poder de soplar.
Aunque en las nubes últimas tal vez tomen un baño
de Juvencia, aquí abajo
miran un cielo oscuro con los ojos vacíos
Todo el peso de Dios, todas las piedras
de San Juan el Divino para que suban
al vacío del cielo los viejos en rebaño.
De temperamento observador, mi personaje no se resigna a que el revistero prosiga con su letanía de luces y sonido hasta el fin de los tiempos. A unos cien metros de los hogares, se detiene a observar las alturas, el punto donde el cielo vacío podría estar recibiendo la hilera de espíritus apalancados gracias a San Juan materializado en Catedral. Mientras tanto, pasan los autos por la avenida, y la calle 112 se mantiene desierta, como de costumbre.
Imagina que una de las almas que ha ascendido –ya invisible y probablemente también diluida en la inmensidad y las materias oscuras del universo– vuelve a lamentar el abandono de su único bien, o del más preciado, tanto que no entiende cómo, pese a ser un objeto, fue incapaz de sentir un poco de solidaridad y renunciar a ser un bien terrenal para seguirla y acompañarla. Mi personaje piensa que por eso el alma lanza aquellos tonos diluidos como un canto sin variaciones, mientras imagina que el revistero, enfermo también de nostalgia, alimenta sus débiles líneas de luz con la esperanza de ser avistado desde el cielo por el alma de su antiguo dueño, disimulado en la infinidad de puntos vacíos del cielo que los ancianos, los aún despiertos, observan con contenida emoción desde la Akrópolis.

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