Porque el idioma de travas, es un secreto entre las dos

Por tus antiguas rebeldías,
Y por la edad de tu dolor…
Porque le diste reparo,
al desarraigo de mi corazón.
En nuestro último intercambio Pia Baudracco me avisaba que vendría a Cuesta Blanca pronto, para descansar un poco. Proponía que nos juntáramos, que ella traería porro pero que yo consiguiera más porque el porro nunca era suficiente para una mujer trans de su trayectoria. Con Effy Beth en cambio hablamos de American Horror Story, me dijo que no iba a aguantar hasta la nueva temporada, que no iba a resistir el Freak Show, yo la chicaneé con que siendo tan joven ya hubiese hecho una muestra retrospectiva, la llamaba “brujita del pantano” por Coven, y bromeé con que como buena chica judía que era no soportaría a Jessica Lange haciendo de cantante frustrada de la Alemania nazi. Ella, que no se quedaba atrás, respondió algo sobre el drama de la mujer barbuda a lo que no presté mucha atención, qué me iba a imaginar yo que ese “no voy a aguantar” significaba que en menos de dos días se suicidaría – ¿se lo habrá imaginado ella? ¿quiénes imaginan y cómo imaginamos las vidas trans, las muertes trans? A Diana la contacté para preguntarle cuánto se había modificado el promedio de vida travesti en los últimos diez años porque me encontraba escribiendo un artículo para un congreso, respondió que de los 32 o 35 años que figuran en La Gesta del Nombre Propio, se estimaba un aumento hacia los 40 o 42 años, al menos para la población de Rafael Castillo en La Matanza. El diálogo fue afectuoso pero seco, porque continuábamos desencontradas respecto del posicionamiento público que habíamos tomado sobre la abolición del trabajo sexual, y digo público porque en la intimidad de nuestras andanzas y fuera de la urgencia de nuestras agendas ser putxs nos hermanaba en una complejidad irreductible.
Lo del promedio de vida era cierto, es cierto. No es sólo un dato. Se inscribe en la materialidad de la carne, en la materialidad de las ausencias y de las presencias fantasmales de cada compañera con cuyos cuerpos ya no nos encontraremos – ¿quiénes acompañan y cómo acompañamos esta certeza? ¿cómo se acompañan las intensas vidas y las tempranas muertes trans? Lispector decía en su crónica Mineirinho (sobre la criminalización de la pobreza y de las vidas racializadas) que estas vidas son nuestro error, lo que en silencio y por omisión -o no- hacemos de alguien, que pretendemos que algún dios sea el padre para no hacernos cargo de que cualquier hombre puede ser el padre de otro hombre. A mi me gusta más, por recomendación de Sedgwick, pensar en tías, en sobrinas, en primas… pero al caso: “A veces lo que se salva de una vida es tan solo el error, y no nos salvaremos mientras nuestro error no nos sea precioso.”
Con vida nos queremos, bien se sabe, pero ¿con qué vida nos queremos, en cuáles vidas? ¿cómo habitamos estas cifras, estas identidades cifradas en, pongámosle, cuarenta?
Al momento de partir, Pia estaba contenta porque sentía latir muy próxima la sanción de la ley de identidad de género que tanto había militado, en su responso un nombre que no la nombra talló sobre mármol la violencia final. Pero Pia, que allanó el camino para tantos y tantas, claramente no descansa en la violencia de ese nombre -violencia que en su momento intenté mitigar enviándole una flor de la mano travesti y florida de Daniela Ruiz, otra compañera que veló por mi necesidad de estar presente en algún gesto- Pia, decía, descansa en los susurros de ese cerro, el Piltriquitron, en el que la amiga Ornella Infante arrojó sus cenizas, tal su voluntad: su deseo. Deseo que sobrevive y dialoga con los otros, con los nuestros.
Effy, lo recuerdo con mucha alegría, obtuvo su cambio de DNI, ganó a la obra social el reconocimiento de su cirugía de reasignación y le dio bola al amigo paki que le presenté cuando vino a Córdoba. Ese amigo ya nunca más paki, ese que primero se animó al salivoso tacto trava y luego desesperado -y por eso nunca más paki- vino a llorar y a dormir abrazados la radicalidad del suicidio, la radicalidad del gesto en el que Effy nos exigía acompañar una vez más su autonomía. Claro que la queríamos con vida, que queríamos que el mundo le doliese menos, que nos hubiese tranquilizado pensar que su suicidio era la performance que Marta Minujín viene prometiendo hace años y sin animarse. Sin embargo tuvimos que aceptar algo más duro, la aspereza que trae consigo todo misterio, para abrazar con y en nuestro abrazo, también su muerte. Effy no murió sola o en el ghetto, como ocurre con las trans de las historias a las que estamos o estábamos acostumbradas, y nuestra comunidad política se vio obligada a negociar también con las perspectivas de sus padres, de su hermana, de sus novixs, de sus compañeros de facultad y de sus seguidores, su memoria.
El asesinato de Diana Sacayán no se quedó atrás, tenemos el hábito -y hasta hay quienes lo militan- de abrirle la puerta al monstruo que mora en las esquinas, a que sean aquellos que se atreven a besarnos, a acariciarnos, que dicen querernos y desearnos, los mismos que nos exterminan –es cierto. ¿Pero quién iba a imaginar tremendo duelo colectivo? Ser llorada y homenajeada en los países más remotos, por las comunidades más diversas, en el primer mundo, en el segundo, en el tercero, en el cuarto. En mundos con los que ni la más queer de todas las almas podría soñar jamás. Si hasta la jefa de estado, en un acto sin precedentes en la historia interplanetaria ni en la literatura de Copi, reconoció como valiosa la vida de una persona trans, y de ésta activista trans en particular, y lo hizo nada más ni nada menos que en la inauguración de una planta de cosméticos femeninos, en la última aparición mediática de su mandato, apelando a la figura de femicidio con todos los sentidos, críticas y fervores que esto suscita. Diana tuvo la oportunidad de escribir cómo y en qué términos quería ser homenajeada y recordada cuando muriese, nosotras tuvimos la oportunidad de homenajearla y recordarla en sus términos. Diana fue la consigna política que ni la marcha del orgullo ni la contramarcha de la disidencia pudieron negociar. Diana se impuso, como sólo ella se impone. Los responsables de su muerte fueron rápidamente identificados y están pagando en la cárcel las irresponsabilidades propias y las de todas nosotras, esas irresponsabilidades que permiten que muchas otras travas sigan siendo asesinadas y para las cuales aun estamos buscando una respuesta definitiva. Diana, la “Justicia por Diana”, es la pregunta abierta del domingo que no cesa.
Se milita por un nombre, por un banco en una escuela, por un lugar en la familia, por un acceso real al trabajo, por un plato de comida que alimente, por una plaza digna en un hospital que no divida a les pacientes según sus genitales. Las más osadas militan también el deseo, los amores. Se milita por un mundo completamente distinto y a la vez por un puñado asqueroso de igualdad, para que deje de ser un privilegio eso que para otras siempre había sido un derecho. Cuando esto se obtiene, más o menos se obtiene, nos sabe a poco y en buena hora, que nos sepa a poco. En el trayecto de esas militancias, porque el poder no controla sus efectos, se aprenden formas que fugan a las de esas instituciones a las que se milita por acceder, se aprenden formas creativas de existencia.
Y han habido cambios, significativos, tal vez profundos: las muertes que no dejan de ocurrir no pasan desapercibidas: nos pasan. Más que antes las travas que nos dejan son nuestras amigas, nuestras compañeras, nuestras amantes, nuestras novias, nuestras tías, nuestras primas, nuestras alumnas, nuestras maestras, nuestras hijas, nuestras referentes, nuestras ídolas. ¿Son nuestras? ¿Cómo construimos una ética del acompañamiento y de la desposesión -de la despedida- que renuncie a ese privilegio cis o a esa omnipotencia trans de creer que con mis amigas, que a mis amigas, no, que son para mí, para mí, para mí? ¿cómo renunciamos a la exigencia de productividad de esos cuerpos, para que no devengan una advocación marica de la difunta correa con tetas estiradísimas de las que colgarnos plagadas de buenas intenciones? Por que nadie duda de las buenas intenciones, ni del deseo profundo por conservar a las amigas con una (tan extra-activistas que somos al final del día), por nutrirnos de algún último aprendizaje que nos consuele del abandono y de la pérdida.
Nos urge poner en práctica la creatividad, el ingenio y la picardía de las multitudes de lesbianas, travestis, maricas y trans. Si hay algo que nos ha permitido resistir y avanzar -de tanto en tanto- hacia lugares insospechados ha sido la alegría, los brillos, el latex, los colores y la furia. Ceder frente a los intentos por entristecernos, de un mundo todo hecho en nuestra contra, es alimentar al sistema que nos oprime. Sin perder la admiración por todo lo que el colectivo trans ha hecho (por si mismo y por la viabilidad de la vida en un sentido amplio), tenemos que advertir su profunda humanidad, esa que las corre del lugar de excepción y nos enfrenta con nuestra propia humanidad, con nuestra propia potencia para la lucha y la liberación. Cualquiera de nosotras o, más bien, todas nosotras debemos tomar esa posta. Todavía podemos ser lloradas públicamente y en vida. Podemos ser reconocidas ahora-ya, decir nuestros nombres y gritar presente por nosotras mismas.
De viejo loco que soy, hablo sola y no tanto. Hoy le contaba a Effy sobre Hotel, la última temporada de la serie, en la que humanos, vampiros, y espectros coexisten y acompañan sus transiciones amorosamente, éticamente. Un presente drástico y comunitario de muertas, vivas y muertas-vivas haciendo las veces de la reparación. Inventamos formas creativas de vida, qué nos impide un posicionamiento radical frente a la muerte, si al fin y al cabo… como nos recuerda uno de los pasajes más bellos de Foucault para encapuchadas, no tenemos ya miedo de morir como la Pepa Gaitán o como Daniel Zamudio. A lo que realmente le tememos es a vivir como un hetero

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